martes, 25 de junio de 2024

Paul Strand, profesor de poesía fotográfica

Visito la muestra de un fotógrafo del siglo XX, Paul Strand (1890-1976) y nada más entrar [Centro de Fotografía KBr, Fundación Mapfre, Barcelona, octubre de 2020] descubro que ha sido mi maestro de fotografía durante todos estos años. Como si en lugar de ir a una sala de exposiciones hubiera acudido a la academia donde imparte sus clases quien tanto me ha enseñado sin que hasta hoy fuera consciente. Quiero decir, lo que me gusta que la cámara recoja —en la captura de objetos, situaciones, fragmentos de espacios y paisajes— y el esfuerzo por adecuarlo a una manera de mirar personal, alejada de los estereotipos, Strand ya lo hizo décadas atrás, claro, y lo entregó como legado. Y también algunos aspectos —tanto los relacionados con motivos singulares, como con las distancias y los encuadres— que creía haber descubierto por mí mismo, compruebo en el aula de Paul Strand que los aprendí de él sin ni siquiera ser consciente de debérselo. Esta grata sensación, casi de anagnórisis, que rara vez me ha sucedido en literatura, acostumbra a pasarme con cierta frecuencia en fotografía, disciplina en la que soy escasamente erudito.

Sus composiciones resultan admirables. Aciertan a convertir en significativos los fragmentos de realidad que uno encuentra a su alrededor sin saber qué hacer con ellos. Contemplo la fotografía de un lago en las islas Hébridas, al oeste de Escocia («Loch Skiport. Isle of South Uist. Outer Hebrides»). De 1954. Y recuerdo la fotografía que acababa de hacer la semana anterior en la bahía de Llançà, que de tan cerrada suele parecer también un lago. Para la mía quise la misma distribución de los espacios en la imagen, le di a la línea de la montaña idéntica función de marco, no alrededor, sino en medio, como ocurre en los dípticos, y busqué establecer un diálogo similar entre un mar en calma y un cielo en movimiento. ¿Soy o no soy su discípulo? ¿No he aprendido a mirar viendo sus fotografías, aunque no supiera que las había visto antes? Paul Strand no solo le proporciona una ascendencia a lo que se pueda experimentar desde la ingenuidad fotográfica, su forma de reflexionar en imágenes también ofrece un repertorio de significados al hecho de mirar a través del visor.

Aunque quizá no haya acudido a su curso de fotografía solo para descubrir lo que ya sabía, sino para algo menos narcisista. Avanzo por la sala y me pregunto qué sentido tiene guardar con tanto esmero —en cajas de cristal enmarcado— estas meras teselas rescatadas del prodigioso mosaico de la realidad que ya jamás podrán representar. El fotógrafo parece una suerte de arqueólogo que armado con piqueta y cepillo revuelve entre los cascotes del tiempo hasta encontrar algo que inmediatamente guarda en un sobre de papel. O quizá solo sea el geólogo que recorre el monte martillo en mano y se acurruca en un rincón e infringe a la roca una muesca. Recoge luego con primor las fracciones desprendidas y las introduce con cuidado en una bolsa de plástico opaco. Uno y otro, más tarde, vacían sus descubrimientos sobre una mesa en sus respectivos estudios. Este lugar en la época de Paul Strand se denominaba laboratorio y entre cubetas, líquidos, pinzas y ampliadora, bajo una luz segura, se producía la metamorfosis alquímica de la fotografía. Que carece de cualquier alquimia porque la transformación es idéntica a la que consiguen arqueólogo y geólogo en sus análisis: obtiene conocimiento.

