viernes, 20 de septiembre de 2024

Aenne Biermann, fotógrafa



La Moderna Pinacoteca [Pinakothek der Moderne. Múnich, agosto de 2019] guarda hoy una sorpresa para mí. Como los domingos solo cuesta un euro la entrada y el edificio es muy grato, aunque conozca ya sus colecciones, entro; quizá solo para protegerme de los 30 grados que cuecen el exterior. Empiezo por la librería. Apenas veo cambios en los libros sobre las mesas, salvo uno. Un cuaderno tamaño folio con las reproducciones de impresiones en gelatina de plata de una fotógrafa que desconozco. Aenne Biermann. Que no sepa quién es no resulta significativo, mi familiaridad con la historia de la fotografía carece de cualquier erudición. Lo ojeo. Me gusta lo que veo. Como no es bueno comprar los libros antes, lo devuelvo a su lugar y me dirijo, pensativo, hacia la zona de las temporales, aunque poco motivado. La que se anuncia fuera parece un conglomerado de arquitectura ensimismada y fotografía pintoresca. Pura crónica. Decepción. Pero al pasar por el corredor de repente reconozco un nombre, aunque apenas lleve cinco minutos en mi memoria. O tal vez por eso. Aenne Biermann. Ni me había enterado de que le dedicaban una exposición temporal. Al entrar en la sala, junto a la impresión de las fechas —1898-1933—, una maravilla me deja aún más de piedra: Autorretrato con Bola de Plata. Estas sorpresas ya solo se producen en la poesía y en la fotografía.
    Aenne Biermann empezó a disparar su cámara hacia los 28 años con una finalidad práctica: fotografiar la colección de minerales de un amigo geólogo. Pero en lugar de ver cristales, como haría cualquiera, Aenne empezó a ver líneas, sombras, volúmenes. De ahí pasó a retratar plantas, pero lo que veía delante del objetivo era lo mismo que soñaban sus contemporáneos sobre un lienzo. En lugar de pinceles, ella cerraba el plano, doblaba una rama, meditaba la disposición las hojas… y disparaba. Sus fotografías botánicas resultan prodigiosas.
   Coincidió esta época con la infancia de sus hijos, Helga (1921) y Gershon (1923). Pero en las fotografías su madre, que los tomó como modelos, supo dar a sus rostros infantiles, sobre todo al de Helga, una expresividad que estremece contemplar. Hay un retrato con la mano en la boca y un bolígrafo entre los dedos, en primer plano, en el que la niña está tan interesada en lo que ve fuera del plano, que es capaz de crearlo para quien contempla la foto desde la nada del tiempo, solo con su mirada.
    Admirables son sus retratos, pero también sus dibujos de objetos. Una de las piezas más célebres, Kartoffel mit Messer (1929), muestra unas peladuras de patatas enroscadas en el cuchillo. La simplicidad de la imagen, la sobriedad de la toma y la extraña belleza sobrecogen. Fotografías así la convirtieron en una referencia del movimiento fotográfico de la época, la Neuen Sachlichkeit. Los nombres no siempre aciertan. De hecho, la distancia que pretende la Nueva Objetividad es una suerte de propuesta fotográfica brechtiana, por la cual la imagen se aleja de la catarsis subjetiva para propiciar la visión crítica en la acción de contemplar. Y eso continúa siendo lo que provoca el detenerse delante de Patata con cuchillo. En la placa su autora nos cuenta que no se encuadra por el visor para provocar emociones —el gran espejismo de la modernidad—, sino para hacer comprensibles ideas complejas —el espejo del tiempo en el que se convierte cualquier buena fotografía—. 
    Como nadie es perfecto, a mí me gusta burlarme de las condiciones en las que se exponen las fotografías aprovechando los reflejos para hacerme autorretratos cómplices. Ante las piezas de Aenne Biermann que muestra la Moderna Pinacoteca de Múnich, sin embargo, no hay ni un único reflejo. Nada. Se mire desde donde se mire. Y como tampoco me voy a poner a fotografiar una fotografía que me gusta, me guardo el móvil sin pensar que me quedo sin ilustraciones para esta página. Aprovecho, para ilustrarla, un par de detalles vistos en obras que expone la Alta Pinacoteca; las manos del escriba en La muerte de Séneca pintadas por Rubens y el libro sobre la falda de Madame de Pompadour, imaginado por François Boucher.

martes, 10 de septiembre de 2024

Quiero mi Bruce McLean



En el Modern One, el edificio de la Galería Nacional de Escocia consagrado al arte contemporáneo, encuentro una sala dedicada a celebrar los ochenta años del escultor escocés Bruce McLean (1944), que los cumplirá dentro de unos meses. Nada más entrar, en un vídeo que ocupa toda una pared, aparece su imagen haciendo piruetas al ritmo de una música estridente y más alta de lo aconsejable en un museo. Nadie que conozca a McLean se asustará. Ha dedicado todas estas décadas de creatividad tanto a la escultura como al más puro gamberrismo estético. Para el arte se ha convertido en un auténtico activista. Es la voz en sordina de una generación, la suya, que al cabo resultó privilegiada por las dificultades, el ostracismo, las adicciones y los desastres, de igual modo que los más jóvenes tal vez acaben perjudicados por los privilegios que disfrutan en el presente. McLean no solo es un artista de la vanguardia expresionista, también se convirtió en una suerte de dramaturgo de las ideas, utilizando el arte como escenario y las salas de las galerías como platea. Un ángel anunciador de «the end art history».

