lunes, 16 de diciembre de 2024

Fotografía y realidad


 (1. La complejidad)

La fotografía no solo se suele calificar, junto a la pintura o al teatro, como una práctica artística de carácter representativo, sino que ha sido considerado el arte mimético de la realidad por antonomasia. De la pintura y del teatro se discute el grado de realidad implicado en su representación, pero en la fotografía se da por supuesto, a la par que su capacidad de retrato de lo real, su sometimiento a esta función del modo más inerte.

El hito que le dio origen, en fechas tan tardías como es el siglo XIX, tiene dos dimensiones. Una es química. La primera fotografía que reconoce la historia, «Vista desde la ventana en Le Gras» de Joseph Nicéphore Niépce (1765-1833), se consigue mediante la disolución de «betún sensible a la luz en aceite de lavanda» aplicada en «una fina capa sobre una placa de peltre pulido». La química cuenta la vida secreta de la fotografía durante siglo y medio. El siglo XXI la ha convertido en un producto informático, ya sin vida propia. No es esta una mala metáfora de la transformación de la realidad en la revolución tecnológica.

La química era un saber laberíntico, pero explícito. Uno puede desconocer lo que es el betún, en qué consiste su cualidad de sensible a la luz y quizá no sepa qué es el peltre, aunque cualquier diccionario se lo explicará como una aleación de estaño, cobre, antimonio y plomo. No son conceptos comunes, pero conforman una mecánica, difícil quizá de poner en práctica, pero sencilla de comprender a grandes rasgos. Esta ha sido la razón de ser de la fotografía clásica: un complejo proceso mecánico de plasmación de la imagen. Conocimientos que caracterizaban el oficio del fotógrafo, que necesitaba ser, antes que un captador de imágenes de la realidad, un técnico en la plasmación de estas imágenes. El proceso era completo, arte y oficio entreverados. Igual, por otra parte, que siempre había ocurrido en la pintura, y posiblemente también en el teatro. No existe genio pictórico que no esté basado en un conocimiento exhaustivo de pigmentos y disolventes, ni autor teatral que no se haya subido a una escalera con un destornillador en la mano. El fotógrafo, al igual que el pintor, firmaba al mismo tiempo su mirada y su pericia técnica. Una y otra, sin embargo, se corresponden con dos categorías diferentes de la realidad. Mientras la primera establece una relación de representación a posteriori, con mayor o menor subjetividad, de lo real; la segunda, la pragmática fotográfica, es un elemento más de la realidad: proceso real que produce un elemento real, antes inexistente, y que exige una interpretación real, producida a partir de su capacidad para interactuar en el presente absoluto de la realidad.

De la fotografía clásica, la que se desarrolla en los siglos XIX y XX, es posible afirmar tanto que tiene un valor de representación de la realidad, como de acontecimiento real. Es más, del fotógrafo habrá que afirmar además que interviene en dos momentos diferentes de la realidad: en el presente de la captación de una imagen, al seleccionar los parámetros técnicos con que desea tomarla, y en el presente de su plasmación y elaboración como imagen. Afirmación que no se convalida en otras actividades artísticas más antiguas, que con frecuencia sustituyen el primer momento por la memoria. De la combinación de ambos presentes solo puede surgir una representación compleja de lo real, donde la complejidad se deriva precisamente del grado de realidad implicado en el proceso. Al menos tan complejo como las otras artes a las que se reconoce, por la implicación de la realidad en su génesis o en su proceso, una capacidad de transformación de lo real, como el arte pictórico o la literatura.

La segunda dimensión de la fotografía es plástica. La primera imagen fotográfica que la historia recoge, en 1826, denominada poéticamente heliográfica —es decir, escrita por el sol—, solo refleja las anodinas vistas que su inventor, antes que fotógrafo, veía a diario en la ventana de su laboratorio y taller. Paredes, tejados y chimeneas de los edificios próximos. También una de las primeras impresiones tomadas por Louis Daguerre (1787-1851) por el procedimiento al que dio nombre, y sin duda el daguerrotipo más célebre de la historia, son unas vistas de un paseo urbano, el Boulevard du Temble (1837), desde lo alto de un edificio en París, la ciudad del inventor y fotógrafo. El dato no resulta trivial. Estas imágenes son el punto de partida de la historia de la fotografía, que después de esta primigenia constatación del lugar propio la conducirá hasta acompañar los lugares-otros más extremos, tanto lo nunca antes mostrado como lo nunca antes visto, que incluye todas las ocurrencias de lo insólito. Pero el origen consagra una función principal que acabará por ser recurrente, la de un reconocimiento.  Tal como parece denominarlo Daguerre tras el resultado exitoso de uno de sus primeros experimentos con el aparato de su invención: L’Atelier de l’artista. La fotografía, se podría concluir, por esencia reconoce el presente de quien la practica, sea su ámbito cotidiano, sea el de su descubrimiento.

