Pasear por las salas de la
exposición «La materia de las formas» [KBr Mapfre, junio-agosto de 2025] es lo
más parecido que conozco a sentarse en el suelo para escuchar las historias
sobre la guerra de Troya que cuenta un tal Homero. Un tal Edward Weston
(1886-1958) evoca en placas de cristal, con una impecable profundidad de campo
y extraordinaria nitidez, la belleza que descubre en los lugares inhóspitos. Da
lo mismo los miles de años que separan a uno de otro, en los albores de una
disciplina artística siempre existe alguien que descubre la inmensidad de sus
posibilidades, y en paralelo, las agota. Weston, como Homero o Velázquez, pertenece
a esta estirpe de artistas. Cien años después de que tomara sus placas, bien de
panorámicas, bien de primeros planos, el visitante de la exposición revisa
mentalmente su propia colección de instantáneas y dudo que encuentre entre las
suyas ni siquiera una que no la hubiera pensado ya el genial fotógrafo
norteamericano.
En
1948, cuando a Weston ya le era muy difícil hacer una fotografía como las había
hecho desde el principio por el acoso del Parkinson, el cineasta Willard Van
Dyke filmó una espléndida película, The
photographer, donde a Weston se le ve muy serio, e incluso ausente, más una
efigie representándose a sí mismo que un fotógrafo en activo tratando de
descubrir el más allá de la realidad que tiene delante. Impresiona que en una
época donde las cámaras hace décadas que viajan en el bolsillo, Weston siga
cargando sobre su hombro, por sendas no siempre practicalbes, una enorme cámara
de fuelle y de placas de cristal de gran formato. Con un trípode tan alto como
él y una manta bajo cuya oscuridad poder enfocar. Su obsesión por la perfección
fotográfica le mantuvo fiel a este tipo de cámara y al principio de Sheimplug.
La cinta
de Van Dyke deja claro también el valor esencial que caracteriza la práctica de
Weston y, por extensión, el arte fotográfico en general: el haber despojado la
imagen de cualquier discurso —histórico o moral— ajeno a la ausencia de
significado de la propia imagen. Ese fue su gran descubrimiento, igual que
Homero despojó de grandeza y ejemplo moral a los grandes héroes épicos y los
presentó con todas las menudencias del más ordinario carácter humano. Ambos
definieron, desde sus respectivas iniciaciones, el marco conceptual del arte:
la ausencia de discursos ajenos al hecho artístico en sí mismo. Me resulta
curioso sentirme exaltado, como ante una proclama de vanguardia a principios
del siglo XX, por esta revelación en una vieja película de los años cuarenta, en
blanco y negro, con varias lagunas en su metraje, mientras alrededor continúa
el empeño por encontrarle no solo sentido al arte, sino lo que es peor,
funcionalidad.
No
es el único paralelismo con Homero que me llama la atención. La Grecia clásica
y su cultura son un gigantesco monumento exclusivamente masculino… para quien
no haya leído la Ilíada, porque nadie ignora la importancia en la trama de una tal Helena de Troya y a
muchos se les escapa que el núcleo narrativo esencial del cantar se encuentra
en la disputa entre el rey dinástico, Agamenón, y el héroe guerrero, Aquiles,
cuya enemistad estalla cuando el primero le arrebata de malos modos al súbito
su sirvienta Briseida. El papel que las mujeres ejercen en la gran trama épica
es, sencillamente, esencial; es decir, sin ellas no habría historia que contar.
Algo parecido se podría afirmar del crecimiento artístico de Edward Weston. Sin
el paso por su vida de tres mujeres fotógrafas difícilmente hubiera dejado de
ser un magnífico fotógrafo convencional para convertirse en un genio del arte
fotográfico. La primera, sin duda, fue Margrethe Mather (1886-1952). Se
conocieron en 1913, ambos tenían 27 años, Weston era un fotógrafo del siglo
XIX, excelente pictoralista, y Margrethe ya había abierto las puertas del siglo
XX, olvidándose del preciosismo y atenta solo a las formas descarnadas que
anidan dentro de las formas. Curiosamente, el camino de Weston cuando se
conocieron dio un giro copernicano para crecer en el que había emprendido Mather.
En
la década siguiente, en 1921, se enamora de una actriz que la historia de la
fotografía reconoce hoy con los honores más elevados: Tina Modotti (1896-1942).
Como fotógrafa, Tina aprendió la práctica siendo modelo de su amante, pero su
genio se desarrolló sobre todo en Méjico, donde se instaló tras un viaje
circunstancial que se alargó una década. Lugar hacia donde arrastró a Edward,
que vivió años feraces de crecimiento artístico en los que el influjo sobre
Tina fue evidente al principio, pero el aprendizaje de esta fue tan fulgurante
y empático con la realidad mexicana que acabó por transformar también la mirada
de su maestro.
Y
aún hubo otra fotógrafa en la vida de Weston que le descubrió nuevas
perspectivas. En 1928 conoció a la joven fotógrafa alemana Sonia Noskowiak
(1900-1975), y poco después se fueron a vivir juntos. Sonia, que disfrutaba
fotografiando conchas en la costa californiana, había viajado a América con un
bagaje visual europeo innovador, el que habían desarrollado durante los años 20
los fotógrafos de la Neuen Sachlichkeit (Nueva Objetividad) y su
propósito, anti-expresionista, de regresar a la simplicidad de las formas
objetuales, captadas con precisión, orden y sobriedad. Para ello estimularon el
uso de los primeros planos, útiles para mostrar detalles y texturas del modo
más objetivo. Técnica que absorbió al instante Weston y se convirtió en un
maestro del género, como demuestra su seriación de «Pimientos» y otras
verduras. Y también de conchas marinas, como Sonia. Por cierto, ¿quién puede
desmentir que el acierto del ciego Homero no fuera hilar una con otra todas las
historias que le habían contado a lo largo de la vida sus amantes?
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