Las
fotografías que la joven de veintitrés años Helen Levitt (1913-2009) empezó a
disparar, mediada la década de los treinta, en las calles de los barrios pobres
de su ciudad, Nueva York, y que siguió captando durante una década, han
resultado uno de los regalos más emotivos del siglo XX entre tantas tragedias
en blanco y negro como legó. Así las contemplo en la sala KBr de Mapfre donde
se exponen. Las placas, que la autora ambienta en las calles más sórdidas y
desamparadas de la vida no siempre fácil en la urbe entonces más poblada del
planeta, son como un cuento fantástico donde magia y felicidad abrazaran las
imágenes. Incluso la célebre, y magistral, fotografía que protagoniza el
enfurruñamiento de la joven con una flor en la puerta de un edificio —Levitt ni
ponía títulos ni las databa, cada instantánea es una tesela de un gigantesco
mosaico denominado Nueva York— produce en quien la contempla una sensación de
sosiego y, sobre todo, complacencia. Que la muchacha se haya enfadado significa
que irradia vitalidad. Porque nada que
haya mirado Helen Levitt suele ya significar aquello que se ve delante.
La capacidad para transformar su
trabajo de fotógrafa de calle en las zonas más humildes y desprotegidas, donde
la vida transcurre entre aceras y descampados, en un inacabable cuento de hadas
es prodigiosa. Y la clave se encuentra precisamente en la manera de significar.
En los años treinta y cuarenta del siglo pasado existía en Estados Unidos y en
Europa una densa escuela de fotógrafos documentalistas. Y el marco de
posibilidades semánticas ya abarcaba al completo el caudal de lo fotografiado,
desde la ironía hasta la denuncia, desde la crónica hasta la búsqueda de la
identidad, desde la pureza geométrica hasta las impurezas urbanas. Hay una
placa neoyorquina de Levitt que resume, casi literalmente, la singularidad con
la que se inscribe en el género fotográfico que practica. En la imagen, una vía
urbana, amplia, por cuya acera caminan cuatro niñas, de tres edades diferentes
dentro de la infancia, que la fotógrafa capta de espaldas. Las cuatro niñas,
vestidas y peinadas con humildad y cariño al mismo tiempo, miran hacia su
izquierda, por donde fluye un opaco muro de piedra, largo y muy oscuro, capaz
de obturar el mundo, sobre el que flotan, sin que se aprecie de dónde pueden
haber salido, cinco insólitas pompas de jabón. Que de repente transforman todos
los elementos pétreos de la estampa —muro, asfalto, baldosas, espaldas— en los
ingredientes traslúcidos de un mágico cuento de hadas.
El
don de esta pieza es convertir en explícito lo que en el resto de la obra de
Levitt se realiza de manera implícita. Las pompas de jabón están, camufladas en
cualquier otro objeto o gesto, pero no se las ve. Aunque lo que se vea tampoco es
lo que la imagen significa, porque el significado se ha fugado del lugar
trascrito. Ya no está en aquello que se retrata, sino en lo que el retrato
evoca sin mostrar. A este significado se le suele denominar poético. Y lo más extraordinario del
caso Levitt es que, realizando una práctica formal de trabajo documentalista,
fue percibido por quienes admiraban sus fotos como poesía. De hecho, acabaron
siendo la obra de La Poeta de Nueva York.
Y,
además, desde el principio. El escritor norteamericano James Agee (1909-1955),
que acompañó el crecimiento artístico de
la fotógrafa, lo señaló con una clarividencia que aún pasma: «La tarea del
artista no es convertir el mundo tal y como lo ve el ojo en un mundo de
realidad estética, sino percibir la realidad estética contenida en el mundo
real y registrar imperturbado y fiel el instante en el que ese movimiento de
creatividad alcanza su cristalización más expresiva». Ahí donde dice creatividad, podía haber escrito
perfectamente poesía. Porque además
esboza una definición de lo poético de extraordinaria lucidez: no se trata de evocar
un mundo aparte, sino de una cualidad que existe en el mundo real, que solo una
mirada poética es capaz de captar, pero una vez captado, los demás no solo lo
reconocen, sino que el descubrimiento les reconcilia con la realidad. Que es la
virtud filosófica primordial de la obra gráfica de Helen Levitt: la belleza no
está afuera, se lleva dentro, en la mirada, y alboroza. El poema no es el
énfasis ni las reverberaciones, sino lo que se esconde detrás de los
significados convencionales de cualquier realidad y aquello que este
reconocimiento provoca. Ocultación que se descubre sin necesidad de ser ni
concreta ni delimitada. Unas inverosímiles pompas de jabón.
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