  Hay ciertos aspectos de Bruce McLean que aprecio en especial. En su actividad he descubierto, por ejemplo, a mi maestro absoluto en el arte de crear listados. Los míos con dificultad giran en torno al centenar de elementos. Sus listas son abrumadoras: solo se detienen en los mil. Espectacular resulta su «List of works», publicada en solo dos páginas de libro, a tres columnas con tipografía diminuta. Se contempla como un poema conceptual. Genial me parece su «Bruce´s CV in 20 seconds», en el anuncio de una película sobre su figura que se puede ver colgado en su Instagram. Tal vez sea la consulta de un currículo más veloz de la historia: empezar riéndose de uno mismo es una prueba de veracidad de la sátira. Interesantes son también las columnas de nombres con sus influencias, donde compartan lista Rita Hayworth y Jackson Pollok: antes que una información se advierte una actitud ante la vida. Muchos de sus textos programáticos están escritos en forma de enumeraciones y juegos de palabras. Uno, extenso, empieza así: «Predecir / predicción como actividad negativa / los peligros de la inteligencia / proyecto anti vivienda social / cínica construcción / termina mal / lo que empieza mal». En cualquier detalle se advierte su maestría para fundir lo coyuntural concreto con lo conceptual filosófico. Esta combinación tan difícil que cuajar lo convierte en un artista singular, mitad gamberro, mitad sublime: «Permiso para planificar / sin permiso de obras / permiso para todos».

  Otra de las pasiones que comparto con Bruce McLean es su confianza en los borradores. No pasa nada a limpio. Se comprende enseguida que la mayor parte de su vida transcurrió bajo el reinado de las máquinas de escribir. Sus textos se publican en la primera transcripción a máquina, con constantes correcciones y ampliaciones manuscritas. Algo que en poco más de dos décadas de costumbres informáticas ha desaparecido de la cotidianidad del trabajo intelectual. Ya se corrige y añade directamente sobre la pulcritud de una pantalla. En los textos programáticos de McLean se le ve releyendo sus propios escritos y pensando sobre sus dimensiones. Secretos que solo guardan los borradores. Un virtud añadida de esta práctica convierte la caligrafía en trazo artístico.

  Una tercera afinidad que descubro en el escultor escocés es su gusto por los autorretratos. En una época donde la fotografía está tan extendida y, sobre todo tan expuesta a los gestos narcisistas, resulta complicado definir un autorretrato como una actitud artística y distinguirla de la ingente exigencia de retratos de los medios audiovisuales contemporáneos. Los autorretratos de McLean, sean en vídeo o en fotografía, se restringen a la escenificación de sus esculturas vivientes o a acciones de videoarte. Cuando ha de aparecer un ser humano en una imagen, él mismo es quien lo encarna. No se trata de ficciones con personajes, sino de expresiones de un yo que asumen diversas despersonalizaciones contemporáneas. Para el cartel de una exposición en Londres de 1987 se fotografía vestido con un elegante traje claro con un cubo de cinc en la cabeza en una sórdida cueva, rodeado de escombros, donde el escultor, convertido en escultura, encarna una visión sarcástica del arte contemporáneo. Un autorretrato del ser, no del estar. O, tal como propone William Blake en un célebre poema, una cita muy del gusto del artista, «ver el mundo en un grano de arena / y un cielo en una flor silvestre...».

  Junto a las listas, los borradores y los autorretratos, la actividad artística de Bruce McLean tiene encanto también por las fotografías, una expresión que el escultor ha convertido en central para su obra. Como fotógrafo ofrece lecturas de sus piezas escultóricas, obviamente, pero también las fotografías concentran su visión humorística y sarcástica de la realidad. Y en muchas ocasiones ambas funciones se mezclan y sus piezas aparecen con curiosas ambientaciones.

  La exposición del Modern One, titulada irónicamente «Quiero Mi Corona», arranca con una curiosa fotografía, cuyo título es meramente descriptivo: «Una fotografía de un pastel de frutas encima de un armario fotografiado en el ático de alguien (que no cabe en la imagen)». Me detuve de inmediato ante esta pieza, con tratamiento de lienzo hiperrealista, que me pareció un pequeño manifiesto de la imagen. Con ser descriptivo, el título solo alude a dos partes de la imagen, un pequeño rectángulo en el margen derecho donde aparece el pastel sobre el armario, y otro mayor, en la parte inferior, que es una suerte de apertura superior de una estancia de la que solo se ve la cornisa. Este es el «ático» al que alude el paréntesis del título. El resto de la fotografía, un tercio y medio del conjunto, permanece oscuro. Parece una suerte de collage con tres contenidos, dos fotografías y un fundido en negro.

  «A photograph of a Fruit Cake...» se contempla como una pequeña e irónica poética de la fotografía. En primer lugar seduce la idea de que las imágenes surgen del negro y se imponen a él. Ya no recortan la luz y la muestran como una tesela de lo real. La realidad es un fundido en negro al que se sobreponen imágenes inconexas. Una posee un significado trivial: el pastel de frutas sobre el armario. Y también incomprensible. La desubicación de los elementos triviales ha dejado de crear sentido, solo ofrece nuevos peldaños a la infinita escalinata del sinsentido contemporáneo. La otra imagen que se impone al negro promete un contenido al intentar asomarse sobre el techo de una estancia («el ático de alguien»), pero solo ofrece el acceso, la anónima cornisa, una sombra, nada que acerque a nadie. Las tres fronteras de la fotografía contemporánea, la trivialidad, la inaccesibilidad y su presente, la ceguera. 

«A Photograph of a Fruit Cake on Top of a Wardrobe 
Photographed in Someone's Attic (which doesn't fit 
in the vitrine), piece, 2024». Bruce McLean