domingo, 24 de noviembre de 2024
sábado, 16 de noviembre de 2024
El aro del sentido
Veo la película El círculo (Daeré,
2000) de Jafar Panahi, un
director iraní que coloca la cámara donde los demás, habitantes de cualquier populosa
ciudad, simplemente tenemos la mirada. La estructura circular de la narración
me cautiva, pero lo que me fascina son los cabos sueltos que va dejando la
rueda al girar. Uno de los personajes, que protagoniza solo unos minutos de la
cinta, es una joven asustadiza e ingenua, Nargess, de la que el espectador solo
sabe que acaba de salir de la cárcel y trata de llegar a su pueblo. Cuando
consigue finalmente encontrar el autobús y un billete para acceder a un asiento,
unos minutos antes de partir, se da media vuelta, abandona la estación y se
dirige a una abigarrada zona comercial donde compra una camisa blanca bordada,
igual que otra que vestía un hombre con quien se ha cruzado fugazmente un rato
antes. Camisa en la que se gasta todo el dinero que posee. Luego el círculo
continúa dando paso a otra protagonista en la infernal rotación de la
discriminación femenina. Y la película deja al espectador sin conocer nada de
las intenciones de Nargess. No solo sin saber para quién era la camisa, cuya
caja abraza contra el pecho al correr por las calles huyendo de sí misma, sino si
ese incógnito destinatario en realidad existe.
La
escena me recuerda, en otro orden de artes, los extraordinarios encuadres sobre
retratos que muestra la exposición, recién inaugurada en la sala KBr de
Barcelona, de la fotógrafa norteamericana Consuelo Kanaga (1894-1976), que
resultan pioneros de algunos célebres retratistas del siglo XX. Su uso del
encuadre, para cercenar cualquier contexto informativo en la imagen de la
persona retratada, potencia de manera sorprendente su expresividad. La
exposición presenta también diversos encuadres de un mismo negativo, demostrando
que cuanta menos imagen se muestra, más intenso resulta lo que se ve. Incluso
en la fotografía de una madre con sus tres hijas, el encuadre más cerrado, en el que
solo aparecen dos de ellas, multiplica su capacidad de sugerencia.
Ambas experiencias, la de la
película de Panahi y la de las fotografías de Kanaga, apuntan hacia la cuestión
del significado. Y los dos ejemplos muestran cómo, a diferencia de los
elementos formales, cuya concreción es una exigencia unívoca, el significado
que los acompaña no tiene por qué cumplir con esta obligación. Hay una inercia
a pensar que el interés por el significado artístico aumenta conforme su
apertura es mayor, es decir, cuanto mejor comprendemos todos los elementos de
la lógica de un proceso significativo cualquiera, como ocurre en la ciencia o
en el periodismo. Pero, a diferencia de las formas, el significado se empobrece
en su concreción. Cualquier significado en arte, expuesto en todos sus aspectos,
acaba militando en las filas de un tópico. Por ejemplo, si el director hubiera
ofrecido explicaciones sobre la necesidad de que Nargess comprara una camisa
(para quién, por qué, con qué propósito…), el espectador, habiendo comprendido
las razones del comportamiento, las archivaría bajo una etiqueta donde acumula infinidad
de casos similares y, por lo tanto, triviales. La singularidad de Nargess, su
razón artística, arraiga directamente en la ausencia de significado. Igual que
la pérdida de información de un negativo de Kanaga intensifica su expresividad.
Es decir, los agujeros negros del significado —como los que gravitan por el
cosmos— despiertan y potencian la sensibilidad del receptor, la misma que la
información adormece.
