martes, 25 de marzo de 2025

Manel Esclusa, entre imágenes oblicuas



Sin considerarme propenso a consignar en este diario arrebatos, hay ocasiones en las que resulta necesario empezar por un alarido de entusiasmo ante las muestras que mi ciudad está reivindicando este mes de marzo de 2025 como proas de la vanguardia artística. Quien se pasee por sus salas de exposición puede disfrutar de las fotografías enigmáticas de los años cincuenta de Ramón Masats, de los collages y poemas visuales de los sesenta de Josep Iglesias del Marquet, la reprogramación de las exposiciones con las que inauguraron sus carreras artísticas Fina Miralles, Eva Lootz y Susana Solano a finales de los setenta. Y ahora, como guinda de la renovación, las fotografías de la Barcelona que Manel Esclusa (1952) imaginó en 1988. Y no soy, en absoluto, irónico. Estas cuatro exposiciones retrospectivas presentan la expresión más audaz del arte del presente que se puede contemplar en mi ciudad.

         Ya lanzado a la piscina de lo emocional, es difícil no seguir nadando y confesar que la exposición Barcelona, ciudad imaginada, inaugurada el 18 de mayo de 1988 en el Palau de la Virreina, junto a las Ramblas, y reprogramada treinta y siete años más tarde en el remozado Archivo Fotográfico, a partir de este 21 de marzo, ha resucitado en mí el amor que sentí, en mi juventud, por mi ciudad. Hoy es difícil escapar a una imagen de Barcelona reducida a un cúmulo de lugares tópicos cuya única función es la decorativa. Mucho antes de que los turistas consumaran la transformación de urbe en muestrario, Esclusa le da la vuelta al epicentrismo barcelonés y plantea contemplar una ciudad trasformada desde su periferia. Es el primer acierto de su crónica fotográfica, un recorrido con paradas inéditas en la imaginación barcelonesa.  Vale la pena enumerarlas: Moll de la Fusta, la Torre de las Aguas, el parque de la España Industrial, la Diagonal; los jardines de Vil·la Cecília, el parque de la Creueta del Coll, el Velódromo, la Vía Julia, el puente de Bac de Roda, el parque del Clot. Con dieciocho años, esta era exactamente la ciudad por donde transcurría mi vida. 

Parque del Clot. Sant Martí. 1988

      Asistir a la transformación de Barcelona en 1988 a partir de sus extremos, este es uno de los propósitos del proyecto de Manel Esclusa, al que añade una visión transfigurada de los espacios que retrata. La suya es una mirada que, entonces, se denominaba «experimental», cuyo significado solo indica que se aborrece la imagen realista y la crónica de costumbres. Esclusa domina la distorsión del objetivo, el uso de filtros y otras imperfecciones, a las que suma el dinamismo caótico de los encuadres, las perspectivas anómalas, las iluminaciones aberrantes, el predominio de la fotografía nocturna y cuantas expresiones defectuosas dinamitaran la contemplación costumbrista de los espacios que enfocaba y, a veces, a propósito, desenfocaba. 

    A mis dieciocho años —qué curiosas resultan las ideas— abominaba de esa imagen experimental de la realidad. La relacionaba con la generación anterior a la mía, cuyas manifestaciones características —culturalismo, vanguardismo, experimentalismo…— solo me parecían huidas huecas e insustanciales de la visión auténtica de lo real, que era la única que me interesaba descubrir entonces. En 1988, la exposición que ahora contemplo de Manel Esclusa me hubiera parecido un auténtico espanto. En 2025, ahíto de imágenes, no solo disfruto de una mirada que se evade del compromiso con lo que existe, sino que descubro cómo odiándolo, sin ser consciente, aprendía con él a desconfiar no de lo imaginario, sino de sus referentes. Hoy me siento más cerca de aquella Barcelona imaginada por Esclusa desde la distorsión y el delirio creativo que de las obviedades que se llevan turistas y visitantes guardadas en sus respectivos móviles.

