sábado, 16 de noviembre de 2024

El aro del sentido


Veo la película El círculo (Daeré, 2000) de Jafar Panahi, un director iraní que coloca la cámara donde los demás, habitantes de cualquier populosa ciudad, simplemente tenemos la mirada. La estructura circular de la narración me cautiva, pero lo que me fascina son los cabos sueltos que va dejando la rueda al girar. Uno de los personajes, que protagoniza solo unos minutos de la cinta, es una joven asustadiza e ingenua, Nargess, de la que el espectador solo sabe que acaba de salir de la cárcel y trata de llegar a su pueblo. Cuando consigue finalmente encontrar el autobús y un billete para acceder a un asiento, unos minutos antes de partir, se da media vuelta, abandona la estación y se dirige a una abigarrada zona comercial donde compra una camisa blanca bordada, igual que otra que vestía un hombre con quien se ha cruzado fugazmente un rato antes. Camisa en la que se gasta todo el dinero que posee. Luego el círculo continúa dando paso a otra protagonista en la infernal rotación de la discriminación femenina. Y la película deja al espectador sin conocer nada de las intenciones de Nargess. No solo sin saber para quién era la camisa, cuya caja abraza contra el pecho al correr por las calles huyendo de sí misma, sino si ese incógnito destinatario en realidad existe.

         La escena me recuerda, en otro orden de artes, los extraordinarios encuadres sobre retratos que muestra la exposición, recién inaugurada en la sala KBr de Barcelona, de la fotógrafa norteamericana Consuelo Kanaga (1894-1976), que resultan pioneros de algunos célebres retratistas del siglo XX. Su uso del encuadre, para cercenar cualquier contexto informativo en la imagen de la persona retratada, potencia de manera sorprendente su expresividad. La exposición presenta también diversos encuadres de un mismo negativo, demostrando que cuanta menos imagen se muestra, más intenso resulta lo que se ve. Incluso en la fotografía de una madre con sus tres hijas, el encuadre más cerrado, en el que solo aparecen dos de ellas, multiplica su capacidad de sugerencia. 

Consuelo Kanaga, «Sin título (Nueva York)», 1924

        Ambas experiencias, la de la película de Panahi y la de las fotografías de Kanaga, apuntan hacia la cuestión del significado. Y los dos ejemplos muestran cómo, a diferencia de los elementos formales, cuya concreción es una exigencia unívoca, el significado que los acompaña no tiene por qué cumplir con esta obligación. Hay una inercia a pensar que el interés por el significado artístico aumenta conforme su apertura es mayor, es decir, cuanto mejor comprendemos todos los elementos de la lógica de un proceso significativo cualquiera, como ocurre en la ciencia o en el periodismo. Pero, a diferencia de las formas, el significado se empobrece en su concreción. Cualquier significado en arte, expuesto en todos sus aspectos, acaba militando en las filas de un tópico. Por ejemplo, si el director hubiera ofrecido explicaciones sobre la necesidad de que Nargess comprara una camisa (para quién, por qué, con qué propósito…), el espectador, habiendo comprendido las razones del comportamiento, las archivaría bajo una etiqueta donde acumula infinidad de casos similares y, por lo tanto, triviales. La singularidad de Nargess, su razón artística, arraiga directamente en la ausencia de significado. Igual que la pérdida de información de un negativo de Kanaga intensifica su expresividad. Es decir, los agujeros negros del significado —como los que gravitan por el cosmos— despiertan y potencian la sensibilidad del receptor, la misma que la información adormece. 

