miércoles, 22 de mayo de 2024

Amar la fotografía


Retrato de noviaobra de un fotógrafo anónimo, posiblemente realizado en Madrid hacia 1925.



Una pequeña editorial madrileña ha puesto en práctica este invierno la buena idea de presentar en público los libros que publicó en 2020 y 2021, y que el confinamiento, primero, y las medidas por la pandemia, después, le impidieron celebrar con normalidad. Bajo el mismo designio inicio el comentario de Carrete del 36 (2021), un libro publicado en la época más propicia para pasar injustamente desapercibido.

Es frecuente ilustrar con fotografías los textos literarios. El propio Fernando Castillo (1953) había incluido una pequeña colección de sugerentes imágenes para acompañar el recorrido memorialista del viajero en su Atlas personal (Renacimiento, Sevilla, 2019)Lo que le proporciona singularidad a Carrete de 36 es que invierte esta inercia ilustrativa de la foto, que en este volumen se convierte en la única protagonista, acompañada por un pequeño ensayo que la ilustra. El título no puede ser más elocuente al aludir a las treinta y seis fotos que se obtenían de un carrete cuando el fotógrafo lo extraía de la cámara después de treinta y seis disparos. El mismo número que en el presente volumen conforma un interesante y particular antología de fotografías del siglo XX —la más antigua es de 1903, la más reciente, del 2000— donde, lo primero que llama la atención es la ausencia de las fotos icónicas de la época, contrariedad que el ensayista irá resolviendo poco a poco, al paso que demuestra la cantidad de obras maestras del siglo que le dio madurez y carácter a la fotografía que están a la espera de ser reivindicadas como tales.

Carrete del 36 es, en primer término, una amena historia ahistórica de la fotografía, es decir, el autor no sitúa las obras en ninguna cronología, de hecho, resulta significativo que haya renunciado a cualquier orden cronológico o de acontecimientos a la hora de mostrarlas: a una pieza de 1943 le sigue una de 1930 y a esta una de 1950, y así sucesivamente. De esta manera cada imagen aparece implicada en su propio contexto histórico, social y artístico. El libro no es un recorrido ferroviario de momentos y evoluciones, sino un conjunto de 36 viajes singulares, cada uno al interior de una imagen. Así, junto al interés del conjunto de la obra, destacan algunos pequeños ensayos memorables, unos porque explican de modo brillante el sentido profundo y humanístico de la obra de fotógrafos no siempre muy conocidos, como los dedicados a Giuseppe Cavalli, a Bernard Plossu o a Horácio Novais. O porque incluyen en esta historia no oficial de la fotografía piezas que son a veces la única prueba de oscuros episodios históricos que parecen extraídos de una novela de espionaje, como la vista del Bajo Manhattan tomada desde un submarino alemán en plena Guerra Mundial.

En segundo lugar, Carrete del 36 es una reflexión sobre los acontecimientos esenciales del siglo XX y también sobre sus giros y evoluciones artísticas, que se han descrito ya a través de los documentos, de la literatura y de las obras de arte, ahora contados desde la evocación fotográfica. Hechos trascendentes, como guerras y posguerras; pensamientos radicales, como los derivados de las vanguardias o de los realismos, plasmados ahora en las instantáneas del momento. El protagonismo de lo fotográfico es el punto de vista dominante, el narrador de los acontecimientos y la justificación de los datos, y este aspecto resulta revelador incluso cuando se trata asuntos bien conocidos. La lectura del libro demuestra que la fotografía no es un elemento circunstancial de la sensibilidad artística en el siglo XX, sino un actor más en pie de igualdad con las otras disciplinas heredadas de la tradición, sobre todo por su voraz capacidad de crear formas de mirar inéditas.

