domingo, 14 de julio de 2024

Martín Chambi, un juglar en los Andes


Un mito occidental es el tópico de soñarse el primero en verlo.  Qué visitante de Petra no se ha imaginado en la piel de Johann Ludwig Burckhardt, en 1812, vestido de beduino, recorriendo la trocha en el desierto para ver asomar, entre las rocas, la enormidad clásica del Tesoro. Quizá ahora la fantasía sea incluso más concreta: ser el primero en fotografiarlo.  Solo un siglo más tarde, en 1911, cuando Hiram Bingham (1875-1956), siguiendo informaciones de otros exploradores y de labradores de la zona, llega hasta las ruinas de Machu Picchu por primera vez ya lo hace con una cámara en las manos —una Kodak nº3 A con fuelle— y comparte el mismo sentido de irrealidad de las ensoñaciones actuales: «Encontré brillantes templos, casas reales, una gran plaza y miles de casas. Parecía estar en un sueño». Bingham soñaba que descubría Machu Picchu y los turistas actuales se sienten pioneros como Bingham. Sus fotografías del sueño, por cierto, las publicaría la revista de The National Geographic dos años más tarde. No es la inmediatez de las redes sociales actuales, pero para la época no se puede decir que se hubiera entretenido.

         Aunque puestos a recrear pasados míticos, seguro que no son pocos los viajeros avisados que sueñan en la cordillera andina con el fotógrafo que mejor ha captado paisajes, ruinas, ciudades, costumbres y personas, es decir, con Martín Chambi (1891-1973), un gigante detrás de una cámara, como lo calificó Mario Vargas Llosa. Tras la importante exposición de la Fundación Telefónica en 2006, ahora es la sala Colectania (Barcelona, abril de 2022) la que presenta una muestra sobre el genio del peruano y su relación con otros fotógrafos —unos americanos, del sur y del norte, alguno europeo— que recorrieron parecidos caminos, no siempre fáciles, con su cámara a cuestas en la primera mitad del siglo XX. Detrás se advierte la mano experta y el espíritu atento del coleccionista Jan Mulder, que ofrece al visitante, además, el encanto añadido de las copias de época. El diálogo que la exposición establece entre fotógrafos vinculados a la atracción por paisajes semejantes —la cordillera andina, el altiplano, las antiguas ciudades incas— y por la cultura indígena resulta un cursillo acelerado de personalidad fotográfica ante una misma realidad. Y como el protagonista es Chambi me detengo a anotar lo que he aprendido al visitarla.

         En 1924, cuando accede por vez primera a las ruinas de Machu Picchu, Martín Chambi tiene treinta y tres años, una excelente formación al lado de fotógrafos europeos profesionales, un momento propicio para el auge del arte fotográfico, y, sobre todo, una conciencia despierta: «Siento que soy un representante de mi raza; mi gente habla a través de mis fotografías». Pero la vida nunca es tan rotunda como aparece en los ideales, y Chambi también necesita ganársela haciendo retratos por encargo o vendiendo panorámicas de la zona andina en láminas viradas a colores pictóricos y postales de recuerdo. Y esta es la enseñanza inicial: en ninguna toma pretende reproducir la visión asentada de lo admirable, sino dejar fluir la complejidad de su propia mirada. Resulta elocuente contemplar una placa de la Catedral de Cuzco de un fotógrafo coetáneo con la visión consolidada de la plaza, animada por los transeúntes, y en escorzo la gran mole de la iglesia. Una panorámica que se reproduce ante cualquier iglesia del planeta situada frente una gran plaza. Los encuadres de Chambi continúan siendo hoy un prodigio de la imaginación. O bien se sube a uno de los dos campanarios gemelos de la iglesia de la Compañía de Jesús, encuadra el otro solo en su mitad superior y a lo lejos, en perspectiva, perfila la Catedral que parece entretenida conversando con dos grandes nubarrones blancos; o bien la dibuja en sombra desde la luz natural que cuela uno de los arcos de la gran plaza porticada. No le preocupa en absoluto lo admirable, aunque sea lo que le asegure los ingresos, sino la fidelidad a su manera de mirar; que es, para el fotógrafo, su identidad, aunque no siempre coincida con la mirada de los coetáneos que han de adquirir sus imágenes. Y entonces, ¿qué hacer? En todas las piezas expuestas se advierte que Chambi no parece haber dudado nunca.