Cada fotografía de Paul Strand es una nimia, casi espuria, muestra de la existencia, pero capaz de devolverle a ese todo inconmensurable de donde procede, pero ya sin formar parte de él, algo de lo que este carece: un significado metafísico. La dimensión de este significado va, literalmente, más allá de la física de lo existente, y le añade a lo mostrado el valor de su comprensión humana, incluso cuando resulte esencialmente incomprensible —como el espejismo de la trascendencia o la oscuridad de la muerte—. En su Carta a los Estudiantes, la que empieza con el adagio casi revolucionario de «Todos somos estudiantes», Paul Strand lo dejó meridianamente claro: «Sobre todo mirad las cosas que os rodean, vuestro mundo inmediato. Si os sentís vivos es que significa algo para vosotros, y si os interesáis lo suficiente por la fotografía y sabéis cómo utilizarla, querréis fotografiar ese significado». Desde Strand, los fotógrafos no enseñan, aprenden; y la fotografía no describe, piensa. A veces poéticamente, otras en la estela misma de la filosofía.  

Paul Strand, 1954

JAC, 2020


miércoles, 12 de junio de 2024

Si el espejo se rompe. Relato


La memoria es un álbum de fotografías que se abre con frecuencia para refrescar las imágenes que conserva. El mío lo he cuidado siempre. Cubiertas de cuero, hojas de papel vegetal entre las páginas, una caja de cartón recio para guardarlo. A veces hasta me pongo guantes de látex para manipularlo. Por eso en cuanto la vi supe que la había visto. Que era ella. En el álbum de mi memoria ocupa una parte importante. Que repaso cada vez que lo abro, por más años que hayan transcurrido. Desde que falleció mi madre ya no frecuento el que fue mi barrio de adolescente. Solo de vez en cuando alguna razón peregrina me obliga a ir. Y voy, y nunca la veo. Solo está entre mis fotografías. Nunca es, sin embargo, una palabra engañosa. Se cruzó tan cerca en la acera que casi se tropieza conmigo.

         Han pasado los años desde mi juventud. Ahora soy un profesional maduro. De los que ya empiezan a echar cálculos de cuánto les falta para la jubilación. Pero ella estaba igual. Envejecida claro. También yo. Ella era mayor, quizá no tanto, aunque en la época cuando la veía a diario la diferencia se acentuaba bastante. En un instante fui capaz de ver que en el entorno de los ojos tenía arrugas pronunciadas y la piel se cuarteaba alrededor de los labios. No es eso en lo que me fijé, sino en que eran sus ojos de verdad y era el gesto admirable que dibujaban sus labios, como pronunciando una nota musical. Cuántos años sin verla. Ni supe contarlos. Me di la vuelta de inmediato y empecé a seguirla. Había ganado algo de peso. Pensé que lo mismo diría de mí si me hubiera reconocido. Pero no creo que ni se acordara. Es cierto que éramos vecinos, que con frecuencia entraba en la tienda de la esquina, donde trabajaba, y que no pudo por menos que advertir alguna vez una misma sombra que se repetía a su alrededor. Pero yo era un mocoso que solo la contemplaba desde lejos y ella una joven cuya mirada enfocaba su vida varios años por delante. No me he vuelto a enamorar nunca como entonces. Ni siquiera una relación completa, tiempo después, cuanto tuve la edad y la oportunidad de disfrutarla, me borró su imagen. Qué extrañas reglas rigen el sentimiento.