martes, 12 de noviembre de 2024

António da Costa Cabral. Fotografías de andar por casa



En el análisis convencional que se realiza de las artes narrativas, ya sea la novela o la cinematografía, muchos críticos se conforman con el resumen del argumento como único dictamen sobre la obra que comentan. Solo hay algo que produzca mayor tristeza que a uno le cuenten una novela, y es que le expliquen una película. Aun así, una buena parte de los comentaristas habituales desconocen otro elemento en el que fijarse a la hora de hablar de una obra artística. He pensado en ello antes de empezar a comentar la obra del fotógrafo portugués António da Costa Cabral (1901-1974). La mayor parte de sus singulares fotografías comparten asunto con cualquier álbum familiar: hay retratos impactantes, la mayoría realizados a sus hijos y miembros adyacentes a su extensa familia —el hecho de haber tenido doce multiplica las opciones del fotógrafo—; hay escenas domésticas, estampas urbanas —de su barrio, en invierno— y rurales —de vacaciones, en verano—, hay oficios populares, partidas de billar, y hasta imágenes de partidos de fútbol jugados en campos sin gradas, o de las instalaciones del aeropuerto lisboeta, si salía de viaje. La grandeza de la fotografía de António da Costa Cabral emerge precisamente de la medianía de los asuntos que trata. Es el ejemplo más perfecto de que el arte no se dirime en el tema, como creen los que viajan a lugares inverosímiles para fotografiarlos, sino en el talento de la mirada en cualquier situación. El hijo de Costa Cabral, en un documental sobre la vida de su padre, realiza dos afirmaciones significativas, la primera es que todos los fines de semana cogía su cámara y se iba a fotografiar, y la segunda, que solo fotografiaba «por gusto». Y el talento, es otra observación importante, para manifestarse no necesita ni dedicación profesional ni asuntos históricos o sociológicos. 

Hombre y su sombra, 1950-60


        La historia fotográfica de António da Costa Cabral se resume fácilmente en la palabra «pasión». La encuentro utilizada en el primer párrafo de su biografía. No solo le condujo a hacer fotos desde muy joven y hasta el final de su vida, sino que no dejó pasar la oportunidad de montar una cámara oscura en el desván de su casa y de realizar varias películas rodadas en la calle cámara en mano. No fue la única afición que cultivó, pues fue también, de joven, un activo radioaficionado. Y amante del billar. Vivió largas temporadas en Alemania, en Italia y en Brasil, y regresó a Lisboa para concluir en su país su vida laboral.  Tuvo una extensa familia de la que sus tomas han dejado entrañables imágenes. 

Retratos


No pretendió nunca alejarse demasiado de su época, al menos a primera vista. En los años cincuenta se popularizó una corriente fotográfica que nacía para exponerse en salones y competir en concursos, el Salonismo, caracterizada por la atención a los aspectos comunes y tradicionales de la vida cotidiana, con una composición depurada. En esta corriente se inserta la obra del fotógrafo, aunque esquiva perfectamente el defecto mayor de su época, que fue el academicismo pictórico, deriva que sus placas no siguen nunca. Al contrario, la virtud que mantiene vivas hoy las imágenes que fue tomando durante los años centrales de su siglo es precisamente su capacidad para indagar en las posibilidades expresivas de la fotografía, donde el tema pasa evidentemente a segunda fila, y su capacidad metafórica. El tratamiento de luces y sombras, la composición de las líneas, el equilibrio entre blancos y oscuros, los encuadres inusuales, la selección del plano, los pequeños detalles paradójicos o irónicos y, en fin, el diálogo que ofrece con una mirada que ve más allá de lo que está mostrando… se convierte en lo prioritario de su arte fotográfico y en la obsesión mayor de Costa Cabral. 

