sábado, 11 de mayo de 2024

Diario de un lector de fotografías

¿Tienen valor filosófico las descripciones?

MAURICE MERLEAU-PONTY

La primera aparición de la fotografía en el pensamiento filosófico llega, posiblemente, en forma de comparación de la mano de Søren Kierkegaard (1813-1855), al inicio del artículo titulado «Aegteskabets aesthetiske Gyldighed» («La legitimidad estética del matrimonio»), publicado en 1843. El texto, escrito en «forma de una carta», desarrolla el epígrafe «Amas el azar» y tras el retrato del seductor describe el instante en el que su mirada se cruza en un espejo del restaurante con la de «aquella jovencita hermosa» con la que había coincidido en mesas próximas, y «que enrojeció cuando tus ojos chocaron con los suyos». Tras la narración de este breve acontecimiento, Kierkegaard asevera: «Estas cosas las conservas en tu memoria con tanta exactitud como la de un daguerrotipo y las imprimes con la misma rapidez de éste, que como es sabido aún en las peores condiciones climatológicas sólo necesita medio minuto para fijar las imágenes». Louis Daguerre había presentado su cámara, la primera de la historia, en 1839, apenas tres o cuatro años antes de que el filósofo danés redactara su observación. La comparación tiene más encanto que profundidad. Vuelta del revés, se diría que el comportamiento atribuido a la fotografía tiene la misma consistencia que la de un seductor casual.

         Algunos pensadores durante el siglo XX han dedicado teorías sobre la fotografía con mayor o menor fortuna, y sus tesis son bien conocidas y debatidas. Siegfried Kracauer, Walter Benjamin, Roland Barthes, Vilém Flusser. También algunos escritores relevantes han dedicado ensayos brillantes a la fotografía, como la novelista Susan Sontag o el poeta Yves Bonnefoy. Pero quizá donde las ideas sobre el asunto que convenga contrastar se hayan filtrado con mayor espontaneidad sea en algunas menciones al paso de otros filósofos.

Así, por ejemplo, en la definición de filosofía que realiza Clément Rosset como preámbulo a la determinación de su principio de la crueldad, en 1988, pese a la extraordinaria capacidad para elaborar sus ideas con elementos ajenos a la filosofía —de los tebeos a las obras literarias—, y tal vez más por esta razón, resulta cruel leer que «la mirada filosófica […] es siempre creativa, ya que las imágenes que propone de la realidad no son fotografías suyas, sino recomposiciones, que difieren del original tanto como una novela o un cuadro». Resulta obvio que «fotografía» para Rosset es sinónimo de mera reproducción, de simple descripción de lo real; es decir, de explícita ausencia de creatividad. En 2006 Rosset le dedicó un ensayo, Fantasmagorías, donde la identificación del fotógrafo con el voyeur aún resultó más deprimente: «Hemos visto que la fotografía, el cine, el voyeurismo no conseguían acorralar al objeto que, bajo una u otra forma, les preocupaba: lo real».

         Las civilizaciones antiguas concibieron espacio y tiempo como dimensiones indisociables. Gilgameš, el héroe del primer poema conocido de la humanidad, se presenta en la tablilla inicial como «Aquel que vio todo, hasta los confines de la tierra, / Que todas las cosas experimentó, / consideró todo juntamente, sabio,», o dicho de otra manera: aquel cuya sabiduría deriva de haber conocido el espacio y de haber experimentado el tiempo. Pero también la tradición filosófica que discernió una de otra es antigua. En Cicerón ya aparecen expresadas tal como se reconocen en el presente: el tiempo es un tema; el espacio, una mera circunstancia. A esta consideración se suma una densa tradición filosófica, señalada por el propio Rosset, asentada en «la idea de que la realidad […] jamás revelará las claves de su propia comprensión».

         Los evidentes vínculos de la práctica fotográfica con el espacio y con aquello que comúnmente se considera «realidad» han relegado, al menos en una concepción habitual, este indiscutible arte a una categoría de pensamiento inferior, complementaria o accidental. No lo es, claramente, para quienes han desarrollado sus técnicas en el pasado o expresan su creatividad en el presente, tampoco para quienes se interesan por ambos aspectos. Pero fuera de estos círculos, la fotografía no siempre es un término que se usa con la dignidad que merece, como muestra el ejemplo («doloroso») de Clément Rosset, para quien la mirada filosófica es creativa, pero no lo es la fotográfica.

         Que la mirada fotográfica es creativa resulta una verdad tan obvia que con frecuencia se olvida de que compite con otra potente obviedad que la menoscaba, la de que el espacio y el lugar son accesorios para el pensamiento. Rosset consideraba como «empresas paralelas» a la filosofía «arte, ciencia, literatura». Este diario de un lector de imágenes quisiera ser solo una mínima aportación para sumar otro término a la lista de «empresas» humanas creadoras de pensamiento: filosofía, arte, ciencia, literatura y fotografía.

         Para conseguirlo son necesarias grandes teorizaciones, minuciosos análisis críticos, historias solventes de las ideas fotográficas, sin duda, pero también pequeñas aportaciones diaristas, como la presente, que desde la ingenuidad, la intuición, la curiosidad y la devoción reconozcan y sean capaces de otorgar también a la obra fotográfica la condición de intérprete de la realidad —como exige Rosset— con «la originalidad, la invención, la imaginación, el arte de la composición, la fuerza expresiva […] de toda obra lograda». Y siempre será necesario que alguien que mire lo corrobore con sus emociones y pensamiento.

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