martes, 12 de noviembre de 2024
António da Costa Cabral. Fotografías de andar por casa
En el
análisis convencional que se realiza de las artes narrativas, ya sea la novela
o la cinematografía, muchos críticos se conforman con el resumen del argumento
como único dictamen sobre la obra que comentan. Solo hay algo que produzca
mayor tristeza que a uno le cuenten una novela, y es que le expliquen una
película. Aun así, una buena parte de los comentaristas habituales desconocen
otro elemento en el que fijarse a la hora de hablar de una obra artística. He
pensado en ello antes de empezar a comentar la obra del fotógrafo portugués
António da Costa Cabral (1901-1974). La mayor parte de sus singulares
fotografías comparten asunto con cualquier álbum familiar: hay retratos
impactantes, la mayoría realizados a sus hijos y miembros adyacentes a su
extensa familia —el hecho de haber tenido doce multiplica las opciones del
fotógrafo—; hay escenas domésticas, estampas urbanas —de su barrio, en invierno—
y rurales —de vacaciones, en verano—, hay oficios populares, partidas de
billar, y hasta imágenes de partidos de fútbol jugados en campos sin gradas, o
de las instalaciones del aeropuerto lisboeta, si salía de viaje. La grandeza de
la fotografía de António da Costa Cabral emerge precisamente de la medianía de
los asuntos que trata. Es el ejemplo más perfecto de que el arte no se dirime
en el tema, como creen los que viajan a lugares inverosímiles para
fotografiarlos, sino en el talento de la mirada en cualquier situación. El hijo
de Costa Cabral, en un documental sobre la vida de su padre, realiza dos
afirmaciones significativas, la primera es que todos los fines de semana cogía
su cámara y se iba a fotografiar, y la segunda, que solo fotografiaba «por
gusto». Y el talento, es otra observación importante, para manifestarse no
necesita ni dedicación profesional ni asuntos históricos o sociológicos.
La
historia fotográfica de António da Costa Cabral se resume fácilmente en la
palabra «pasión». La encuentro utilizada en el primer párrafo de su biografía.
No solo le condujo a hacer fotos desde muy joven y hasta el final de su vida,
sino que no dejó pasar la oportunidad de montar una cámara oscura en el desván
de su casa y de realizar varias películas rodadas en la calle cámara en mano.
No fue la única afición que cultivó, pues fue también, de joven, un activo
radioaficionado. Y amante del billar. Vivió largas temporadas en Alemania, en
Italia y en Brasil, y regresó a Lisboa para concluir en su país su vida
laboral. Tuvo una extensa familia de la
que sus tomas han dejado entrañables imágenes.
No pretendió nunca alejarse demasiado de su época, al menos a
primera vista. En los años cincuenta se popularizó una corriente fotográfica
que nacía para exponerse en salones y competir en concursos, el Salonismo, caracterizada por la atención
a los aspectos comunes y tradicionales de la vida cotidiana, con una
composición depurada. En esta corriente se inserta la obra del fotógrafo,
aunque esquiva perfectamente el defecto mayor de su época, que fue el
academicismo pictórico, deriva que sus placas no siguen nunca. Al contrario, la
virtud que mantiene vivas hoy las imágenes que fue tomando durante los años
centrales de su siglo es precisamente su capacidad para indagar en las
posibilidades expresivas de la fotografía, donde el tema pasa evidentemente a
segunda fila, y su capacidad metafórica. El tratamiento de luces y sombras, la
composición de las líneas, el equilibrio entre blancos y oscuros, los encuadres
inusuales, la selección del plano, los pequeños detalles paradójicos o irónicos
y, en fin, el diálogo que ofrece con una mirada que ve más allá de lo que está
mostrando… se convierte en lo prioritario de su arte fotográfico y en la
obsesión mayor de Costa Cabral.
Un ejemplo de su capacidad para crear imágenes inquietantes y
polisémicas con elementos cotidianos, pero con un inteligente uso de recursos
fotográficos, es el impresionante contraluz que crea para «Trabajo de costura».
La toma presenta un primer plano de una costurera sumida en la sombra. La
luminosidad emerge del mínimo bastidor donde la tela blanca concentra su atención
en un ambiente de intimidad —almohadas, puerta cerrada—, concentración —en el
gesto y en la tensión de la mano— y sobrecogedor ensimismamiento. Una placa en
la que parece que se vaya a poder escuchar, en el silencio de la habitación, el
pespunte de la aguja cuando entre en la tela. La tarea manual del bordado sobre
el pequeño bastidor, en una fotografía del siglo XX, señala una dedicación artesana.
