miércoles, 23 de octubre de 2024


Fotografío vacíos, fragmentos de cuerpos o caras que no permiten identificar a sus dueños. No sé qué persigo con ello. Distraerme, en principio, y adelantarme a la desmemoria, que solo respeta lo casual, lo fragmentario, la luz, los detalles inconexos. Miro y constato el olvido de todo lo que no está en mi mirada. Miro y hago espacio para todo eso que no está.

José Manuel Benítez Ariza 

Año sabático o la novela de un ocioso

Ed. Polibea, Madrid, 2024. Pág. 656

 


sábado, 12 de octubre de 2024

El protagonismo de las grietas




Entre las décadas de 1950 y de 1960 algunos escritores jóvenes sintieron la necesidad de abandonar las grandes ciudades –Madrid, Barcelona, París– y su potente polo de atracción, aunque solo fuera temporalmente, para descubrir su opuesto más radical, aquellas zonas rurales que parecían indemnes a las fuerzas de la modernización y del desarrollo. A principios de siglo, también los escritores jóvenes del 98 habían sentido un impulso parecido, pero su intención se saciaba impregnando con el espíritu moderno de sus miradas cuanto veían; exactamente lo contrario que van a hacer los jóvenes de mediados de siglo, con un empeño casi arqueológico: descubrir el pasado que las ideas de la nueva época estaban arrasando sin piedad a su paso. Este interés por los márgenes de la época dejó obras memorables, iniciadas por el Viaje a la Alcarria (1948) de Camilo José Cela (1916-2002), quien siguió caminando rutas ignoradas y contándolo hasta los años 60, cuando el Viaje al Pirineo de Lérida (1965) quizá coloque el punto final a este impulso. En medio, Juan Goytisolo (1931-2017) publicó dos obras maestras, Campos de Nijar (1960) y La Chanca (1962), y dos novelistas, Antonio Ferres (1924-2020) y Armando López Salinas (1925-2014), escribieron al alimón otra referencia obligada del género, Caminando por las Hurdes (1960). Todos ellos contaban alrededor de treinta años cuando emprendieron sus viajes iniciáticos por la geografía olvidada, en ocasiones como una actividad que apuntalaba su propia obra literaria, entonces en ciernes. 

En estos mismos años, un poeta y un fotógrafo suecos decidieron iniciar, con edades similares, idéntico viaje hacia los lugares desconocidos de España, no solo para descubrirlos, sino también para mostrarlos en Suecia, un país nórdico que empezaba a sentir una súbita atracción por el sureño. El viaje se cumplió en 1962, pero el editor sueco que lo amparaba se desdijo. Posiblemente ni la ruta ni las fotografías coincidían con lo que empezaban a admirar de España sus compatriotas, el sol y las playas. Perdido en el limbo de las libretas de notas y los borradores, sesenta años después de la visita, Lasse Söderberg (1931), escritor con una extensa obra literaria e hispanista notable, ha decidido, con un pie en sus anotaciones del viaje y otro en el presente de sus recuerdos, escribir ahora el libro que se quedó en proyecto e incluir, claro, una joya entreverada: las extraordinarias fotografías que tomó Christer Strömholm (1918-2002), cuya obra se ha expuesto en Madrid durante la primavera de 2024, en la Fundación Mapfre. El libro se editó en Suecia en 2013 con el título de Viaje en blanco y negro y la editorial Renacimiento lo acaba de publicar con traducción de Ángela García.


Christer Strömholm. Retrato de Marcel Duchamp en Cadaqués.


Aunque compartieran el rasgo generacional que buscaba descubrir los rincones ocultos de la época, el impulso de Söderberg y Strömholm fue diferente en dos aspectos: no se circunscribía a una única región y no estaba vinculado a un pensamiento crítico de la realidad española. El ámbito que eligieron fue el país entero, dejando de lado monumentos y ciudades históricas (con tanto rigor que pasaron por El Escorial sin entrar en el Monasterio) y su propósito tuvo un aliciente y un marco que no eran geográficos, sino culturales. Por otra parte, no solo deseaban visitar espacios, sino también a sus protagonistas. Con este fin cruzan la frontera desde Francia y llegan a Cadaqués, un pueblo pescador que les atrae menos que su habitante más célebre, Dalí. En su ausencia, el pintor Joan Josep Tharrats y el veraneante Marcel Duchamp, introducen en el libro el marco cultural de la vanguardia artística por la que ambos se interesaban. Y también en Cadaqués aparece el gran protagonista en la sombra de su peregrinaje por España: Luis Buñuel. Se encaminan hacia Aragón, a través de los Monegros y de los vestigios de la guerra civil, para recalar en Calanda, tierra natal del cineasta admirado. Un paso fugaz por Bilbao les conduce a visitar a Blas de Otero en su ámbito más cotidiano, el bar, donde Strömholm lo retrata. Y continúan el viaje, omitiendo las arduas horas de carretera, hacia el epicentro de su viaje, Las Hurdes. No elegidas por sí mismas, sino por revivir en el paisaje real la mirada de Buñuel en su documental Tierra sin pan, rodado tres décadas antes, cuyo guion recrean en su recorrido de principio a fin. En este aspecto el viaje de los dos artistas suecos se convierte en precedente de una práctica muy extendida sesenta años después, ya en otro siglo, que son los itinerarios culturales: el querer contemplar los espacios que describe un escritor célebre o el lugar donde se rodó una película famosa. Con una fugaz parada en el Valle de los Caídos (saltándose El Escorial), el viaje concluye en Cuenca, donde, ahora sí, cumplen su objetivo de encontrar a Antonio Saura. 