         Uno de los fotógrafos más interesantes que también se vio seducido por los aires andinos fue Robert Frank (1924-2019), un europeo de cultura norteamericana que se convirtió en un portentoso narrador de historias. A finales de los años 40 viaja a Perú y con su cámara escribe una trepidante novela de la vida indígena en sus ya célebres cuadernos de espiral. El trabajo, las fiestas, las costumbres, los rostros. En sus fotografías nada permanece quieto, nada guarda silencio, ni siquiera las planicies infinitas cortadas por la línea del ferrocarril, cuyo traqueteo de oye siempre a lo lejos. Sus imágenes transpiran el sudor, muerden el polvo y habitan el caos. Resulta ilustrativo compararlas, desde la excelencia de ambos artistas, con las de Chambi. En algunos encuadres el peruano no oculta el movimiento, incluso el desorden espontáneo de las figuras que aparecen, ni siquiera en estos casos hay narración. Chambi no cuenta historias. Su género fotográfico es otro. Exalta, sublima, desatiende los movimientos de los mortales, atento solo a los dioses del lugar. Su punto de vista es épico. Por más autorretratos que cuele en todos sus paisajes, tampoco existe una razón lírica implícita. Sus placas muestran en todo momento la convicción de contemplar un paisaje y un tiempo heroicos. Chambi es el juglar que llega a un pueblo para cantar, ensimismado, las grandezas de una edad perdida, pero, casi por milagro, aún presente, de ahí la necesidad de su mirada: el fotógrafo es el intermediario entre épocas. La voz de lo oculto desvelada. Segunda lección.

         La tercera tiene que ver con los retratos. Y se hace evidente en la muestra ante el contraste con otros fotógrafos de la época. Carece del ojo de antropólogo de las placas de Pierre Verger (1902-1996), en las que se advierte siempre el interés por algún aspecto concreto de la morfología humana de los retratados o por alguna peculiaridad de su vestuario. Y lo que no posee en absoluto es la sofisticación de Irving Penn (1917-2009), quien en 1948 pasó unas vacaciones en Perú y regresó a Nueva York con un reportaje etnográfico que publicó la revista Vogue. En Cuzco instaló el estudio en un viejo almacén, con entrada lateral de luz matizada por una cristalera. Atavió el suelo de ladrillos de barro con una historiada alfombra y cubrió el fondo con colores melifluos y flores en jarrones de estilo clásico dibujadas en el decorado. Hizo pasar por su estudio a infinidad de indígenas de todas las edades y, posiblemente, condición. Pero forzó en ellos poses extravagantes y gestos en el rostro demasiado explícitos y tan alejados de la naturalidad de la vida andina como próximos a ella los fotografió Martín Chambi en sus retratos de estudio, que se sitúan en el lado opuesto del refinamiento que tanto sedujo al norteamericano Penn. El retrato de estudio más famoso de Chambi es el del «Gigante de Paruro, Juan de la Cruz Sihuana», fotografiado en Cuzco, en 1925, y aún hoy emociona la humanidad con la que Chambi recoge el gesto apesadumbrado de aquel hombre imposible, al que le hace casi sonreír cuando lo acompaña, en otra toma, frente a la cámara, a su lado, vestido con pajarita de fotógrafo profesional, con la cabeza inclinada al máximo hacia arriba admirándole con devoción.

         Tres clases magistrales de Martín Chambi, pero la definitiva la imparten sus autorretratos. Algunos son solemnes y casi escultóricos, como el espléndido «Autorretrato con poncho en ventana trapezoidal de Machu Picchu», de 1928, pero en la mayoría aparece con un gesto desinhibido, cotidiano, como colándose a escondidas, en el último momento, dentro sus propias fotos, pero sin su permiso. Los suele hacer después de haber conseguido la foto que quería, posiblemente orgulloso del encuadre. Una nueva copia, pero con su figura, generalmente de perfil, en una esquina, creando con la vista un fuera de campo que el objetivo no ve. Mientras él no lo encuadre.