Es más, sin una interacción directa y concreta con la realidad, sin que se produzca este reconocimiento, la fotografía no existe. De modo que su carácter representativo opera en sentido opuesto al de las demás artes: mientras que estas generalizan, a partir de incontables experiencias reales, la imagen de la realidad que trazan; la fotografía la detiene en un único instante —diez minutos en la vida de Daguerre, mínimas fracciones de segundo en la de un contemporáneo— de la realidad, necesariamente vivido por el fotógrafo. Mientras otras disciplinas tratan de explicar la realidad mediante la creación de un doble de lo real, la fotografía realiza un duplicado. Es decir, un documento que tiene el mismo valor que el original. Sin esta interacción con la realidad, que impregna la creación fotográfica e implica una relación privilegiada con lo real, no se concibe la fotografía. El cine, aunque sea un arte derivado, inmediatamente descubrirá la técnica de filmar un doble —Georges Méliès fue el pionero en el desvío del cinematógrafo en favor de la fantasía—, apartándose desde el principio de su inicial esencia fotográfica.

En resumen, las relaciones con la realidad del arte fotográfico exceden la simplicidad de la mera representación, e implican una complejidad singular, no compartida con ninguna otra disciplina artística, hecho que no siempre se ha reconocido.

 

(2. La simplicidad)

Este preámbulo sobre las complejas relaciones de la fotografía con la realidad, aunque no lo parezca, carece de intención reivindicativa. Existe un desprecio explícito por el arte fotográfico por parte de pensadores y creadores que se ha extendido por toda su historia. Y quizá lo que resulte aún peor, un menosprecio que se ha transformado en hiriente silencio en sus ensayos y teorías. Lo cierto es que no vale la pena refutar lo que no se ha pensado con la suficiente solvencia. El interés de discernir las complejas relaciones de la fotografía con la realidad es alertar hacia el fenómeno de su simplificación desde que se ha impuesto, de modo generalizado, la imagen digital.

         Atravieso la plaza de la Sagrada Familia, en Barcelona, al menos una vez por semana. Podría rodearla en el tránsito desde mi domicilio a mi destino por las calles adyacentes. Alguna vez lo hago por evitar las aglomeraciones turísticas de los alrededores del monumento, pero en general tomo la decisión de seguir el itinerario más directo. Me entretiene evaluar en qué asombrosa cantidad de fotografías saldrá mi imagen caminando cuando las revisen o las muestren en los lugares más alejados del planeta. Hay días que paso literalmente delante de una muralla de móviles enfocados a las torres de Gaudí. A veces entro en la plaza al mismo tiempo que algún grupo de turistas y mientras continúo ellos se detienen y fotografían lo que acaban de ver. Es tan instantáneo el gesto que realizan que mi descripción resulta inexacta. Más preciso parece afirmar que lo fotografían antes de verlo, es decir, para verlo.