         Así que me giro en mitad de la calle y, tras ella, regreso de golpe a mi adolescencia. Abro el álbum, por las páginas más preciadas, dispuesto, una vez más, por fin, a revivirlas. «En vídeo», pienso con una sonrisa. Sigue calle abajo y yo detrás. Continúa siendo una mujer elegante. Con el mismo rigor que un objetivo de cámara fotográfica, busco detalles de su indumentaria, del calzado, para apoderarme de ellos. Pero cuando se acerca al portal donde sé que vive, realizo, sin meditarlo, una maniobra inaudita. Inédita en mis memorias. Apresuro el paso, me planto a su lado mientras introduce la llave en la cerradura del portal, sonrío y saludo. «Buenos días», me dice. Pero, de repente, continúa. «No te vi con ocasión del fallecimiento de tu madre, me hubiera gustado darte el pésame». «Gracias», respondo balbuciendo. «Pensé que tal vez entonces regresaras al barrio», continúa hablando como si una antigua amistad justificara el tono y el tuteo, «a ocupar el piso que había dejado libre tu madre, pero al ver el cartel de En venta se me evaporaron de golpe todas las ilusiones de volver a verte rondándome. Ni te imaginas lo feliz que me hacías siguiendo mis pasos allá por donde fuera. Lo segura que me sentía. No solo protegida por tu infatigable labor de escolta, sino sobre todo por la autoestima que me proporcionaba ver cómo me mirabas, con qué candor, con qué pureza. Si yo era capaz de despertar ese sentimiento en alguien, me decía, valía la pena ser quien soy. Pero un día desapareciste. Nunca más te he vuelto a ver. Pasé a soñar que soñabas conmigo, pero ese juego de espejos enseguida se quedó cubierto de vaho y por mucho que te buscara en él, ya serías un buen mozo, un hombre. Tendrías una mujer, hijos. Y yo no he encontrado nunca ese amor que me mostrabas en ningún hombre, y ya ves, sigo sola, en el piso que fue de mis padres, estancada en la juventud a la que tú le diste un sentido y después, de golpe, se lo arrebataste. Que seas feliz en tu mundo». Acabó de abrir la puerta, que se cerró con estrépito tras ella.  

lunes, 10 de junio de 2024

El regalo del regalo. Relato


La puerta continúa abierta en un extremo del atrio acristalado que se mantiene impecable, ni siquiera veo un vidrio astillado por un golpe. En el interior, los estantes de lo que fue una tienda de complementos están vacíos, pero donde aún permanece algún objeto, guarda el equilibrio de lo que está ahí para mostrarse. No hay ningún destrozo a la vista. Hace una década que el dueño salió una mañana de domingo en ropa deportiva y no regresó a mediodía, ni por la tarde, ni al día siguiente. Solo semanas después, alguien que necesitaba una pajarita para la boda de su hija se acercó al comercio, empujó la puerta y esta cedió gratamente. Encontró la que le gustaba en un extremo del cajón de las corbatas y dejo un billete pequeño en su lugar. No era el precio que indicaba la etiqueta, aprovechó el autoservicio para ofrecerse a sí mismo un generoso descuento.

         En la trastienda, donde había vivido el dueño desde que llegó a la isla, todo continuaba igual que el día en el que desapareció. La cama sin hacer, el pijama sobre una silla, la cafetera en la mesa y la taza con un culo de café en el fondo. Una capa de polvo recubre la escena con la precisión del filtro que aplica el fotógrafo nostálgico a sus imágenes.

         Las personas de la población siguieron entrando de vez en cuando. Es cierto que al principio dejaban unas monedas en el lugar ocupado por el objeto que elegían, pero el dinero se evaporaba demasiado rápido y pronto dejó de ser costumbre. Quien entraba, seleccionaba alguna prenda o pieza, y salía por la puerta satisfecho. Nadie se preguntaba por el dueño, ni por su ausencia, ni por la situación de puertas abiertas. Tampoco nadie abusaba. Una década después, aún quedan restos en estantes y cajones. Los espejos están en su lugar, la caja registradora permanece cerrada y sobre el sillón descansa el tiempo transcurrido en forma de polvo.

         Me explicas que encontraste la Leika M3 encima de una mesa donde por la noche completaba el libro de cuentas y la tomaste prestada. Con ella has captado durante estos diez años los rincones de la isla, en verano, cuando es posible recorrer sus caminos, y los del poblado cubierto de nieve, en invierno. Son las fotografías que disparaba el dueño de la tienda los domingos, aquellos en los que había regresado de su paseo por los acantilados. Pero consideras que ya no le queda al objetivo nada por encarar aquí. Por eso me la regalas. En su nombre. Para que continúe, lejos de esta latitud septentrional, enriqueciendo la colección de quien fuera su dueño. Porque las imágenes no pertenecen a quien las encuadra y dispara, sino al tiempo, el que siempre se está ausentando.  

viernes, 7 de junio de 2024

La última fotografía. Relato


Coloca la cámara junto a las otras en el estante. Se siente exhausto. No va a extraer aún el carrete para encerrarse con él en el cuarto oscuro y descubrir lo que ha visto. Otro día, cuando esté más despejado, se dice. No hace falta, sin embargo, que se engañe. Está solo. Hace tiempo que lo está. No ha de dar explicaciones a nadie. Tampoco a sí mismo. Bien puede aceptar que no es el cansancio la razón de que el carrete vaya a continuar en el interior de la cámara durante varios días. Semanas, tal vez. O meses. Tiene otras cámaras para tratar de borrar las fotos de hoy con nuevas fotos.