Hace décadas que la revolución industrial ha mecanizado todas las actividades
de costura, tanto las industriales como las privadas. El significado de esta fotografía
invita a una inmediata interpretación metafórica. El efecto puramente
fotográfico, el contraluz, sume en la oscuridad a la protagonista. La oscuridad
le da nombre a un cuarto donde el fotógrafo trabaja a diario. No usa agujas,
pero sí pinzas, que curiosamente se sujetan con el mismo gesto y con idéntica
concentración se acercan a las cubetas donde las imágenes aparecen como el
bordado en la tela sujeta al bastidor. No es muy difícil descubrir en esta
pieza una hermosa poética fotográfica. En tiempos en los que el cine anima la
imaginación —como las máquinas de coser la costura—, Costa Cabral reivindica el
trabajo artesano, minucioso, personal, laborioso de la fotografía. La datación
de esta obra hace sonreír a quien la ve expuesta: «[192-]-[1974]». Es decir, la
pudo haber realizado desde que con veinte años hizo su primera fotografía hasta
que con setenta y tres tomó la última. Algo parecido puede verse en todas sus
placas, como mínimo período puede determinarse la década. Costa Cabral no fechaba
nunca sus fotos, algo inimaginable en un fotógrafo profesional. Tampoco las
firmaba. En el reverso a veces escribía solo «Ramot» o «Marto», anagramas de
Tomar, población en la que había vivido su juventud. Como el bordado de la
costurera, la fotografía carecía de una función pública o profesional en su
vida de fotógrafo. El genio no siempre exige un uso pragmático de sí mismo. Tal
vez la pureza estilística que se aprecia en todas sus tomas derive de esta
circunstancia.
Veo «Trabajo de costura» en una exposición que ha organizado
el Arquivo Municipal de Lisboa, en su sección Fotográfica, en la Rua da Palma.
Llegué a Lisboa, no por primera vez, pero sí para una larga estancia, justo una
década después del fallecimiento de António da Costa Cabral. En general, creo
que se puede afirmar que la ciudad que conocí entonces, y fue la mía durante
dos años, era prácticamente la misma ciudad en la que vivió el fotógrafo.
Algunas de sus fotos urbanas las he visto
igual que él las refleja. En los años noventa, época en la que regresé con
frecuencia, asistí a la transformación que implicó en Lisboa el paso de una
economía parasitaria a una economía de inversiones, con nuevos barrios y
grandes vías de comunicación. Ahora, en la tercera década del siglo XXI, lo que
llama la atención es la adaptación urbana a la invasión turística. Difícil de
comprender para quien pasea con un baúl de recuerdos a rastras. Antes de entrar
en la exposición había empezado ya a dudar de que esta fuera la misma ciudad
que aquella en la que había vivido. Una fotografía de Costa Cabral me salvó de
la depresión hacia la que, sin darme cuenta, ya empezaba a encaminarme. Se
titula: «Peso de los años» y su datación la ubica entre «[1950-1960]», aunque
puedo certificar que la vi tal cual en
el otoño de 1983, recién llegado a Lisboa. Permanezco un largo rato ante esta
imagen invernal de escalera que salva uno de sus múltiples desniveles,
pavimento empedrado y mujer al fondo tras dos pilares de piedra. Me está
mostrando lo esencial de la ciudad, que continúa intacto debajo de las
zapatillas de los turistas y de los toldos de las terrazas. Y es lo que hay que
mirar. No vale la pena fijarse en lo pasajero, cuando la Lisboa que permanece
está delante. Sonreí y me libré del maleficio turístico, que no son los
turistas, claro, sino el obsesionarse con lo transitorio.
Los críticos serios, que escriben con objetividad y dominan la
terminología técnica, acaso hayan sido los causantes del abandono de los
lectores y del florecimiento de los comentaristas de argumentos. Me pregunto si
no hay un camino intermedio entre unos y otros. Y, de momento, como nadie me
responde, me dedico a rellenar páginas de mi diario con impresiones subjetivas
y vivencias frente a las obras de arte fotográficas. Una manera como otra
cualquiera de perder el tiempo ante lo esencial.