Tanto la dimensión política de
Maria Aurèlia Capmany (1918-1991) como la aureola de fotógrafa de una élite
iconoclasta de Colita (1940-2023) han acompañado una buena parte de mi vida
como un paisaje que posiblemente crezca al otro lado de la ventana, aunque
siempre que se mira se ve igual. Al menos en mi recuerdo, esta dimensión
pública, estereotipada en su distancia de personajes principales de un tiempo
que se arrogaban como suyo, alejado por lo tanto del mío, supuso el bosque que
impide ver el árbol. Eran figuras tan reconocidas en la prensa y en los centralizados
medios de comunicación que su imagen quedaba petrificada por las informaciones
rutinarias de sus actividades públicas. Es posible que no fuera el único que no
atendía a lo que el mar cotidiano ocultaba del iceberg, porque el fotolibro que
ambas firmaron en 1977 no halló editor en Barcelona, capital del negocio
editorial del país, y apareció en Madrid. En un sello que en aquella época aún
no se había despegado del sobre que timbraba: Editora Nacional. Si resulta
extraño este pie de imprenta, su destino inmediato, es decir, la retirada de
circulación, ya no sorprende a nadie.
Antifémina, con textos de Maria Aurèlia
Capmany y fotografías de Colita, se publicó fugazmente en el inquietante año
1977 y fue reeditado en 2021 con el mismo espíritu conmemorativo que tiene la
exposición, que cuatro años más tarde al fin se puede ver en Barcelona, en el
Museo del Diseño. Las piezas en este entorno aún continúan sin encajar del
todo, como entonces. Pero quizá sea mejor bajarse del tiovivo e ir a lo
principal. Que es este lúcido y sobrecogedor fotolibro, fruto de un pensamiento
mitad crítico y mitad utopista que en 1977, recién enterrado el antiguo
régimen, se puso desde el primer día a reconstruir la Democracia desde sus
pilares más elementales. Y una de las cuestiones más cruciales, que se puede
englobar en el término «feminismo», amenazaba como una de las lacras más
lacerantes, y no solo por su dimensión, sino por el grado tan colosal de
ocultamiento que padecía. Este fotolibro
que combina textos e imágenes es, sobre todo, un ensayo filosófico y una declaración programática. El propósito de revisión crítica del
presente y al mismo tiempo proyección ideal de una realidad a la que aspirar,
que caracterizó aquella época, paradójicamente cuarenta
y ocho años después continúa vigente.
Con
la expresión contundente y directa que practicaba tanto en lo que escribía como
en lo que decía, en una entrevista de aquel momento Maria Aurèlia Capmany
define la determinación inicial del fotolibro: hacer visibles a las mujeres
«que no son esta mujer ficticia, esta fémina que Françoise Parturier define de
una forma preciosa, de quienes consideran que una mujer es una persona del sexo
femenino de 1,65 metros, que tiene 22 años y que nos adora». Es decir, ambas
creadoras se propusieron mostrar tanto la vida de las mujeres reales que
resulta invisible (de ancianas, monjas, casadas, gitanas, prostitutas…), como
desvelar la manera de trocear y exagerar la imagen de la mujer en sus representaciones
públicas. La escritora describía situaciones con un bisturí verbal al que no se
le resistía nada. Como muestra, una frase bastará: «La inmensa mayoría de las
monjas no entran en el convento para hacer algo, sino para evitar el riesgo de
la vida». Y la fotógrafa, Colita, aplicaba el bisturí de la imagen con idéntica
clarividencia. Entre ambas elaboran un auténtico ensayo filosófico de una
hondura que aún hoy, mientras algunas invisibilidades y otras exhibiciones
lejos de desaparecer parece que se incrementen, resulta de una actualidad que
estremece.
Cuando
era un joven observador de lejanías, Colita y sus excentricidades (Gabriel
García Márquez con un libro abierto en la cabeza, Terenci Moix sin camisa y con
correajes, Rafols Casamada con una mariposa en la nariz, Paco de Lucía con un
cigarrillo en la boca…) eran el frívolo decorado de una época que a uno le daba
la impresión de que cobraba a quien quería entrar, como en la discoteca
Boccaccio. Precio exigido que un estudiante de letras pobre, por más que se
esforzara, nunca alcanzaría a reunir. Esta revisión de la obra de Colita me ha
servido, en primer lugar, para desprenderme de aquella impresión tópica y
reencontrarme con la gran retratista que fue, no solo con los famosos, sino
también con los más humildes habitantes de mi ciudad. Algunas de las muchachas
y mujeres fotografiadas entre las barracas del Somorrostro muestran una
dignidad en la mirada que impresiona. Y que solo puede captar quien la reconoce
y la valora. El contenido histórico de Antifémina,
junto a la lucidez de una interpretación de la realidad que mantiene su
vigencia, presenta otra virtud de rango más elevado: a la sublime generación de
fotógrafos cronistas de las calles de Barcelona del siglo XX en blanco y negro,
se añade lo único que le faltaba al conjunto: la mirada de una mujer. La mirada
clarividente e incisiva de Isabel Steva, Colita.


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