Puente de Bac de Roda. Sant Andreu-Sant Martí

         Si tuviera que señalar dónde veo más realidad, si en una reproducción literal, por ejemplo, del retórico puente de Bac de Roda o en las placas con las que Esclusa lo muestra sesgado, fugaz y oblicuo, creo que no dudaría en colgar en un lugar privilegiado cualquiera de sus fotografías. Y no es únicamente una cuestión de gusto, sino de memoria. Inaugurado cuando yo apenas tenía diecisiete años, época en la que realizó Esclusa su reportaje, recuerdo que una tarde fui con un grupo de amigos a ver, por primera vez, el nuevo puente de Calatrava. Lo cruzamos desde la Sagrera hacia la Verneda. Por debajo no había un río, sino el brillo metálico de las vías del tren en mitad de un auténtico museo de la basura. En la Perona, a la izquierda, aún quedaban unas cuantas chabolas cuya impresión todavía recuerdo. De vuelta, ya anochecía. Las imágenes que han quedado en mi memoria de aquel regreso, caminando por la pasarela bajo la doble lira gigante y tan blanca, se parecen, con una exactitud que me asombra, a las inquietantes instantáneas experimentales que veo en la exposición de Manel Esclusa. De quien ahora podría afirmar que lo que aquel día fotografió en el puente Bac de Roda fue literalmente mi memoria treinta y ocho años después del momento en el que atravesé el puente a pie para conocerlo. 

Manel Esclusa en 1992

miércoles, 19 de marzo de 2025

Ramón Masats. La foto del enigma



Cuentan los biógrafos del fotógrafo Ramón Masats que fue el aburrimiento quien puso una cámara en sus manos. Soldado de reemplazo a principios de los cincuenta, dos años en un cuartel, lo que entonces duraba el servicio militar, dieron no solo para una distracción, sino también para un aprendizaje completo. Posiblemente alguno de aquellos días vacíos de presente, el ya aficionado a la fotografía observara un desconchado en el enlucido que dejaba a la vista la composición geométrica de los ladrillos en una pared cualquiera. El sol de la mañana dibujaba cubos de sombra en un lateral y con su brillo resaltaba todos los defectos del desgaste en el resto del muro. En el lugar nadie hubiera colocado un diminuto visor ante la mirada para enmarcarlo. No existe ahí ninguna fotografía hasta que el soldado melancólico decide detenerse, encuadrar y dispara. Y de repente los meses en el cuartel descubren en una grieta anónima la estremecedora metáfora de su ciego pasar. 

Terrassa, 1953. Fotografía de Ramón Masats

     Una fotografía siempre es susceptible de alzarse como un emblema. Incluso una imagen por la que su autor no apostaría ni la calderilla. Basta con que se descubra un significado compartido por quienes la admiran, con independencia de si el fotógrafo lo había pensado o no. En aquellas mismas fechas, recién inaugurada la década de los cincuenta, a la revista norteamericana Life, insignia del fotoperiodismo, se le ocurrió encargar a un fotógrafo profesional, Robert Doisneau, una serie de imágenes de parejas parisinas que mostrasen en público su cualidad de amantes. A la revista le interesaba mostrar un presente que con un golpe de vista ayudara a olvidar el reciente y penoso pasado bélico. La serie, publicada a doble página, muestra seis auténticos besos urbanos, todos con intensidad de morreo. El título parece sugerente: «Imágenes que hablan…». La sugerencia mayor, por supuesto, se agazapa en los puntos suspensivos. Lo acompaña un subtítulo más elocuente: «En París los jóvenes enamorados se besan donde quieren y a nadie parece importarle». Unas escaleras, el asiento de piedra de un parque, ante un monumento, una plaza o una calle son los espacios de la intimidad, y allí los amantes comparten protagonismo con una figura ajena, que los observa con atención y a la que sí parece importarle lo que está viendo. Tal vez por matizar la contradicción entre lo que explica el subtítulo y lo que dicen las fotografías, la que destaca —publicándola a página completa, en un espacio similar al que ocupan las otras cinco— es la única sin observadores, apenas la sombra de personas que pasan a ambos lados, desenfocadas por el movimiento, frente a la quietud del beso.

Fotografías de Robert Doisneau en la revista Life, 1950

         Ninguna de esas seis imágenes, desde luego, describía el momento, 1950, ni siquiera la época. Hoy sabemos que no fueron fotografías encontradas en mitad del trajín urbano, sino posados. Eran imágenes que no hablaban de aquel presente: la década de los cuarenta en absoluto había dejado esa sensualidad liberada como poso de su tránsito en Europa. Las fotografías de Doisneau describían con realismo el futuro. Aquel que tardaría aún tres décadas en llegar. Cuando en los ochenta a alguien se le ocurrió convertir en cartel una de aquellas viejas imágenes, la celebérrima «Le baiser de l’Hôtel de ville» (El beso ante el Ayuntamiento), entonces sí retrataba aquel beso desinhibido y furioso otra época, los años ochenta, y el triunfo de una desinhibición esencial en todos los aspectos de la vida. Los cincuenta, por más que los americanos los hubieran soñado diferentes, fueron en Europa sensatos y circunspectos, es decir, lo opuesto a las fotografías amorosas de Robert Doisneau. 