Trabajo de costura


Un ejemplo de su capacidad para crear imágenes inquietantes y polisémicas con elementos cotidianos, pero con un inteligente uso de recursos fotográficos, es el impresionante contraluz que crea para «Trabajo de costura». La toma presenta un primer plano de una costurera sumida en la sombra. La luminosidad emerge del mínimo bastidor donde la tela blanca concentra su atención en un ambiente de intimidad —almohadas, puerta cerrada—, concentración —en el gesto y en la tensión de la mano— y sobrecogedor ensimismamiento. Una placa en la que parece que se vaya a poder escuchar, en el silencio de la habitación, el pespunte de la aguja cuando entre en la tela. La tarea manual del bordado sobre el pequeño bastidor, en una fotografía del siglo XX, señala una dedicación artesana. Hace décadas que la revolución industrial ha mecanizado todas las actividades de costura, tanto las industriales como las privadas. El significado de esta fotografía invita a una inmediata interpretación metafórica. El efecto puramente fotográfico, el contraluz, sume en la oscuridad a la protagonista. La oscuridad le da nombre a un cuarto donde el fotógrafo trabaja a diario. No usa agujas, pero sí pinzas, que curiosamente se sujetan con el mismo gesto y con idéntica concentración se acercan a las cubetas donde las imágenes aparecen como el bordado en la tela sujeta al bastidor. No es muy difícil descubrir en esta pieza una hermosa poética fotográfica. En tiempos en los que el cine anima la imaginación —como las máquinas de coser la costura—, Costa Cabral reivindica el trabajo artesano, minucioso, personal, laborioso de la fotografía. La datación de esta obra hace sonreír a quien la ve expuesta: «[192-]-[1974]». Es decir, la pudo haber realizado desde que con veinte años hizo su primera fotografía hasta que con setenta y tres tomó la última. Algo parecido puede verse en todas sus placas, como mínimo período puede determinarse la década. Costa Cabral no fechaba nunca sus fotos, algo inimaginable en un fotógrafo profesional. Tampoco las firmaba. En el reverso a veces escribía solo «Ramot» o «Marto», anagramas de Tomar, población en la que había vivido su juventud. Como el bordado de la costurera, la fotografía carecía de una función pública o profesional en su vida de fotógrafo. El genio no siempre exige un uso pragmático de sí mismo. Tal vez la pureza estilística que se aprecia en todas sus tomas derive de esta circunstancia. 

Peso de los años, 1950-60


Veo «Trabajo de costura» en una exposición que ha organizado el Arquivo Municipal de Lisboa, en su sección Fotográfica, en la Rua da Palma. Llegué a Lisboa, no por primera vez, pero sí para una larga estancia, justo una década después del fallecimiento de António da Costa Cabral. En general, creo que se puede afirmar que la ciudad que conocí entonces, y fue la mía durante dos años, era prácticamente la misma ciudad en la que vivió el fotógrafo. Algunas de sus fotos urbanas las he visto igual que él las refleja. En los años noventa, época en la que regresé con frecuencia, asistí a la transformación que implicó en Lisboa el paso de una economía parasitaria a una economía de inversiones, con nuevos barrios y grandes vías de comunicación. Ahora, en la tercera década del siglo XXI, lo que llama la atención es la adaptación urbana a la invasión turística. Difícil de comprender para quien pasea con un baúl de recuerdos a rastras. Antes de entrar en la exposición había empezado ya a dudar de que esta fuera la misma ciudad que aquella en la que había vivido. Una fotografía de Costa Cabral me salvó de la depresión hacia la que, sin darme cuenta, ya empezaba a encaminarme. Se titula: «Peso de los años» y su datación la ubica entre «[1950-1960]», aunque puedo certificar que la vi tal cual en el otoño de 1983, recién llegado a Lisboa. Permanezco un largo rato ante esta imagen invernal de escalera que salva uno de sus múltiples desniveles, pavimento empedrado y mujer al fondo tras dos pilares de piedra. Me está mostrando lo esencial de la ciudad, que continúa intacto debajo de las zapatillas de los turistas y de los toldos de las terrazas. Y es lo que hay que mirar. No vale la pena fijarse en lo pasajero, cuando la Lisboa que permanece está delante. Sonreí y me libré del maleficio turístico, que no son los turistas, claro, sino el obsesionarse con lo transitorio. 

Juncos en el río, 1950-60


Los críticos serios, que escriben con objetividad y dominan la terminología técnica, acaso hayan sido los causantes del abandono de los lectores y del florecimiento de los comentaristas de argumentos. Me pregunto si no hay un camino intermedio entre unos y otros. Y, de momento, como nadie me responde, me dedico a rellenar páginas de mi diario con impresiones subjetivas y vivencias frente a las obras de arte fotográficas. Una manera como otra cualquiera de perder el tiempo ante lo esencial.