El Comisariado de la muestra señala en las informaciones una explicación que no admite añadidos: sus autorretratos declaran «su pertenencia a un mundo andino tan complejo en su presente y tan misterioso en la revelación de su pasado». Aunque quizá acepte un mínimo reparo: ¿no resulta redundante subrayar así esta pertenencia a un espacio y a una cultura cuyas imágenes lo proclaman desde la primera hasta la última toma que hizo? Ninguno de sus autorretratos, sin embargo, resulta redundante. Ni siquiera el que practica junto al Gigante de Paruro, o el realizado ante la panorámica de las ruinas incas, que tan excelsamente supo captar, o el que repite el encuadre logrado con su figura en medio. Es cierto que subraya su pertenencia a ese «mundo andino», pero también que se siente protagonista, pionero quizá, de la gesta que está cantando. Cuando llega a Cuzco la primera motocicleta, propiedad de un vecino, se autorretrata montado en ella, con gorro de motorista y las manos en el manillar, como si fuera él mismo quien hubiera cumplido el sueño de poseer la moto («Autorretrato en la moto de Mario Pérez Yáñez, primera moto en Cusco», de 1934). El fotógrafo no solo sueña con ser el primero en verlo: ofrece ese sueño a los demás. Se siente mediador entre los «misterios» que capta y el espectador, pero esta mediación va más allá de la mera firma en huecograbado sobre la copia en papel. Es el protagonista de las imágenes que entrega. Y al final del arduo trabajo del día, toma la palabra para decirnos: prestadme al menos un ápice de vuestra atención por estas revelaciones. De igual modo que al final del Cantar de Mio Cid, en su explicit, quien habla es el juglar y les pide a los oyentes «Se ha leído el Poema, dadnos vino, y si no tenéis monedas, echad / allá algunas prendas por las que a cambio seréis recompensados». Miradme, soy quien ha registrado estos paisajes sublimes que habéis visto por primera vez: echadme un vistazo también a mí y os recompensaré mañana con otro tortuoso ascenso a aquella cumbre desde la que nadie nunca ha mirado. Porque yo soy el juglar, el médium, el fotógrafo.

martes, 2 de julio de 2024

Jeff Wall, escenógrafo



La primera vez que vi una fotografía de Jeff Wall (1946) fue en septiembre de 1990, y también entonces oí, al verla, su nombre, que no me sonaba de nada. Lo mencionó el novelista Pedro Zarraluki, entusiasmado con la fotografía cuyos derechos había conseguido para la cubierta de su novela El responsable de las ranas (Anagrama, Barcelona, 1990). Lo cierto es que la fotografía de Wall —«El pensador», de 1986— ilustraba a la perfección el título de aquel libro. Nada más novelesco que el tipo lunático que en la imagen medita sentado sobre un trono de residuos, con una espada, en lo alto de una colina a las afueras de una ciudad que se extiende, a lo lejos, como si fuera la charca de ranas que cuida. La novela de Zarraluki empezaba a narrarse desde la fotografía de cubierta. Al autor la idea le encantaba y a sus conocidos no se les escapó el lejano parecido del pensador con el novelista, al que a partir de entonces decidieron llamar con el apelativo de «responsable de las ranas», no por lo que contara en el texto, sino por el poder narrativo de la imagen de la cubierta, que no solo connotaba el título, sino que también era capaz de destilar, como una novela, la realidad en personajes. 

Algunas décadas más tarde, en la exposición «Cuentos posibles» de la Virreina que ocupa al completo sus salas expositivas de la planta noble, vuelvo a enfrentarme con el filósofo de las ranas, ahora convertido en una transparencia dentro de una caja de luz de dos metros once de alto por dos metros veintinueve de largo. Una visión impactante. Como la de un anuncio dispuesto para iluminar la ciudad desde la cubierta de un edificio de oficinas de varios pisos contemplado a un metro de distancia. Jeff Wall lo ha entendido muy bien desde el principio: en el arte contemporáneo ha desaparecido el contenido simbólico, solo pervive la pura emotividad objetual. El impacto de la presencia. La forma en sí misma convertida en su contenido. Es más, lo ha entendido tan bien que es uno de los precursores, desde el inicio de sus trabajos, en evitar el vacío hacia el que amenaza despeñarse el arte contemporáneo mediante la sustitución del pensamiento por un discurso social inconcreto. Degradación, pobreza, abandono, exclusión… Es decir, una transparencia iluminada que ocupa toda la pared de una sala de exposiciones, donde normalmente se cuelga media docena de piezas de buen tamaño; ese impacto, y, en su interior, un contenido social estereotipado, ofrecen una muestra ideal para cualquier pinacoteca contemporánea. No es un demérito, es solo la constatación de un estado de las cosas, y Wall ha sabido ofrecer, desde el principio, lo que sin mencionarlo se le pide.

