lunes, 14 de julio de 2025

Edward Weston y las fotógrafas



Pasear por las salas de la exposición «La materia de las formas» [KBr Mapfre, junio-agosto de 2025] es lo más parecido que conozco a sentarse en el suelo para escuchar las historias sobre la guerra de Troya que cuenta un tal Homero. Un tal Edward Weston (1886-1958) evoca en placas de cristal, con una impecable profundidad de campo y extraordinaria nitidez, la belleza que descubre en los lugares inhóspitos. Da lo mismo los miles de años que separan a uno de otro, en los albores de una disciplina artística siempre existe alguien que descubre la inmensidad de sus posibilidades, y en paralelo, las agota. Weston, como Homero o Velázquez, pertenece a esta estirpe de artistas. Cien años después de que tomara sus placas, bien de panorámicas, bien de primeros planos, el visitante de la exposición revisa mentalmente su propia colección de instantáneas y dudo que encuentre entre las suyas ni siquiera una que no la hubiera pensado ya el genial fotógrafo norteamericano.

         En 1948, cuando a Weston ya le era muy difícil hacer una fotografía como las había hecho desde el principio por el acoso del Parkinson, el cineasta Willard Van Dyke filmó una espléndida película, The photographer, donde a Weston se le ve muy serio, e incluso ausente, más una efigie representándose a sí mismo que un fotógrafo en activo tratando de descubrir el más allá de la realidad que tiene delante. Impresiona que en una época donde las cámaras hace décadas que viajan en el bolsillo, Weston siga cargando sobre su hombro, por sendas no siempre practicalbes, una enorme cámara de fuelle y de placas de cristal de gran formato. Con un trípode tan alto como él y una manta bajo cuya oscuridad poder enfocar. Su obsesión por la perfección fotográfica le mantuvo fiel a este tipo de cámara y al principio de Sheimplug.

La cinta de Van Dyke deja claro también el valor esencial que caracteriza la práctica de Weston y, por extensión, el arte fotográfico en general: el haber despojado la imagen de cualquier discurso —histórico o moral— ajeno a la ausencia de significado de la propia imagen. Ese fue su gran descubrimiento, igual que Homero despojó de grandeza y ejemplo moral a los grandes héroes épicos y los presentó con todas las menudencias del más ordinario carácter humano. Ambos definieron, desde sus respectivas iniciaciones, el marco conceptual del arte: la ausencia de discursos ajenos al hecho artístico en sí mismo. Me resulta curioso sentirme exaltado, como ante una proclama de vanguardia a principios del siglo XX, por esta revelación en una vieja película de los años cuarenta, en blanco y negro, con varias lagunas en su metraje, mientras alrededor continúa el empeño por encontrarle no solo sentido al arte, sino lo que es peor, funcionalidad. 

         No es el único paralelismo con Homero que me llama la atención. La Grecia clásica y su cultura son un gigantesco monumento exclusivamente masculino… para quien no haya leído la Ilíada, porque nadie ignora la importancia en la trama de una tal Helena de Troya y a muchos se les escapa que el núcleo narrativo esencial del cantar se encuentra en la disputa entre el rey dinástico, Agamenón, y el héroe guerrero, Aquiles, cuya enemistad estalla cuando el primero le arrebata de malos modos al súbito su sirvienta Briseida. El papel que las mujeres ejercen en la gran trama épica es, sencillamente, esencial; es decir, sin ellas no habría historia que contar. Algo parecido se podría afirmar del crecimiento artístico de Edward Weston. Sin el paso por su vida de tres mujeres fotógrafas difícilmente hubiera dejado de ser un magnífico fotógrafo convencional para convertirse en un genio del arte fotográfico. La primera, sin duda, fue Margrethe Mather (1886-1952). Se conocieron en 1913, ambos tenían 27 años, Weston era un fotógrafo del siglo XIX, excelente pictoralista, y Margrethe ya había abierto las puertas del siglo XX, olvidándose del preciosismo y atenta solo a las formas descarnadas que anidan dentro de las formas. Curiosamente, el camino de Weston cuando se conocieron dio un giro copernicano para crecer en el que había emprendido Mather.

         En la década siguiente, en 1921, se enamora de una actriz que la historia de la fotografía reconoce hoy con los honores más elevados: Tina Modotti (1896-1942). Como fotógrafa, Tina aprendió la práctica siendo modelo de su amante, pero su genio se desarrolló sobre todo en Méjico, donde se instaló tras un viaje circunstancial que se alargó una década. Lugar hacia donde arrastró a Edward, que vivió años feraces de crecimiento artístico en los que el influjo sobre Tina fue evidente al principio, pero el aprendizaje de esta fue tan fulgurante y empático con la realidad mexicana que acabó por transformar también la mirada de su maestro.

         Y aún hubo otra fotógrafa en la vida de Weston que le descubrió nuevas perspectivas. En 1928 conoció a la joven fotógrafa alemana Sonia Noskowiak (1900-1975), y poco después se fueron a vivir juntos. Sonia, que disfrutaba fotografiando conchas en la costa californiana, había viajado a América con un bagaje visual europeo innovador, el que habían desarrollado durante los años 20 los fotógrafos de la Neuen Sachlichkeit (Nueva Objetividad) y su propósito, anti-expresionista, de regresar a la simplicidad de las formas objetuales, captadas con precisión, orden y sobriedad. Para ello estimularon el uso de los primeros planos, útiles para mostrar detalles y texturas del modo más objetivo. Técnica que absorbió al instante Weston y se convirtió en un maestro del género, como demuestra su seriación de «Pimientos» y otras verduras. Y también de conchas marinas, como Sonia. Por cierto, ¿quién puede desmentir que el acierto del ciego Homero no fuera hilar una con otra todas las historias que le habían contado a lo largo de la vida sus amantes? 

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