En tercer lugar, es una guía para descubrir fotógrafos, un campo de una feracidad inusitada que oculta no pocas sorpresas. Ya sea por ámbitos geográficos: húngaros, alemanes, franceses, italianos, españoles… O por ciudades emblemáticas: de París, de Nueva York, de Nápoles… O por géneros fotográficos: fotoperiodistas, documentalistas, líricos, metafísicos…  O por corrientes artísticas: subjetivos, neorrealistas, de la Nueva Visión… Incluso por predilecciones temáticas: fotógrafos de la ciudad, de la noche… Y es también Carrete del 36 un compendio excepcional de comentarios de la imagen fotográfica. Igual que la disciplina del comentario de texto consiguió darle a la comprensión literaria general una profundidad desconocida por las panorámicas generalistas, Fernando Castillo, sin proponérselo, culmina una precisa guía para indagar en los secretos de las fotos cuando se las observa con detenimiento en su singularidad.

Esta secuencia de virtudes, que podría fácilmente ampliarse, no agota los intereses que despierta el volumen. Y entre estos destacan las seis placas cuyos autores son desconocidos. Una es la foto de Nueva York realizada posiblemente a través del periscopio de un submarino alemán, pero el resto son obras de fotógrafos «anónimos», en un auténtico homenaje a la práctica del oficio durante todo el siglo XX. En especial a la de aquellos fotógrafos ambulantes que se ganaban la vida por las calles, o de quienes acudía a inmortalizar pequeños festejos privados. En ambos casos no solo ofrecían el objetivo de la cámara que utilizaban, sino también, en ocasiones, sus excelsos conocimientos que iban más allá de los meramente profesionales y apuntaban a un claro aliento artístico, como las que Fernando Castillo incluye en el volumen, entre las firmadas por los grandes fotógrafos del siglo, captadas en el exterior de un taller metalúrgico francés, en una bodega andaluza o frente a la belleza inquietante de una novia madrileña el día de su boda. Incluso a partir de una de estas fotografías, disparada por un amateur, se puede intuir y descubrir instantes de la intrahistoria que la Historia de los acontecimientos suele pasar por alto, como ilustra la pieza de los republicanos españoles paseando por el París recién liberado por ellos. Además de un libro, Carrete de 36 es una auténtica declaración de amor a la fotografía.

Publicado en Cao Cultura el 17 de mayo de 2024. ENLACE.


sábado, 11 de mayo de 2024

Diario de un lector de fotografías

¿Tienen valor filosófico las descripciones?

MAURICE MERLEAU-PONTY

La primera aparición de la fotografía en el pensamiento filosófico llega, posiblemente, en forma de comparación de la mano de Søren Kierkegaard (1813-1855), al inicio del artículo titulado «Aegteskabets aesthetiske Gyldighed» («La legitimidad estética del matrimonio»), publicado en 1843. El texto, escrito en «forma de una carta», desarrolla el epígrafe «Amas el azar» y tras el retrato del seductor describe el instante en el que su mirada se cruza en un espejo del restaurante con la de «aquella jovencita hermosa» con la que había coincidido en mesas próximas, y «que enrojeció cuando tus ojos chocaron con los suyos». Tras la narración de este breve acontecimiento, Kierkegaard asevera: «Estas cosas las conservas en tu memoria con tanta exactitud como la de un daguerrotipo y las imprimes con la misma rapidez de éste, que como es sabido aún en las peores condiciones climatológicas sólo necesita medio minuto para fijar las imágenes». Louis Daguerre había presentado su cámara, la primera de la historia, en 1839, apenas tres o cuatro años antes de que el filósofo danés redactara su observación. La comparación tiene más encanto que profundidad. Vuelta del revés, se diría que el comportamiento atribuido a la fotografía tiene la misma consistencia que la de un seductor casual.

         Algunos pensadores durante el siglo XX han dedicado teorías sobre la fotografía con mayor o menor fortuna, y sus tesis son bien conocidas y debatidas. Siegfried Kracauer, Walter Benjamin, Roland Barthes, Vilém Flusser. También algunos escritores relevantes han dedicado ensayos brillantes a la fotografía, como la novelista Susan Sontag o el poeta Yves Bonnefoy. Pero quizá donde las ideas sobre el asunto que convenga contrastar se hayan filtrado con mayor espontaneidad sea en algunas menciones al paso de otros filósofos.