      El domingo no ha acabado aún de despertarse. Una intensa niebla, oscura, fúnebre, aletarga el tiempo. Una luz ideal para hacer fotos, se repite con ironía al recordar su propósito de aprovechar la mañana para hacer paisajismo fotográfico. El destino es una moneda al aire que alguien lanza sin que nadie aguarde a la caída para saber a qué atenerse. Así que después de decidir que dedicaría el día a otras tareas, se viste, mete en el macuto la réflex que había cargado por la noche, se equipa con el chaleco de bolsillos grandes, ya llenos de artilugios, y sale.

         Una luz antigua baña la calle. Aunque haya puesto un rollo en color, las fotos le van a salir en blanco y negro. Como a los clásicos. De repente una idea se interfiere en la ruta que ha emprendido. En la montaña a donde tenía pensado ir no se va a ver nada. Mejor, la estación. Pensarlo y darse la vuelta no consiguen surgir como dos acciones por separado. Como si ya lo llevara pensado desde antes y se lo hubiera ocultado a sí mismo hasta entonces. El autobús hacia el tren circula en dirección opuesta. Pese a la hora, no tarda en asomar por la avenida. A veces la realidad se pone de parte de uno de inmediato, es lo que piensa mientras saca unas monedas del bolsillo.

         La niebla, tal como preveía, se había colado en la antigua estación, como si fuera un pasajero más que ha descendido del convoy nocturno, aún con legañas en los ojos después de haber maldormido durante un largo viaje.  Descubre en ese momento que ya tiene argumento para la sesión del día. Una personificación de la bruma. Llamando a las puertas de los despachos ferroviarios, sentada en los bancos vacíos, colándose por las ventanillas de los vagones detenidos, arropando una maleta como si estuviera a punto de levantarla y partir. Guau, exclama para sus adentros. Las imágenes que va ideando se encuadran una tras otra. Un poco oscuras, algo tétricas, pero no le disgusta el tono. La lobreguez del día crea ambiente. Refleja un estado de ánimo. Aún ignora que quizá sea también el suyo.

         La ha fotografiado de espaldas. Va a ser la mejor placa de la serie. Una prostituta que, como las había visto hacerlo en la época aciaga, había acudido a los servicios de la estación posiblemente antes de retirarse a casa después de un viaje nocturno sin haberse movido de una esquina. La neblina rodea sus hombros como lo haría el brazo de un amante que la condujera hacia el lecho. Él mismo lo había hecho tantas veces. La luz caliginosa desdibuja el cuerpo casi desnudo: las piernas sin medias pese a la baja temperatura, la espalda, al aire de un escote halter, cruzada por el broche de un sujetador. Detalles que la mirada capta en el visor de la cámara en el momento de dispararla. Todo ha quedado ahí dentro, la mujer y su amante, que ya no es él, sino el humo.

         Uno de los dos únicos habitantes de aquella madrugada en la estación tenía que darse la vuelta cuando la moneda, que alguien había lanzado al aire nada más salir de su casa, cayera sobre una baldosa ferroviaria, sucia y desgastada por el exceso de tránsito.  Si hubiera sido él quien decidiera irse, la felicidad de una pieza memorable hubiera completado la serie. Ya tenía listo el reportaje. La guinda acababa de ser captada por el objetivo, y la luz ya había impregnado el negativo que pronto le deslumbraría a la luz roja del laboratorio. Era la hora de abandonar. Mejor, el instante. Darse la vuelta. Desaparecer en la niebla. Sonreiría imaginando ya las fotos que había hecho, evocadas una a una, y en especial la última, esa genialidad a la que había asistido. Le faltaría tiempo para encerrarse en el laboratorio.

