lunes, 20 de octubre de 2025

Helen Levitt y el significado


Las fotografías que la joven de veintitrés años Helen Levitt (1913-2009) empezó a disparar, mediada la década de los treinta, en las calles de los barrios pobres de su ciudad, Nueva York, y que siguió captando durante una década, han resultado uno de los regalos más emotivos del siglo XX entre tantas tragedias en blanco y negro como legó. Así las contemplo en la sala KBr de Mapfre donde se exponen. Las placas, que la autora ambienta en las calles más sórdidas y desamparadas de la vida no siempre fácil en la urbe entonces más poblada del planeta, son como un cuento fantástico donde magia y felicidad abrazaran las imágenes. Incluso la célebre, y magistral, fotografía que protagoniza el enfurruñamiento de la joven con una flor en la puerta de un edificio —Levitt ni ponía títulos ni las databa, cada instantánea es una tesela de un gigantesco mosaico denominado Nueva York— produce en quien la contempla una sensación de sosiego y, sobre todo, complacencia. Que la muchacha se haya enfadado significa que irradia vitalidad.  Porque nada que haya mirado Helen Levitt suele ya significar aquello que se ve delante.

La capacidad para transformar su trabajo de fotógrafa de calle en las zonas más humildes y desprotegidas, donde la vida transcurre entre aceras y descampados, en un inacabable cuento de hadas es prodigiosa. Y la clave se encuentra precisamente en la manera de significar. En los años treinta y cuarenta del siglo pasado existía en Estados Unidos y en Europa una densa escuela de fotógrafos documentalistas. Y el marco de posibilidades semánticas ya abarcaba al completo el caudal de lo fotografiado, desde la ironía hasta la denuncia, desde la crónica hasta la búsqueda de la identidad, desde la pureza geométrica hasta las impurezas urbanas. Hay una placa neoyorquina de Levitt que resume, casi literalmente, la singularidad con la que se inscribe en el género fotográfico que practica. En la imagen, una vía urbana, amplia, por cuya acera caminan cuatro niñas, de tres edades diferentes dentro de la infancia, que la fotógrafa capta de espaldas. Las cuatro niñas, vestidas y peinadas con humildad y cariño al mismo tiempo, miran hacia su izquierda, por donde fluye un opaco muro de piedra, largo y muy oscuro, capaz de obturar el mundo, sobre el que flotan, sin que se aprecie de dónde pueden haber salido, cinco insólitas pompas de jabón. Que de repente transforman todos los elementos pétreos de la estampa —muro, asfalto, baldosas, espaldas— en los ingredientes traslúcidos de un mágico cuento de hadas.

         El don de esta pieza es convertir en explícito lo que en el resto de la obra de Levitt se realiza de manera implícita. Las pompas de jabón están, camufladas en cualquier otro objeto o gesto, pero no se las ve. Aunque lo que se vea tampoco es lo que la imagen significa, porque el significado se ha fugado del lugar trascrito. Ya no está en aquello que se retrata, sino en lo que el retrato evoca sin mostrar. A este significado se le suele denominar poético. Y lo más extraordinario del caso Levitt es que, realizando una práctica formal de trabajo documentalista, fue percibido por quienes admiraban sus fotos como poesía. De hecho, acabaron siendo la obra de La Poeta de Nueva York


Y, además, desde el principio. El escritor norteamericano James Agee (1909-1955), que acompañó el crecimiento artístico de la fotógrafa, lo señaló con una clarividencia que aún pasma: «La tarea del artista no es convertir el mundo tal y como lo ve el ojo en un mundo de realidad estética, sino percibir la realidad estética contenida en el mundo real y registrar imperturbado y fiel el instante en el que ese movimiento de creatividad alcanza su cristalización más expresiva». Ahí donde dice creatividad, podía haber escrito perfectamente poesía. Porque además esboza una definición de lo poético de extraordinaria lucidez: no se trata de evocar un mundo aparte, sino de una cualidad que existe en el mundo real, que solo una mirada poética es capaz de captar, pero una vez captado, los demás no solo lo reconocen, sino que el descubrimiento les reconcilia con la realidad. Que es la virtud filosófica primordial de la obra gráfica de Helen Levitt: la belleza no está afuera, se lleva dentro, en la mirada, y alboroza. El poema no es el énfasis ni las reverberaciones, sino lo que se esconde detrás de los significados convencionales de cualquier realidad y aquello que este reconocimiento provoca. Ocultación que se descubre sin necesidad de ser ni concreta ni delimitada. Unas inverosímiles pompas de jabón.

Fotografías de Helen Levitt

martes, 14 de octubre de 2025



JULIO CÉSAR GALÁN
Nomadeo argelino


Vamos por algún lugar de las montañas de Aurés. Nos paramos y recuerdo (¿qué puedo darle al alma que se alimenta de las reminiscencias?). Queda comunicando la memoria. Entro dentro de aquella fotografía o entra la fotografía en mí. El caso es que aún vivo en lo que miré: aquel fuerte bizantino frente a la cordillera de Belezma. Las montaña levemente nevadas, el camino que se adentra —con sus secretos— en el bosque y los ojos que vuelven a esta tierra seca, a estas ruinas ¿circulares? ¿Soñamos un hombre y le daremos consistencia? ¿Nos dará alguien indicios sobre esta nueva apariencia nuestra?
 
