miércoles, 22 de enero de 2025

Elliott Erwitt. Mirando a quien mira



Los documentales pertenecen a un género cinematográfico que no facilita las afirmaciones claras. En general se opina que resultan muy necesarios y que hay que apoyarlos, pero luego nadie va a verlos al cine. Ya los echarán por la tele, se piensa a menudo. Y, de hecho, da pereza ir a ver un documental, pero si al final uno se anima el resultado es casi siempre satisfactorio. En fin, un género esquivo hasta con sus detractores. Es lo que me ocurrió el jueves pasado. Se proyectaba un «pase extra» de «Elliott Erwitt. Silence Sounds Good», película de Adriana Lopez Sanfeliu (1). Menos mal que mis amigos Laura [Pérez Vernetti] y Andrés [Salvarezza] (2), que lo vieron en el pase normal, me avisaron de su interés.
      Elliott Erwitt (1928-2023) era para mí, hasta este documental, uno de los grandes fotógrafos contemporáneos. Ahora es también un rostro familiar —a veces amable, otras crispado—, un fantástico conversador y alguien que lucha denodadamente con la edad sabiendo que no conseguirá vencerla, pero de momento puede ir ganando batallas. «Solo soy serio en no tomarme nada en serio», dice de sí mismo, pero no es más que una frase. Su ejemplo es un poco menos retórico y algo más hondo. Erwitt se muestra exigente y riguroso solo en un aspecto, su trabajo. La fotografía. El resto —su casa, su forma de relacionarse, su manera de hablar y hasta de pensar— son de una informalidad que roza el descuido. Un carácter, se diría, muy neoyorquino. Un modelo que aquí a veces llega deteriorado, a través de imitadores que resultan descuidados en la esencia de su trabajo e inoportunamente exigentes en inocuas formalidades.
      El documental regala algunas reflexiones sobre el arte que no dejo pasar por alto. La primera es posible que suene a tópico; de hecho, la puede decir cualquier persona, pero en la voz de Elliott Erwitt gana una connotación que estremece. «Una fotografía no es más que una mirada». Se da por sentado que el hecho de que la gente mire es, digamos, objetivo. Igual que se cree que la gente entiende lo mismo al leer lo mismo. O piensa cuando está pensando. Mirar, pensar, leer… lo más arduo que un ser humano tiene que aprender suele estar ausente de cualquier aprendizaje reglado. Se da por hecho. Y así nos va. Me gusta ver cómo miran los adolescentes. Si caminan por el campo, miran al suelo; por la ciudad, miran a un desconocido punto de fuga (4). Si se les obliga a detenerse en un mirador, contemplan su móvil. Es obvio, nadie les ha enseñado a mirar y no son capaces de ver nada. Eso pone nervioso a cualquiera. La cosa empeora, porque en esta época se nutren a todas horas de imágenes, compulsivamente, como quien trata de ocultar que en realidad no entiende nada de lo que ve. Si uno les deja una cámara, inmediatamente posan y se fotografían a sí mismos. Una fotografía es solo el resultado de lo que uno sabe ver cuando mira.
      Más adelante Erwitt formula otra definición interesante: «La fotografía es composición, contenido y magia». El interés aparece cuando la directora del documental, y a su vez amiga del fotógrafo, le pide que explique qué es magia. Elliott se niega. Adriana insiste con un argumento algo pedestre: «si lo cuentas en todas las entrevistas que te hacen». Elliott responde que realmente los periodistas siempre le preguntan lo mismo, se irrita y se cierra en banda. ¿Qué magia sería aquella que se pueda explicar?, debe de pensar Erwitt. Y tiene razón. ¿Cómo le denominamos a eso que hace que, ante dos composiciones correctas y un contenido similar, insistamos en mirar solo una de las dos? Magia. Los clásicos, los antiguos, conocían bien el efecto. Destacar era imponer en una reunión de poetas la visión propia ante un tema obligado. Los participantes decían lo mismo, con técnica parecida, pero solo uno enamoraba a todos. Hoy el arte le ha dado la vuelta al calcetín: lo obligado es que nadie lo haya hecho antes. La magia ha pasado a ser una cuestión policial. Si se descubre un precedente, el encanto se devalúa. Cosas de la época.
     Aquello que Erwitt dice se ha dicho ya muchas veces, pero él lo repite con magia. Lo que, sin embargo, no se suele decir es lo que espontáneamente suelta mientras su editor y él miran fotos antiguas. Llegan a una donde aparece un niño negro, con una sonrisa espléndida, que está apuntándose con una pistola en la sien. Erwitt la hizo cuando tenía veintipocos años. «Es mi favorita —dice—, es mi favorita porque no tiene significado. Cada uno puede ver en ella lo que quiera ver». Y es cierto. Ante esa foto —niño sonriente con pistola en la sien— uno no sabe qué ha de pensar. Esta es su lección magistral en la película. Una fotografía no es una mirada que crea significados —nos ahogamos en su exuberancia—, sino que los destruye.