         Se diría, en una primera impresión, que esta actitud contemporánea exacerba la presencia de la realidad con la que interactúa la fotografía, una de sus características más notables de su práctica. Claramente quien realiza la toma sustituye la contemplación real del monumento por el trajín con el encuadre de su móvil. ¿Es esta una práctica que intensifica la realidad con la que la fotografía se relaciona? Es difícil comprender la dimensión de este hecho sin apelar a la relación habitual del individuo contemporáneo con su teléfono. Pongamos algún ejemplo. Las personas sentadas en el metro ya casi unánimemente viajan con los ojos fijos en la pantalla de su aparato. Las que viajan de pie, no siempre, pero he visto acciones de cierta violencia por conseguir un asiento libre para, en el mismo gesto con el que se sientan, extraer el móvil de bolsos o bolsillos. ¿Qué función tiene entonces el móvil en su viaje? Obviamente, anular su realidad —¿incómoda, aburrida?— de viaje. Sustituirla por la irrealidad paralela de cualquier entretenimiento, sea una red social o un juego. Ante la Sagrada Familia, que no es un monumento complicado, pero que sí ofrece una lectura con cierta complejidad por su peculiar estilo, sus épocas de construcción y sus dimensiones. Complicaciones que resuelve la fotografía al instante sustituyendo la lectura de la persona por la de la cámara del móvil. Y en el momento en el que se produce la fotografía, un segundo después, la comprensión resulta ya innecesaria: la memoria del aparato ya guarda el original. El objetivo de conocer ya se ha cumplido. En suma, la fotografía ha dejado de intensificar la realidad al buscar el modo de capturarla en un instante, para convertirse en el método más eficaz para despejar todas las singularidades con las que nos apela e incomoda. Es decir, para anularla. Para sustituirla, proyecto implícito, por cierto, en cualquier aplicación informática.

Si después de fotografiado el monumento lo miran es un asunto discutible, con frecuencia los descubro dándole la espalda para encontrar una mesa vacía en una cafetería. Y he observado también que a continuación lo que sí observan de modo sistemático es la fotografía que acaban de realizar. Revelada ante su mirada de manera mágica, sin implicación de esfuerzo ni de tiempo. Sin realidad que medie entre la toma y el visionado. Y lo que ven en la pantalla, grato a su vista porque ha sido obra suya, índice de su singularidad, no de la del monumento ni la del momento de vislumbrarlo, les colma más que la realidad, que estando allí tan cerca, sin embargo, no la veo comparecer por ninguna parte.  Cabría entonces concluir que la fotografía digital, o quizá fuera mejor empezar ya a llamarla fotografía de la inteligencia artificial, ha dilapidado en apenas dos décadas la herencia de dos siglos de hercúleos esfuerzos de un arte por relacionarse, de tú a tú, con la complejidad de lo real. La FIA no es que sea una completa representación de lo real, es que se ha convertido en el anhelado antifaz con el que algunos se acuestan para permanecer dormidos más tiempo.

miércoles, 11 de diciembre de 2024



DENTRO DE LA FOTOGRAFÍA 1

 

No parece distinta

                   de otras malas fotografías:

los rostros de dos mujeres fuera de cámara

…la cara iluminada

                   de una niña sentada en el suelo

 

A través de los años

                   observo a la fotógrafa

indecisa ante la máquina

         que intenta encuadrar la escena

y la risa súbita decide la toma

desde su rincón en el piso, -consigue recordarlo-

visiona el detalle del dedo

                   apretando el flash

[...]

 

Rosa Lentini, Hermosa nada

Bartleby Ed. Madrid, 2019. Pág. 73


martes, 3 de diciembre de 2024

Saul Leiter: cuaderno de notas


1. Existen épocas adánicas en las que artistas y escritores creen haberse inventado el arte y la literatura. Algo así ocurrió en «los legendarios años sesenta y setenta». La ironía del adjetivo le pertenece a Cynthia Ozick (1928), novelista neoyorquina y audaz crítica literaria, que sigue pensando: «Para asegurar el estatus de su subversión literaria, esas décadas se vieron obligadas… a denigrar y despreciar, y a veces a hacer volar por los aires, a su predecesora inmediata, la década del 50». Años —continúa— «mediocres, constreñidos… conformistas, olvidables y rancios», según opinaban los adánicos recién llegados entre aullidos y chascarrillos de autoestopistas. «La realidad fue todo lo contrario, y de manera sublime. De hecho, fue la Era de la Poesía, una exaltación y un pináculo; desde entonces no ha habido otro». Acierta Ozick, que está pensando en T.S. Eliot y en W. H. Auden, pero a mí me parece que no existe mejor presentación para un fotógrafo de los años 50 que no desentona escondido en la Era de la Poesía: Saul Leiter.