Seminario de Madrid, 1960. Fotografía de Ramón Masats

     El joven soldado catalán que retrataba paredes, poco después ya había aprendido lo suficiente para convertirse en un fotógrafo profesional. Una placa suya, de 1960, tuvo la clarividencia de cerrar con una sonrisa una década de adustos ademanes y seriedad en el alma. Ramón Masats cuenta que un día, al pasar frente al patio del seminario, le llamó la atención un partido de fútbol entre seminaristas. Jugaban los dos equipos ataviados con sus vestimentas clericales. Se situó detrás de una de las porterías y el prodigioso fotógrafo que era tuvo tiempo de alzar la cámara y encuadrar mientras el delantero chutaba a puerta y el portero hacía una espectacular pirueta aérea para tratar de atraparla. En el instante en el que no lo conseguía, Masats apretó el disparador. La foto, «Seminario de Madrid, 1960», ha permanecido, y con razón, en la memoria de las generaciones siguientes para quienes los cincuenta fueron exactamente eso, un portero con sotana tratando inútilmente de salvar un gol. El gol era, claro, la década de los sesenta, tal como esta década se reinterpretó a partir de los ochenta.

Verbena, Plaza Mayor, Madrid,1964. Fotografía de Ramón Masats

     Los sesenta vistos desde su presente tuvieron, estoy seguro, un argumento diferente. El tiempo se abría ante los ojos de quienes eran jóvenes entonces como una flor primaveral, eso resulta evidente, pero el sentido de la apertura era aún un enigma, quizá más temible que la cerrazón de los cuarenta y de los cincuenta. Hay una imagen de Ramón Masats que retrata con lucidez la década de los sesenta mientras acontecía. El título, como todos los suyos, nunca da pistas de lo que muestra. Apenas recoge lugar y fecha. En este caso añade circunstancia: «Verbena, Plaza Mayor, Madrid, 1964». Como en las fotos amatorias de Doisneau, la protagoniza una pareja. En este caso, más de novios que de amantes. A diferencia de las placas parisinas, no hay ningún observador añadido, solo la ambientación desenfocada de luces festivas y el recorte de algún puesto de feria. Por la derecha pasa una mujer de la que solo se ve el jirón de una falda, y en el suelo, la cuadrícula de losas en un recinto. La pareja domina el espacio desde el centro de la imagen. Ambos van cuidadosamente vestidos y peinados, aunque sus rostros apenas se vean, con la mirada clavada en un enigmático papel que atrae al completo su atención, del todo ajena a las seducciones cromáticas, sonoras y nocturnas de la fiesta.

         ¿Qué tratan de descifrar en el papel aquellos dos jóvenes que logra hundir sus miradas y resulta más absorbente que una noche de verbena, en primavera, durante una época de apertura? Una pareja cuya generación, además, en aquellas mismas fechas protagoniza un «baby boom» espectacular. La escena clama por los besos parisinos, anteriores en tres lustros a los novios que encuadra Masats. El cuidadoso peinado, la pulcritud del vestuario, el tacón de los zapatos de ella, el pañuelo que asoma en el bolsillo de la americana de él, las bien cuidadas manos, de quien no trabaja con ellas sobre materiales agresivos… todo conduce a una puesta en escena diferente a la que un pequeño papel, inquietante, enigmático, impone en la imagen. ¿Qué leían aquella noche de 1964 que fuera más importante que el designio amoroso que encarnaban ellos mismos? ¿Por qué no lo habían tirado a la papelera para besarse sin otra preocupación?

         Ahora ya en otro siglo, solo cabe especular con aquel contenido: ¿el resultado de un vaticinio elegido en un puesto de feria por el pico de un pájaro entre multitud de mensajes? No parece que el papel tenga nada que ver con el ambiente festivo. ¿Tal vez una carta que ella ha recibido por la mañana? Si su importancia conseguía abstraerles del ambiente, cómo se explica que no la leyeran antes de entrar en la feria. No queda más remedio que recurrir al contenido simbólico. Sin duda lo que inquietaba en 1964 a ambos jóvenes, que pronto iban a tener dos, tres o cuatro hijos, era precisamente la incógnita de su destino. Mejor que el de sus padres, sin duda, pero sin nada consolidado aún, asustados ante la blanca boca de un oscuro túnel por el que iban a entrar sin saber si encontrarían después alguna salida. Lo que entonces ignoraban los protagonistas de Masats y de su década es que sí existía esa salida. La iban a encontrar, y sin siquiera preocuparse por buscarla, sus hijos. Dos décadas después. El día de los ochenta en el que colgaron el póster con el beso de Robert Doisneau en la pared, sin desconchados, de su habitación en un bloque de pisos de un barrio residencial porque les evocaba los besos que ellos mismos, que apenas ya tendrían hijos, sí se habían dado en público ante un futuro sin sombras. Mientras que de la incógnita que obsesionaba a sus padres ya nadie se acordaba. Ni siquiera el autor de la foto, Ramón Masats, que pocos meses después de hacerla abandonó la práctica profesional de la fotografía.