Así, por ejemplo, en la definición de filosofía que realiza Clément Rosset como preámbulo a la determinación de su principio de la crueldad, en 1988, pese a la extraordinaria capacidad para elaborar sus ideas con elementos ajenos a la filosofía —de los tebeos a las obras literarias—, y tal vez más por esta razón, resulta cruel leer que «la mirada filosófica […] es siempre creativa, ya que las imágenes que propone de la realidad no son fotografías suyas, sino recomposiciones, que difieren del original tanto como una novela o un cuadro». Resulta obvio que «fotografía» para Rosset es sinónimo de mera reproducción, de simple descripción de lo real; es decir, de explícita ausencia de creatividad. En 2006 Rosset le dedicó un ensayo, Fantasmagorías, donde la identificación del fotógrafo con el voyeur aún resultó más deprimente: «Hemos visto que la fotografía, el cine, el voyeurismo no conseguían acorralar al objeto que, bajo una u otra forma, les preocupaba: lo real».

         Las civilizaciones antiguas concibieron espacio y tiempo como dimensiones indisociables. Gilgameš, el héroe del primer poema conocido de la humanidad, se presenta en la tablilla inicial como «Aquel que vio todo, hasta los confines de la tierra, / Que todas las cosas experimentó, / consideró todo juntamente, sabio,», o dicho de otra manera: aquel cuya sabiduría deriva de haber conocido el espacio y de haber experimentado el tiempo. Pero también la tradición filosófica que discernió una de otra es antigua. En Cicerón ya aparecen expresadas tal como se reconocen en el presente: el tiempo es un tema; el espacio, una mera circunstancia. A esta consideración se suma una densa tradición filosófica, señalada por el propio Rosset, asentada en «la idea de que la realidad […] jamás revelará las claves de su propia comprensión».

         Los evidentes vínculos de la práctica fotográfica con el espacio y con aquello que comúnmente se considera «realidad» han relegado, al menos en una concepción habitual, este indiscutible arte a una categoría de pensamiento inferior, complementaria o accidental. No lo es, claramente, para quienes han desarrollado sus técnicas en el pasado o expresan su creatividad en el presente, tampoco para quienes se interesan por ambos aspectos. Pero fuera de estos círculos, la fotografía no siempre es un término que se usa con la dignidad que merece, como muestra el ejemplo («doloroso») de Clément Rosset, para quien la mirada filosófica es creativa, pero no lo es la fotográfica.

         Que la mirada fotográfica es creativa resulta una verdad tan obvia que con frecuencia se olvida de que compite con otra potente obviedad que la menoscaba, la de que el espacio y el lugar son accesorios para el pensamiento. Rosset consideraba como «empresas paralelas» a la filosofía «arte, ciencia, literatura». Este diario de un lector de imágenes quisiera ser solo una mínima aportación para sumar otro término a la lista de «empresas» humanas creadoras de pensamiento: filosofía, arte, ciencia, literatura y fotografía.

         Para conseguirlo son necesarias grandes teorizaciones, minuciosos análisis críticos, historias solventes de las ideas fotográficas, sin duda, pero también pequeñas aportaciones diaristas, como la presente, que desde la ingenuidad, la intuición, la curiosidad y la devoción reconozcan y sean capaces de otorgar también a la obra fotográfica la condición de intérprete de la realidad —como exige Rosset— con «la originalidad, la invención, la imaginación, el arte de la composición, la fuerza expresiva […] de toda obra lograda». Y siempre será necesario que alguien que mire lo corrobore con sus emociones y pensamiento.

 

Entre las cosas mágicas que se conocen sin magia,

¿no se puede conferir al «aleph» alguna analogía

con el objetivo de una cámara fotográfica?

LEONARDO SCIASCIA

 

 

Como el telón de un antiguo estudio de fotógrafo

RAFEL PÉREZ ESTRADA

 

 

En qué paradójico universo de sombras la fotografía, 

arte naturalmente melancólico, 

transporta el pensamiento

JEAN-CHRISTOPHE BAILLY