2. La fotografía es, en esencia, melancólica. Se suele creer que es porque muestra el pasado. Quizá. En la fotografía analógica, que requería un tiempo entre el disparo y la visualización de la imagen, parece ser así. Pero esa no es su esencia; si no, hubiera desaparecido con la fotografía digital. Su inmediatez, facilidad e ingente cantidad hace que esta ni siquiera tenga oportunidad de reflejar el pasado. La gestión de tal volumen lo hace difícil. Pero, las buenas fotografías digitales, entre tantísimas triviales, poseen un poso melancólico. Es la melancolía del presente. Solo quien dispara puede entenderlo. Lo que aparece en la imagen siempre es un instante que el sujeto no ha visto. De hecho, porque no es posible verlo. La velocidad de captura de cualquier cámara es tan rápida que refleja un fragmento de tiempo que el ojo humano no puede distinguir. Sería como intentar contar décimas de segundo en un segundero convencional. Entre un segundo y otro, no se consigue determinar una secuencia sin el uso de las máquinas. Resulta imposible. Pero la cámara sí ve en esa frecuencia lo que quien dispara no ha visto. Ese es su poso melancólico.

3. Las fotografías de Saul Leiter muestran características idénticas a las de poetas de los 50, como Auden: un trabajo formal intenso, minucioso, pero imperceptible; una ironía constante y profunda, incluso metafísica; una proximidad cotidiana que se manifiesta como una incesante fuente de sorpresas; y la presencia de un yo muy sutil, que al mismo tiempo que se advierte, se desconoce: solo del yo se sabe que se ha escondido.

4. «Era la Era de la poesía, —recuerda Cynthia Ozick— precisamente porque todavía será la era de la forma, cuando la forma, incluso si era abandonada, estaba allí para ser abandonada… Y la forma… significaba, al fin de aspirar a lo ilimitado, la presión de los límites». Es difícil no pensar en Saul Leiter al seguir los pasos de este análisis literario. Hay en todas las tomas del fotógrafo un control tan estricto de los límites de la mirada que permite que fluya en su interior, como entregado a su propia improvisación, lo ilimitado en la vida cotidiana.

5. El recurso técnico —su manera de interpretar la era de la forma— más sorprendente es una suerte de doble encuadre. Sobre el fotográfico, que suele ser el que establece las relaciones formales, geométricas, en la elaboración de la imagen, Leiter traza un segundo encuadre, que ya no se corresponde a la fotografía —incluso deja zonas extensas del cuadro ciegas, sin imagen—, sino a la mirada. Un procedimiento que sobrepone al encuadre de la cámara el auténtico encuadre del fotógrafo, que dispara detrás de una cortina, en lo alto de un balcón, a través de una ventanilla de automóvil, desde dentro o desde fuera de lo observado. Vilém Flusser (1920-1921), filósofo de la fotografía, dejó pensada una acusación sobre el acto de fotografiar, vinculado más a la programación de la cámara que a la voluntad del sujeto: «en el gesto fotográfico la cámara hace lo que quiere el fotógrafo, y el fotógrafo debe querer lo que puede hacer la cámara». Lo escribió en 1983. Treinta años antes, Saul Leite ya se había planteado mirar al margen del encuadre de la cámara. Se limitó a esconderse para fotografiar y esa fue su manera de descubrir lo ilimitado.

6. Flusser había afirmado también que «la condición cultural está encerrada en el acto de fotografiar, no en el objeto fotografiado». Es una obviedad que aún no parece haber aprendido nadie. A veces reviso las redes sociales donde personas de toda condición cuelgan sus fotografías: en la mayoría aparecen ellos, a distancias que impiden haber alargado el brazo para tomarlas. Un retrato, ¿es la fotografía de quien posa o la de quien dispara? ¿O lo es de la marca de la cámara, como opinaba Flusser? Obviedades teóricas que la práctica convierte en incomprensibles. No es fácil, desde luego, desentrañar la subjetividad de quien dispara, pero Leiter consigue en cada imagen que no se atienda a lo representado sino a aquellos pensamientos que tuvo el fotógrafo en el momento de disparar desde su escondite. 

7. Un elemento esencial de la poética de Saul Leiter es la devoción por lo fortuito. El pensamiento filosófico de las generaciones anteriores a la suya les llevó a pensar una historia posible que dinamitara el punto de vista jerárquico. La intrahistoria. En el pensamiento fotográfico contemporáneo a aquel movimiento intelectual primaba lo contrario, el posado. Obligado, es cierto, por las exigencias de la cámara. Pero también la fotografía de exteriores mostraba no solo el tiempo detenido, sino también construido. La ciudad de Eugène Atget posaba para él durante las horas de la madrugada que elegía para mostrarla completamente vacía. Leiter, que forzaba ángulos, empañaba cristales, daba protagonismo a los reflejos, adoraba los paraguas, entorpecía la visión… prefirió siempre lo ocasional a lo monumental. Esa es la frescura de su ciudad, tan vital en la década de los cincuenta como hoy mismo. Resulta sorprendente cómo en lo nimio de la vida urbana descubre lo único perenne.