Notas: 
1. El acento ausente es cosa de la autora, no mío. 
2. En su Diario, que leo estos días, veo que Virginia Woolf pone el nombre de sus amigos y el editor contemporáneo añade entre corchetes el apellido. Como mi diario jamás tendrá editor ni comentarista, me toca, como autor —cervantinamente (3)— ser también su editor, así que les pongo yo los corchetes. Y comento en nota al pie: «Laura Pérez Vernetti, dibujante de cómics, y Andrés Salvarezza, fotógrafo, a quienes el autor conoció en un ascensor del Ateneo a principios de siglo». 
3. Por el hecho de que Cervantes el único papel que se atribuye a sí mismo es el de haber comprado su libro en un mercadillo. Aunque bien pensado, no solo lo compró, sino que también pagó un traductor. Posiblemente fuera el primer productor de la historia. A falta de productores en la época, tuvo que ingeniárselas. 
4. Vivo a cinco minutos del instituto —cruzo tres calles— y mis compañeros, que tardan cuarenta minutos en llegar, me dicen —diciéndoselo a sí mismos—: «te encontrarás con alumnos por la calle». Suelo responderles: Continuamente, aunque rara vez me ven.


martes, 14 de enero de 2025

Retrato conmemorativo de Julio Verne. Relato


No me hizo ninguna gracia que me reclamaran para un trabajo así. Un fotógrafo de fiambres es lo último que me dejaría llamar antes de soltar un mamporro al que lo pronunciara delante de mí. Pero también es verdad que si se lo pidieran a otro, aún me lo hubiese tomado peor. Y no solo porque lo cobrara en mi lugar, sino porque en este caso el difunto era renombrado y eso se transmite como la pólvora a todo cuanto se relaciona con él. Ahora sobre todo, cuando el célebre ya no va a poder disfrutar de otro privilegio que no sea el descanso eterno. Vaya, que me presenté en el 44 del bulevar Longueville, aquí en Amiens, más que dividido, peleado conmigo mismo. Como siempre, de hecho.

Me había avisado, con un billete garabateado que me trajo un muchacho, el hijo, el señor Michel Verne. Él mismo fue quien me abrió la puerta. Lo conocía de vista. Un tipo de mi edad. Elegante. De mundo. Con un buen retrato. Esta posibilidad y sus maneras cosmopolitas diluyeron el vinagre con el que había recibido el encargo. Enseguida se da cuenta uno de que no le han llamado por la rancia costumbre, sino por respeto al arte de atrapar lo que la vida de sopetón se ha llevado por delante como hace siempre, sin preguntar a nadie si el momento era el adecuado.

Dejo la cámara y los instrumentos de trabajo en el recibidor, al cuidado del chico que me ayuda a transportarlos, y paso con el hijo a la estancia del padre. El afamado escritor reposa. Se diría, como se conjetura de todos los finados, que duerme. El pelo revuelto sobre la oreja por haber estado tumbado de un costado. La barba blanquecina. El pobrecito había penado una triste enfermedad durante los últimos días. Le digo al señor Verne que no es menester cuando propone enviar al ama de llaves por un peine. Contemplo sus dedos en las manos entrelazadas sobre el pecho. Sosegado ante el tránsito. Sugiero que le alcen un poco la cabeza con otra almohada debajo de la almohada. El encuadre, perfecto. Voy a decirle que ni se mueva al padre, pero me retengo a tiempo y le pido al hijo que no toque nada. Y salgo del cuarto a buscar mis bártulos con la fotografía que quiero hacer ya hecha en el pensamiento sin siquiera haber montado la cámara sobre el trípode.

No veo, la verdad, una diferencia entre fotografiar personas en vida o ya idos. Quiero decir, la diferencia está en la realidad, pero no en la imagen. Ocurre igual que con los relojes. Puede que haya uno que no funciona hace años. El fotógrafo obra con él el milagro de devolverle a la cronología. La hora que señala ya no será la antigua en la que se detuvo o la presente siempre inverosímil, sino la real de la escena captada. Lo mismo ocurre al contrario. Aquel reloj que trabaja corrientemente, la estampa lo detiene para siempre. Vida y muerte se confunden en la fotografía. Los vivos quedan atrapados en idéntico hieratismo al de quien perece; los muertos permanecen iguales a sí mismos en el papel mucho más allá de lo que el tiempo está dispuesto a respetarlos.

Y en cuanto extraigo la placa de la cámara ya huelo la pólvora de la fama contagiándome y encendiendo mi nombre. Quién habrá captado este estremecedor instante, se preguntará aquel que en el futuro admire las obras del genio. Los dos, fiambre y fotógrafo, de la mano, eternos. Como manillas de un reloj estropeado, pero siempre en hora.

martes, 7 de enero de 2025



JORDI DOCE 
Un poema

SUROESTE Nº 14 
Badajoz, 2024