Christer Strömholm. Niña jugando en Calanda.

Mientras Lasse Söderberg va tomando notas de sus impresiones del paisaje, de las personas que conocen en los pueblos, de las conversaciones que mantienen y de sus reflexiones culturales, todo cuanto recrea con fidelidad en el libro, Christer Strömholm dispara incesantemente su Leika. Y la colección de fotografías que reúne forma un legado testimonial y artístico admirable. La primera fotografía que se reproduce, una escena rural cotidiana, unos niños en una calle, tomada con un contraluz que sume en negro la mitad de la imagen, evoca certeramente sus inicios como fotógrafo formalista. En sus tomas realizadas en los pueblos, sin embargo, prima la información testimonial, aunque siempre hay pequeños detalles en los encuadres o en el protagonismo de ciertas texturas que convierten la imagen en un relato también personal y simbólico: «A Christer le gustaba fotografiar los vanos de las puertas cubiertos con telas, que por lo general le sugerían mortajas», anota su amigo Lasse. Al encuadrar una antigua foto familiar enmarcada, por ejemplo, le otorga el protagonismo de la toma a una grieta en la pared, exacta metáfora del contenido que explicita Söderberg en el texto. Emblemático resulta también su encuadre del Valle de los Caídos, en el que dedica dos tercios a la gran explanada con la brutal sombra de la cruz, en uno de cuyos brazos se recortan una diminutas figuras humanas. 

Christer Strömholm. Bar en Las Hurdes.

En el conjunto de las fotos de este Viaje en blanco y negro destacan especialmente los retratos. Por una parte, los de personajes conocidos –Tharrats, Duchamp, Blas de Otero, Antonio Saura–, que son extraordinarios. El de Duchamp, sin camisa y fumando un puro, resulta memorable, y los retratos del ambos pintores y del poeta superan en clarividencia la mayoría de fotos con las que se los recuerda. Y por otra parte, brillan los retratos de personas anónimas. Tanto los de niñas y niños jugando en la calle, como los de ancianos sentados a las puertas de sus casas. Sus rostros se muestran impregnados de un halo trágico que les proporciona una hondura simbólica. Vale la pena destacar, entre la excelencia del conjunto, el retrato de una pastora con su rebaño (pág. 59) y, sobre todo, el de los jornaleros ciclistas (pág. 148). Ambos consiguen captar en las miradas de los retratados una lúcida y precisa idea, de orgullo o de desamparo, sobre el lugar que ocupan sus vidas en la realidad, o lo que es lo mismo, el don secreto de la fotografía.


Publicado en Cao Cultura el 20 de septiembre de 2024. 

miércoles, 2 de octubre de 2024

Berenice Abbott retrata a Eugène Atget


¿No le importa colocarse perpendicular a la cámara, monsieur Atget? ¿De perfil lo prefiere, miss Abbott? Puede llamarme Berenice, monsieur Atget. Claro, como desee, miss Abbott. Sí, le haré una fotografía de perfil, monsieur Atget. ¿Y por qué de perfil? No sabría decirle, monsieur Atget, ¿por pudor? No me haga reír, un fotógrafo tímido es como un lanzador de jabalina manco. Bueno, monsieur Atget, no va a creerme si le digo que es para que no me vea hacerle la foto, pero puedo encontrar otro argumento si lo desea. Inténtelo, miss Abbott. Quiero contemplarle mientras mira. ¿Cómo si estuviera yo haciendo una foto, miss Abbott? Berenice. Eso mismo, disculpe, miss Abbott, pero si aguarda un instante busco una cámara. No hace falta, monsieur Atget, eso sería retórico. Es cierto, miss Abbott. Aunque creo que la razón es otra, y usted ya la sabe, monsieur Atget. La luz sobre la manga del abrigo o sobre el ángulo de la nariz, las sombras en la mejilla, tal vez capturar alguno de los mechones indómitos de mi cabello. ¿Cómo ha sido capaz de adivinarlo, monsieur Atget? Ay, miss Abbott, qué gracia me hace quien mira una pieza y me dice: Conozco esa calle, durante un tiempo la recorría a diario con un ramillete de gardenias en la mano, ahí tuve una novia, por sus fotos parece que uno pueda volver a meterse en la calle y en su memoria. Otros ven realidad donde usted, monsieur Atget, solo ve luz, líneas, volúmenes, sombras, ángulos y texturas, ¿no es cierto? ¿Por qué no me llama Eugène, miss Abbott?

         El maestro incierto, la discípula esquiva. Invierno de 1927, París. Miss Abbott (1898-1991) le hizo aquel día dos fotografías, una de frente, otra de perfil. Posiblemente las últimas imágenes que se conservan del gesto de monsieur Atget. Después la joven fotógrafa regresaría a Nueva York y donde ella veía luz, líneas, volúmenes, sombras, ángulos y texturas hoy he visto ciudad. En la exposición sobre Berenice Abbott titulada «Retratos de la modernidad» (Casa Garriga Nogués. Fundación Mapfre, febrero de 2019). Pero los que más me ha emocionado han sido los dos que le hizo a Eugène Atget (1857-1927), su maestro. Y el mío.