Julio César Galán, Nomadeo argelino y otros exilios, 
Editora Regional de Extremadura, Badajoz, 2025. Página 158.

lunes, 6 de octubre de 2025

Paisajes Gu & Gu

Acudo a la Virreina a ver una exposición del fotógrafo italiano Guido Guidi (1941) alertado por mi amigo el fotógrafo Fernando Fuentes, devoto suyo, y descubro con admiración, al contemplar por primera vez en mi vida sus placas, que todo lo que he deseado saber de fotografía lo he aprendido en ellas.

Se titula la retrospectiva Da zero, no sé si es porque empieza desde sus primeras fotografías, cuando apenas tenía quince años. En todo caso, la titularía «Desde cero a cero», porque desde la pieza más antigua hasta la más reciente comparece sorprendentemente el mismo artista, íntegro, sin metamorfosis. Desde la adolescencia hasta la vejez, el mismo maestro de fotografía que dispara para no mostrar nada de lo que interesa a los fotógrafos. Es decir, no hace retratos (aunque a veces aparezca personas que miren a cámara), ni crónica (aunque las imágenes sean de un presente), ni paisajismo (aunque encuadre naturaleza), ni documenta, ni testimonia, ni protesta (aunque haya múltiples fotos de infraviviendas y barrios deprimidos). No hace absolutamente nada de lo que pretenden representar el resto de mortales con una cámara en las manos. Se le considera un vanguardista, sin embargo, solo veo composiciones figurativas, se diría que hasta convencionales si uno las mirase por encima, sin prestarles atención. Leo en algún sitio que «busca en el desamparo de la imagen un sentimiento resistente». Es una manera de decirlo.

A mí me da la impresión de que, desde la primera fotografía de la muestra, disparada a los quince años, trata de retratar el tiempo. A veces lo hace de manera explícita, como en las series. Hay una, captada en España, de una calle a la altura de un muro sobre el que un arbolillo dibuja su raquítica silueta, pasa una persona, pasa otra, se cruzan, la sombra de la cabeza del fotógrafo asoma en la parte inferior. No importan las personas, ni el muro, ni el fotógrafo, ni la situación, solo la sucesión anónima de instantes intrascendentes, que es el corazón del tiempo. En otra serie encuadra una ventana que deja pasar la luz y va fotografiando la misma imagen, diferente solo por el juego de luz y sombras en el transcurso del tiempo. Las piezas de lugares abandonados no ilustran el abandono, ni siquiera lo denuncian, solo reflejan el tiempo implicado en la imagen. Los comentarios a la exposición cuentan que se ganaba la vida haciendo reportajes urbanísticos para algún departamento universitario. Ni siquiera en estos encargos, donde aparecen bloques de viviendas, vecinos, automóviles aparcados, hay una mirada pragmática, ni siquiera una idea del presente sociológico. Son como las fotografías que haría una persona ciega que dirigiera el objetivo allí donde oye un sonido; por concretarlo, pero sin querer saber lo que concreta.

La visita me impacta tanto que he de parar un instante y mirar al blanco de la pared, mareado. ¿Qué secreto hay en estas fotografías de casi nada? Lo que escondan, que no se parece en absoluto a lo que pretenden los fotógrafos, es justo lo que busco desde mi adolescencia, y no solo en las fotos, sino en todo lo que hago, en todo cuanto escribo. Ni siquiera es el tiempo, sino el vacío que lo rodea. Tal vez sea, no sé, el «sentimiento» que se resiste a desaparecer cuando ya no está.

De su biografía, un dato me hace sonreír. Acude a diario a la Universidad de Venecia, y de esa época en la ciudad más fotogénica del planeta lega las vistas de un Véneto con fábricas abandonadas, almacenes revestidos de hojalata, hangares de ladrillo abandonados, caserones desvencijados, bloques suburbanos de pisos y aparcamientos enclavados, como todas las construcciones, en una extensión de arena dura, seca, árida. Desalmada. Que estremece contemplar. En Venecia.

Hay una instantánea que me llama la atención. A diferencia de los pintores, en cuyos autorretratos el rostro y la figura son los protagonistas únicos del lienzo, los fotógrafos suelen ocultarse en los suyos, cediendo el relieve de la placa al objetivo de su cámara. De quien la sostiene en las manos solo suele quedar, en la sombra, un escorzo. Tal vez porque ande sensible con este asunto, en la estela de mis Cien autorretratos poéticos, me estremece contemplar otro desconocido precedente de este libro: «Autorretrato, 1974», expuesto en una gelatina de la época. La fotografía es una instantánea de un contacto (de una fotografía disparada frente a un espejo) en el que se ha vertido una mancha de pintura blanca sobre el rostro de quien sostiene a la altura del ojo la réflex, lo único visible. Un autorretrato que invitaría a la reflexión sino estuviera incluido en una colección «de más de doscientas cincuenta fotografías» —como indica el folleto informativo alardeando también de imprecisión— que vierten una mancha de diversos colores sobre la realidad que, presumiblemente, reflejan. En todas las imágenes que veo una mancha invisible tapa la mirada reconocible a través de los géneros fotográficos para dejar, desnudo, solitario, desamparado el temblor de una mirada, la de Guido Guidi, cuyo significado cabal se resiste a aparecer. Quizá no lo necesite, porque ya está inoculada en el interior de quien observa sus fotos. Tal como el profesor Enrique Lista ha sabido ver en Alfred Stieglitz (1864-1946), el primer fotógrafo que reclamó el carácter plenamente artístico para su labor: «si las fotografías de nubes de Stieglitz son equivalentes de la mirada del artista... lo son en la medida en que compartamos la fe en esa equivalencia». La fe en los poemas visuales de Guidi.

Fotografías de fotografías de Guido Guidi