         Pero quiso más. Una más. La idea no le cuadraba del todo: la mujer saliendo del brazo de su amante, el nublado. Le parecía redundante esa imagen en la serie. Al final se vería abocado a elegir entre dos contactos, o en el que entraba, ya hecho, o en el que salía, aún por ver qué podía captar. Además, encarar a alguien no siempre es fácil. Ni se suele aceptar con agrado. Casi no hay tiempo de enfocar, porque cuando la mirada y el objetivo se cruzan, el argumento de la foto cambia por completo, ya solo prevalece el odio al extraño ojo que invade una intimidad. Pero mientras decide, se queda frente a la puerta por donde ha desparecido la mujer. Y espera.

         Ella no puede dar la vuelta e irse. A la fuerza ha de salir del lavabo de cara. La moneda lanzada al aire solo es para él. Tampoco lo sabe ver, y aguarda. Trata de agazaparse tras una columna. Encuadra la imagen neblinosa de la mujer antes de que aparezca en el plano. No está seguro de que aquello añada nada nuevo a lo que ya ha conseguido. Aun así, aguanta la cámara en su posición depredadora. Tarda, ella. Persevera, él. Solo piensa en la fotografía que va a hacer. Nada más. Tal vez por eso dispara antes de mirar el rostro. La reconoce al instante, aunque se diga una y otra vez que no puede ser quien sabe ya que es. Solo ha estado enamorado de una persona. En casa guarda miles de instantáneas suyas. Tomadas en todas partes. Bueno, en todas no, nunca se le había ocurrido fotografiarla en la estación, cuando llegaban de algún viaje, con el gesto cansado, pero felices. Mientras estuvieron juntos no le importó cruzar todas las líneas rojas que encontraba hacia el vacío, pero ahora sabe que quien se ha despeñado es ella. La imagen que no había captado nunca ya estaba en el interior de la cámara. Comprende que ya es tarde para no haber ido a la estación, o al menos para haberse conformado antes. La foto de frente le grita que la situación es buena solo para estar muerto.     

martes, 4 de junio de 2024

Un fotógrafo en el desierto. Relato


El ronroneo del motor de la vieja furgoneta se ha convertido en la banda sonora de mi existencia. Temo apagarlo y que nunca más arranque. Su tembleque, una manera de respirar. Así he viajado hasta el confín del estado, primero por autopistas que le alejan a uno de la ciudad, luego por cuidadas vías nacionales; después, un desvío hacia una humilde carretera comarcal y, ahora, este camino sin ninguna indicación de destino que me ha traído a este lugar, que es como cualquier otro.  Cuando el motor exhala un gemido y se detiene, tras darle media vuelta a la llave de contacto, me incomoda el silencio que se impone alrededor. Como quien se cuela en una fiesta sin que nadie le haya invitado.

         Me entretengo, por eso, dentro de la cabina. No he de molestarme mucho en comprobar que no hay nadie en varios kilómetros alrededor. Los que llevo en el camino de arena, cada vez más tortuoso. Nadie, humano. Zorros, lagartos, coyotes, linces, por supuesto. Es posible que alguna tortuga se acerque también a husmear las sobras de la comida cuando la deje sobre una piedra. No cuento los insectos, para no nublar el día tan hermoso que hace. El sol en lo más alto del mediodía y un cielo azul contra el que cualquier mata de ocotillo se convierte en la visión de las uñas del diablo cuando asoman desde las profundidades de la tierra.