8. Como fotógrafo formado en la segunda mitad de la década de los 40, las primeras placas de Saul Leiter son en blanco y negro. Lo que sorprende en esta época inicial es constatar que carece de clasicismo en su aprendizaje. Junto a las incipientes fotografías urbanas, capta también interiores íntimos con desnudos femeninos. No aprovecha, sin embargo, esta circunstancia sosegada para preparar la toma, ni siente la tentación de crear una expresión concreta con la imagen. Aunque tomadas en la misma estancia, se diría que son fotos robadas, disparadas aprovechando un descuido de la modelo, mientras la cotidianidad trascurre a su alrededor. Distorsiona encuadres, aleja lo que parece exigir primeros planos, o acerca tanto la cámara como para que este declare su impotencia a la hora de retratar un cuerpo. Prefiere mostrar gestos ausentes, posiciones abúlicas, instantes de desidia. Se diría que aprende a ser vanguardista antes que a ser fotógrafo.

9. En los años 50 asume el color con naturalidad. Creo que no existe transición más corriente en la historia de la fotografía. En 1946 Leiter había llegado a Nueva York, desde su Pittsburgh natal, con tubos, lienzos y paleta de pintor. Y ya en sus fotos en blanco y negro recurre a todo tipo de recursos (desenfoques, granulados, contrastes) para conservar una impresión pictórica de la imagen. Cuando llega el color, lo extiende por las superficies captadas con la misma técnica, como si los objetos carecieran de cromatismo y fuera el fotógrafo quien coloreara con tenues pinceladas cada detalle. Hasta es posible que en la ciudad existan los colores de Saul Leiter, pero quien los admira cree que han nacido todos de la paleta de pintor extraviada poco después de llegar a Nueva York.

10. Hay algunas buenas fotos con la imagen de Saul Leiter. Si un fotógrafo no sabe a quién ha de dejar que le retrate, mejor olvidarlo. En la que prefiero ni siquiera aparece con rostro joven y con la carismática Reflex TLR entre las manos, sino que tiene 87 años y maneja una DSLR como cualquier turista con buen sueldo. La foto es de Margit Erb, en 2010, y en ella aparece Leiter agazapado, en una calle de Nueva York, tras una pared negra, con abrigo de invierno y mejillas enrojecidas por el frío, no se sabe muy bien si el de aquel día o aún por el helor de las nevadas en los años 50, de las que no se perdió ninguna.

11. A las fotografías de Leiter se las puede considerar poemas no por el tema que puedan tratar, ni siquiera por la sutileza o primor de sus tonos, sino por las implicaciones literarias que tiene su lectura. Pondré un ejemplo: hacia 1950 fotografió desde un balcón (tal vez un segundo piso, porque permite que se vea un fragmento de la baranda del primero) una calle nevada cubierta de huellas: Footprints es el título. Por el extremo superior derecho, de un encuadre vertical, está a punto de salir de la imagen una persona (una mujer, parece) que camina bajo un paraguas rojo. La foto es esa mancha superior roja, redonda, sobre una lámina blanca. La experiencia visual de la foto no remite al clima ni a la vida urbana, sino directamente a Perceval, quien vio cómo del cuello de una oca caían tres gotas sobre la nieve que le recordaron el fresco color en el rostro de la amada. O quizá recuerde unos versos de Luis de Góngora: «Invidïosa sobre nieve, / claveles deshojó la Aurora en vano». O, ya en época contemporánea, evoque al rapsoda sueco Bruno K Öijer, que vio cómo un ciervo herido lamía «pétalos rojos en la nieve», o a las huellas rojas que deja en un poema Francisco José Martínez Morán tras haber «pisado cristales con los pies / descalzos». En todo caso, el mejor comentario de la fotografía quizá lo presagió un aullido de Miguel Hernández sobre el helor de la madrugada: «El tiempo es sangre».