En La
belleza invisible de Irak (2022), una película sobre la figura de Latif
Al-Ani (1932-2021), se le ve, octogenario, asomado a la ventanilla del metro
aéreo de Chicago. Al comprobar la extremada altura de los rascacielos y la
enormidad de sus aparcamientos de vehículos susurra para sí mismo: «Así podría
haber sido Bagdad». Entre todas las funciones obvias que desarrolla la
fotografía documental, en la que el iraquí es una referencia obligada, también
se encuentran otras menos convencionales, que quizá no existieran en el momento
de disparar la cámara, pero que el tiempo ha convertido en el argumento
principal de la contemplación, como la de documentar lo que no ha ocurrido, el
sueño perdido de las imágenes.
Las
piezas que muestra la exposición Bagdad,
un lugar moderno (1958-1978) [La Virreina, Centre de la Imatge.
Barcelona, mayo de 2022], procedentes del fondo de la Fundación para la Imagen Árabe
de Beirut, se centran en la década de los sesenta. El fotógrafo está en su
treintena y la cámara es el instrumento que elige para descubrir la textura de
su país. De Irak. Recorre Bagdad, sus barrios, los antiguos y los modernos, los
alrededores, las zonas arqueológicas, las cuencas de los dos ríos míticos, el
Tigris y el Éufrates, las poblaciones interiores, el desierto. Lo que encuentra
en esta década es un territorio en transformación. Nuevas construcciones, un
urbanismo diferente organizado alrededor del tráfico rodado, fenómenos
desconocidos —como el turismo— e incluso vestimentitas inusitadas frente a las
callejas intrincadas, los restos de antiguos palacios, los edificios decrépitos
con antiquísimos balcones y las oscuras chilabas. Cuando se produce una
metamorfosis tan radical parece obligado cultivar el espíritu crítico, es decir, tomar partido en contra de uno de los
dos mundos que se enfrentan: o el antiguo, por decadente; o el moderno, por
ajeno. La magia de la mirada de Latif Al-Ani arraiga en esta ausencia partidista. Hay tanta pasión al retratar
las calles estrechas y encharcadas, caóticas siempre, como al buscar
perspectiva frente a las novedosas rotondas, los aparcamientos de automóviles y
la arquitectura racionalista. No por carencia de una idea propia frente a lo
que ocurre, sino todo lo contrario, por dotar de mayor profundidad a la idea
que se intuye. A este maestro de la fotografía documental no le interesa tanto
el juicio de la época, de eso ya se encargarán otros, como captar la esencia
del cambio del que es testigo. Y aquella transformación era, al cabo de las
décadas se comprueba, el auténtico argumento de su obra. Cualquier postura
militante, a favor o en contra de algo, hoy resultaría trivial frente a la
emoción que provocan estas imágenes que no desprecian nada.
Las
posiciones militantes, o quizá sea mejor decir militares, llegaron a su país a continuación. En la sucesión de las
fotografías expuestas pesan imágenes que no están en las paredes, y que Latif
Al-Ani tampoco pudo hacer porque no le dejaron, de las dictaduras, las guerras,
los atentados suicidas, las devastaciones constantes a las que se ha visto
sometido en las décadas posteriores el sueño del país que amanecía cuando él,
con la cámara al hombro, lo recorría. Un sueño de lo que podría haber sido Bagdad que está en el germen de cada una
de sus fotografías, pero que ya se ha perdido por completo en la realidad. Y
esta infrecuente dimensión candorosa
de lo documental, que suele situarse en el polo opuesto, es decir, en la
constatación de la pesadilla, vale la pena subrayarla.
Latif
Al-Ani muestra el sueño de su país con una ingenuidad y una devoción que admira
contemplar. Cada placa contiene una brevísima epifanía. El fotógrafo percibe el
desgarro profundo que ocurre en la realidad ante el objetivo de su cámara entre
una sociedad tradicional y una modernización de las costumbres. Su papel, ya se
ha advertido, no quiso ser el de fomentar las diferencias, sino el contrario:
dar cauce a la armonía con la que sus ojos contemplaban la metamorfosis. Y en esta cualidad radica la epifanía de la
mayor parte de sus inquietantes fotografías, donde conviven edificios de
arquitectura moderna con personas ataviadas al modo tradicional, ruinas
arqueológicas con turistas norteamericanos, edificios antiguos alineados con
perspectiva racionalista. No quiere hacer, en imágenes, la crónica de un
suceso, sino narrar el relato profundo de un pueblo que se renueva. Esta
epifanía es, claro, el sueño quebrado de Irak. Y para quien admire estas
fotografías, una de las lecciones de historia más impactantes y sobrecogedoras
que se puede recibir, pese a la ausencia total de cualquier violencia de ningún
tipo.
Hay una fotografía que me ha llamado especialmente la atención. Su descripción la titula: «Turista europea con un pastor, en el camino hacia el sur», 1962. Un rebaño de ovejas avanza por el arcén de una carretera asfaltada. Ocurre en un paisaje propio del desierto, bajo una conducción eléctrica que se pierde en el horizonte. Encabeza el rebaño un pastor con chilaba blanca sobre la que viste una americana convencional de color claro y en la cabeza lleva una kefia en forma de turbante. En un lateral del rebaño, la turista del título, con gafas de sol, cigarrillo en la mano y abrigo de piel contempla risueña, como encantada, la escena. Me ha recordado esta imagen un poema de José Manuel Benítez Ariza titulado «La primera», en referencia a la primera oveja que sale de un redil guiando el camino del rebaño frente a la carretera, donde —dicen los versos— «Nosotros, desde el coche detenido / al paso del rebaño, más que verlo pasar, lo entresoñamos». Ambas obras, fotografía y poema, resuelven la misma circunstancia —el avanzar de un rebaño que detiene las rutinas del tiempo y ensimisma a quien lo ve— con idéntica metáfora: la de las breves epifanías que liberan, por unos instantes, al sujeto de sí mismo y lo sumen en una sensación de profunda armonía con el espacio. Como hacen los buenos poemas, como se experimenta ante las fotografías ejemplares. Entresueño que Latif Al-Ani ha documentado con las imágenes del país que no llegó a ser.
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