         Despacio, me quito las zapatillas de conducir y me calzo las botas de montaña. Antes de poner un pie en el suelo ya resuenan los guijarros aplastados por su suela. Estoy ansioso por escuchar esa melodía bajo mis pasos, pero tampoco me atrevo a abrir la portezuela y explorar el espacio que me acoge. No acabo de distinguir la diferencia entre no querer alejarse demasiado de la furgoneta, de momento, y no salir de su protección amniótica. Salto por encima del asiento del conductor y me dejo caer sobre la colchoneta que he extendido en el centro de la parte posterior, a ambos lados, acumuladas, bolsas y cajas con alimentos y utensilios. Rebusco en una de ellas y encuentro enseguida lo que anhelo. Un libro. La luz que cuela la ventanilla se concentra sobre la página por donde lo abro al azar. Y leo. El silencio y la quietud del vehículo me acunan.

         Es el libro que me ha traído hasta aquí. Son las memorias de un mítico fotógrafo del desierto. Reviso las páginas donde habla de las neveras que conservan los rollos de película, sin los cuales no obtendrá ninguna de sus impresionantes imágenes. Durante un tiempo estuve estudiando sus encuadres sobre vistas urbanas. Me levantaba de madrugada para dirigirme a barrios periféricos y poder plantar la cámara en mitad de una avenida vacía y aguardar a que las primeras luces dibujaran delante lo que soñaba captar, aunque siempre se adelantaba el tránsito y antes de que pudiera disparar, ya estaba el espacio infectado de coches. En uno de aquellos días, sin nada con que alimentar el objetivo pese al madrugón, decidí emular los viajes de mi ídolo. E irme al desierto.

         Que está ahí, al otro lado de la ventanilla. Ya no necesito cuidar las películas. Una simple tarjeta de memoria me permite disparar cientos de veces la réflex, que tampoco pesa demasiado. El trípode lo llevo en el macuto, y lo monto al instante. Hasta puedo sacar el móvil y aunque no tenga cobertura, dejar listas un montón de fotos impactantes para enviar a los amigos en cuanto me acerque a una gasolinera para repostar. Todo es mucho más fácil, y, sin embargo, continúo sin atreverme a abandonar la colchoneta, a la que llega la luz, pero ninguna imagen del exterior. Me bastan las líneas tipográficas, que me sé casi de memoria de tantas veces como las he leído, para sentir pleno el instante.

         Ya estoy aquí. Busco en otra bolsa y doy con los bocadillos que me había preparado por si el viaje se alargaba más de lo previsto. Así, tumbado boca arriba, mastico el pan de ciudad y los embutidos del supermercado. Y continúo releyendo las aventuras padecidas por el fotógrafo del desierto. En el desierto también yo. El silencio dentro de la furgoneta, con las ventanillas cerradas, es absoluto. Una cámara acorazada no lo lograría tan perfecto. Solo cuando me muevo, resuenan por debajo muelles y planchas metálicas, pero quieto, estoy donde no recuerdo haber estado nunca: en la ausencia absoluta de ruido. ¿Cómo captar eso con una cámara? Extraigo la mía de su funda y fotografío el techo de la furgoneta. En el visor observo el rectángulo oscuro con algunas raspaduras que lo cruzan en diversos sentidos. No es una pieza despreciable. Mi primera foto en el desierto.

         Sin darme cuenta, el sol ha caído por el oeste y lo veo enrojecer sobre una lejana cordillera. Me asusta pensar que la furgoneta no pueda arrancar su viejo motor y regreso nervioso al asiento del conductor. Introduzco la llave. Le doy media vuelta. Tose, pero no arranca. Siento que mi cabeza va a desmoronarse de un momento a otro. Lo intento de nuevo. Giro. Y el motor le devuelve a mi vida su banda sonora. Me hundo en el asiento, suspiro. Lo he conseguido. Se enciende. Me digo de inmediato, si me apresuro tal vez consiga llegar a la carretera comarcal antes de que anochezca del todo. La idea me propulsa, como una explosión bajo los faldones de un cohete. Y salgo disparado. Tal vez la foto del crepúsculo, de fondo, con una mata de ocotillo en primer plano no fuera una mala idea, aunque tuviera que detener el vehículo y salir al exterior para hacerla. Pero inmediatamente se impone un pensamiento sensato; ya la haría, más adelante, cuando vuelva otra vez al desierto.