En estos
mismos años, un poeta y un fotógrafo suecos decidieron iniciar, con edades
similares, idéntico viaje hacia los lugares desconocidos de España, no solo
para descubrirlos, sino también para mostrarlos en Suecia, un país nórdico que
empezaba a sentir una súbita atracción por el sureño. El viaje se cumplió en
1962, pero el editor sueco que lo amparaba se desdijo. Posiblemente ni la ruta
ni las fotografías coincidían con lo que empezaban a admirar de España sus
compatriotas, el sol y las playas. Perdido en el limbo de las libretas de notas
y los borradores, sesenta años después de la visita, Lasse Söderberg (1931),
escritor con una extensa obra literaria e hispanista notable, ha decidido, con
un pie en sus anotaciones del viaje y otro en el presente de sus recuerdos,
escribir ahora el libro que se quedó en proyecto e incluir, claro, una joya
entreverada: las extraordinarias fotografías que tomó Christer Strömholm
(1918-2002), cuya obra se ha expuesto en Madrid durante la primavera de 2024,
en la Fundación Mapfre. El libro se editó en Suecia en 2013 con el título de Viaje
en blanco y negro y la editorial Renacimiento lo acaba de publicar con
traducción de Ángela García.
Aunque
compartieran el rasgo generacional que buscaba descubrir los rincones ocultos
de la época, el impulso de Söderberg y Strömholm fue diferente en dos aspectos:
no se circunscribía a una única región y no estaba vinculado a un pensamiento
crítico de la realidad española. El ámbito que eligieron fue el país entero,
dejando de lado monumentos y ciudades históricas (con tanto rigor que pasaron
por El Escorial sin entrar en el Monasterio) y su propósito tuvo un aliciente y
un marco que no eran geográficos, sino culturales. Por otra parte, no solo
deseaban visitar espacios, sino también a sus protagonistas. Con este fin
cruzan la frontera desde Francia y llegan a Cadaqués, un pueblo pescador que
les atrae menos que su habitante más célebre, Dalí. En su ausencia, el pintor
Joan Josep Tharrats y el veraneante Marcel Duchamp, introducen en el libro el
marco cultural de la vanguardia artística por la que ambos se interesaban. Y
también en Cadaqués aparece el gran protagonista en la sombra de su peregrinaje
por España: Luis Buñuel. Se encaminan hacia Aragón, a través de los Monegros y
de los vestigios de la guerra civil, para recalar en Calanda, tierra natal del
cineasta admirado. Un paso fugaz por Bilbao les conduce a visitar a Blas de
Otero en su ámbito más cotidiano, el bar, donde Strömholm lo retrata. Y
continúan el viaje, omitiendo las arduas horas de carretera, hacia el epicentro
de su viaje, Las Hurdes. No elegidas por sí mismas, sino por revivir en el
paisaje real la mirada de Buñuel en su documental Tierra sin pan, rodado
tres décadas antes, cuyo guion recrean en su recorrido de principio a fin. En
este aspecto el viaje de los dos artistas suecos se convierte en precedente de
una práctica muy extendida sesenta años después, ya en otro siglo, que son los
itinerarios culturales: el querer contemplar los espacios que describe un
escritor célebre o el lugar donde se rodó una película famosa. Con una fugaz
parada en el Valle de los Caídos (saltándose El Escorial), el viaje concluye en
Cuenca, donde, ahora sí, cumplen su objetivo de encontrar a Antonio Saura.
Mientras
Lasse Söderberg va tomando notas de sus impresiones del paisaje, de las
personas que conocen en los pueblos, de las conversaciones que mantienen y de
sus reflexiones culturales, todo cuanto recrea con fidelidad en el libro,
Christer Strömholm dispara incesantemente su Leika. Y la colección de
fotografías que reúne forma un legado testimonial y artístico admirable. La
primera fotografía que se reproduce, una escena rural cotidiana, unos niños en
una calle, tomada con un contraluz que sume en negro la mitad de la imagen,
evoca certeramente sus inicios como fotógrafo formalista. En sus tomas
realizadas en los pueblos, sin embargo, prima la información testimonial,
aunque siempre hay pequeños detalles en los encuadres o en el protagonismo de
ciertas texturas que convierten la imagen en un relato también personal y
simbólico: «A Christer le gustaba fotografiar los
vanos de las puertas cubiertos con telas, que por lo general le sugerían
mortajas», anota su amigo Lasse. Al encuadrar una antigua foto familiar
enmarcada, por ejemplo, le otorga el protagonismo de la toma a una grieta en la
pared, exacta metáfora del contenido que explicita Söderberg en el texto.
Emblemático resulta también su encuadre del Valle de los Caídos, en el que
dedica dos tercios a la gran explanada con la brutal sombra de la cruz, en uno
de cuyos brazos se recortan una diminutas figuras humanas.
En el conjunto de las fotos de este Viaje en blanco y negro destacan especialmente los retratos. Por una parte, los de personajes conocidos –Tharrats, Duchamp, Blas de Otero, Antonio Saura–, que son extraordinarios. El de Duchamp, sin camisa y fumando un puro, resulta memorable, y los retratos del ambos pintores y del poeta superan en clarividencia la mayoría de fotos con las que se los recuerda. Y por otra parte, brillan los retratos de personas anónimas. Tanto los de niñas y niños jugando en la calle, como los de ancianos sentados a las puertas de sus casas. Sus rostros se muestran impregnados de un halo trágico que les proporciona una hondura simbólica. Vale la pena destacar, entre la excelencia del conjunto, el retrato de una pastora con su rebaño (pág. 59) y, sobre todo, el de los jornaleros ciclistas (pág. 148). Ambos consiguen captar en las miradas de los retratados una lúcida y precisa idea, de orgullo o de desamparo, sobre el lugar que ocupan sus vidas en la realidad, o lo que es lo mismo, el don secreto de la fotografía.
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