         Y ha creado también una narrativa a partir de su obra: su insoslayable carácter narrativo. «Cuentos posibles» es un título espléndido. Sugerente. Cada fotografía, como «El pensador» de la cubierta de la novela de Zarraluki, es susceptible de evocar un relato. La pieza que muestra la habitación subterránea donde un tipo vive bajo un techo infectado por cientos, acaso miles, de bombillas, bajo el que trabaja, come, duerme e incluso cuelga la colada, inmediatamente parece despertar la fabulación. Es cierto que existen en las piezas de Jeff Wall elementos narrativos, aunque sin trama que los enlace; igual que existen elementos temáticos sociales, pero sin alusión a un conflicto real o lacerante. Es, digamos, como un juego: hay piezas de cuento y títulos con significados, y el visitante disfruta acertando al colocar cada uno en su casilla, impactado por la explosión de luz que emana de la imagen, que es lo único relevante en la experiencia artística propuesta. El juego intelectual añadido a la iluminación no sobrepasa casi nunca las dimensiones de un juego infantil; cuando se apaga, no queda nada.

         Hay otro factor relevante que demuestra la perfecta adaptación del fotógrafo al universo del arte contemporáneo. Desde que empezó a fotografiar, en 1978, solo ha realizado doscientos montajes fotográficos, de diversos tamaños y en diversas modalidades de exposición entre las que la caja de luz es las más característica; unos son enormes, otros poseen medidas más convencionales. Pero doscientas piezas en cuatro décadas y media no alcanzan a las cinco fotografías por año de media. Cinco fotografías es lo que selecciona un fotógrafo en una mañana de trabajo. A diferencia de todos los fotógrafos que han existido, Wall ha optado por apostarlo todo a un único número, el de la frugalidad. Y en esta actitud hay que reconocer una valiente coherencia: no existen tantos relatos disponibles como para ilustrar el ingente número de imágenes que produce un fotógrafo, para el que cada una de las placas es la tesela del mosaico simbólico que es su propia sensibilidad artística. Como artista contemporáneo, Wall le ha dado la vuelta a esta situación, reconociéndole a cada pieza su propia independencia creativa, es decir, su capacidad para generar un relato autónomo, ajeno al autor, que no es más que un mero propiciador de la experiencia artística, casi un técnico en iluminación. Esta concepción no admite las cifras de un catálogo fotográfico habitual. Solo es capaz de absorber las escasas piezas, doscientas, realizadas por un artista que trabaja para museos. Treinta y cinco son las que contemplo en la Virreina. Con la boca abierta, eso sí, por el impacto visual de los montajes (el anuncio de las alturas a un metro de distancia).

         Hay una característica de Wall que aprecio. Él mismo la ha señalado: «Me parece que las mejores obras de arte visual permanecen vacilantes, indecisas ante la pérdida de identidad». No sé muy bien si estas palabras recogen lo que quiso decir, porque encuentro la cita en un periódico alemán, y supongo que está tomada de alguna rueda de prensa realizada con motivo de una exposición en un museo de Múnich. Pero en la propia imprecisión de la frase descubro una clave que valoro en Wall. Se podría decir que sus doscientas imágenes se pueden agrupar, por su génesis, en tres apartados. En primer lugar, están los que se podrían denominar «cuentos encontrados», como la transparencia que muestra la cueva urbana donde, en Harlem, un hombre real vive bajo 1.369 bombillas colgadas en el techo. En segundo lugar, están los «cuentos escenificados», donde la puesta en escena que se plasma en la fotografía a veces acierta, como en «El pensador», pero en otras resulta molestamente evidente; por ejemplo, en la foto donde capta un tipo a la mitad de una voltereta en el centro de un café convencional. Y, en tercer lugar, las imágenes con un «cuento ausente», en las que desaparece cualquier expresión de una identidad en la mirada, tanto de la fotografía, como del fotógrafo, como del visitante de la exposición. Son encuadres sobre espacios olvidadizos e insustanciales, con frecuencia en las afueras industriales de las ciudades, rincones anodinos, caóticas instalaciones eléctricas, tránsitos espurios, localizaciones sin propósito, especificidad ni interés. Estas son las piezas que más me atraen, tal vez porque me permiten añorar la desidentidad en la mirada de un coetáneo suyo, Guido Guidi, fotógrafo, y solo por esta condición, artista. 

lunes, 1 de julio de 2024


Detalle de una fotografía de Jeff Wall

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