sábado, 1 de marzo de 2025

Claudia Andujar

El poeta norteamericano Robert Creeley (1926-2005) anota en un ensayo autobiográfico que al principio estaba convencido de que «toda forma, todo ordenamiento de la realidad implicada, tenía que venir, de algún modo, de la condición misma de la experiencia que la exigía». He recordado esta formulación al contemplar las fotografías que Claudia Andujar (1931) les hizo durante décadas, desde 1970 hasta fechas recientes, a los pueblos indígenas de la selva amazónica, y en especial a la tribu de los Yanomami. La forma que se espera de una experiencia así sin duda es la crónica fotográfica, incluso la imagen antropológica. Nada más lejos de lo que veo en las piezas expuestas en las paredes de la fundación Mapfre. Filtros de colores estridentes, encuadres y enfoques subjetivos, inquietante iluminación, capturas de movimiento, dobles exposiciones sobre el mismo negativo. Creeley cuenta cómo el contacto con otros artistas le hizo «cambiar de opinión por completo» y le abrió paso hacia una manera de pensar el proceso artístico «que hizo de la cosa dicha y de la manera de decirla un hecho integral». Y esta —lo captado por la cámara y la manera de captarlo— es también la poética formal de Claudia Andujar en el magistral retrato de los Yanomami, una obra fotográfica integral en la que la experimentación formal de cada imagen posee el mismo valor que el asunto etnógrafo que retrata.

         La estética que la fotógrafa suizo-brasileña llevó a los lugares más recónditos de la Amazonia era aquella con la que la generación joven que en los años 60 y 70 intentaba modificar desde sus raíces el orden de la visión establecida frente la realidad. De la misma generación que Creeley, que sus coetáneos Beat, el movimiento hippie y el arte pop. Lo que singulariza la obra de Andujar es que el peso del tema de sus imágenes, su impresionante valor etnográfico, adensó también el trabajo formal de experimentación fotográfica. Y al aumentar la intensidad de lo captado, la concepción integral del acto fotográfico implica que creciera en la misma medida el interés formal de la imagen: el lirismo de la ausencia de iluminación en el blanco y negro, la prodigiosa vitalidad en el color, la libertad de encuadres y enfoques, las veladuras, los contrastes... Contemplar este trabajo formal sobre el inquietante universo indígena resulta el motivo de admiración más relevante de la visita. O, mejor dicho, debería resultar, porque la exposición no solo presenta las piezas ya históricas, fruto de su convivencia artística con los Yanomami durante los años 60 y 70, sino la trayectoria de la fotógrafa y de su país de adopción hasta el presente.

         Y es este presente y sus devastadoras presiones para incorporar la Amazonia a la civilización occidental el que impone sus argumentos sobre la concepción integral de la artista y obliga a regresar al punto de inicio, en el que las formas están condicionadas por las experiencias. Ante tal agresión de la vida indígena, la fotógrafa ha acabado convirtiéndose en un activista en defensa de los derechos del pueblo Yanomami. Quien supo captar las singularidades de su cultura milenaria se ha convertido ahora, muy a pesar suyo, en cronista de su decadencia. Hay dos fotografías que impacta ver reunidas en una misma sala, disparadas por una misma persona. En el plazo de su vida Claudia Andujar pudo mostrar tres yanomamis en plena selva, ataviados con su vestimenta tradicional, apenas un cordel atado a la cintura para fijar el pene y las pinturas y collares rituales, en cuerpos sanos y fibrosos.  Una fotografía de 1970 que resume siglos de una civilización propia. Otra placa, cuarenta años más tarde, muestra a los hijos de aquellos yanomamis con cuerpos y vestimentas que delatan solo marginalidad de otra civilización, la occidental. Una constatación que le da a la obra fotográfica de Claudia Andujar una dimensión que sin duda es la que más lamenta la autora, ser la última testigo de la desaparición de una civilización en manos de la zafiedad y de la codicia del presente.