miércoles, 19 de noviembre de 2025

Nocturno de Anders Petersen



Recuerdo que cuando vi expuestas por primera vez las fotos de la serie «Café Lehmitz» [en Foto Colectania, en octubre de 2017], inmediatamente pensé en la Odisea homérica. El regreso de Odiseo a Ítaca se extendió durante diez años en los que recorrió el orbe de la imaginación humana. Sobre un molde análogo, dos mil setecientos años después, James Joyce quiso trazar, en el Ulises (1922), el mismo recorrido iniciático en el arco de un único día. Y cincuenta y seis años después, en 1978, cuando Anders Petersen (1944) publicó Café Lehmitz, la colección de fotografías que había realizado en el café de Hamburgo con el mismo nombre, el arte fotográfico lanzó su hito homérico: mostrar un marco mítico del ser contemporáneo, ahora reducido a una única noche —compuesta de todas las noches de una vida—, en un único lugar: el bar. Un universo en sí mismo. En las afueras del bar donde había vivido Petersen sus noches como un parroquiano más no existe relato; es decir, solo en esas horas nocturnas y bajo la densa atmósfera del tabaco prende lo que se puede contar. En aquella época no había empezado aún a redactar mi diario de exposiciones fotográficas, pero inmediatamente sentí la necesidad de escribir —no de describir— las fotografías que veía. Y el fruto es una serie de poemas en prosa pensados a partir de las imágenes de Anders Petersen que, al cabo, considero el mejor homenaje que un escritor puede realizar de un fotógrafo, el deseo de encarnar desde un lenguaje diferente su mundo creativo.


 
CAFÉ LEHMITZ

El idioma, una cuba donde se vuelcan las entrañas de los animales sacrificados que quien habla remueve con una pala de madera. Y sin apartarse el cigarrillo hurga o dice. Humo que se restriega por la mejilla, ciega un ojo, serpentea entre los rizos, desaparece. Igual que desde los mismos labios humea la voz, órgano extraído de un cuerpo recién despachado. Impregna camisas sin botones y faldas arrugadas en los muslos con un hedor a sangre que ya jamás las abandona. Café o matadero, ni quien escucha lo sabe. En el suelo se confunden las colillas pisoteadas con las promesas.

*


Donde las miradas convergen. Las monedas. El gorjeo metálico al ser tragadas, al caer en el depósito con un chasquido. Cuando liberan una de las columnas del templo acristalado.  Zigaretten. Tirar y que la brusquedad del cajón lo extraiga. Celofán. Romper un cuadrado en el envoltorio. Golpear por la parte inferior. Sentirse otra persona por el mero hecho de haber encendido el mechero y acercarlo. Un oficiante frente al altar. Zigaretten. Un mago ante la magia. Donde las miradas cuentan monedas. Las revuelven en el bolsillo con la mano izquierda mientras se hace un cálculo de la noche por llegar.

*


Se orina con ojos místicos. El ventanuco de ventilación. La cisterna. Cañerías que aparecen de la nada y hacia ella se encaminan. Con ojos, se diría, colgados del palo mayor. Oración. Se bebe la cerveza mientras se comparte el tiempo, se reparte, se obsequia. Una cenefa de espuma seca alrededor del vaso es lo único que permanece. Se orina alzando la mirada hacia donde no alcanza el rasguño de quien se repite su nombre en el yeso. Cántico, tal vez. Mirada, se diría, cegada por su ensimismamiento. Cuadrado de aguas ambarinas donde queda atrapado el ser que no se entrega.

 *


La pared contra la que se apoyan narra. Con la punta de un capuchón de bolígrafo raspadas o con un alfiler de corbata son palabras tan ilegibles como los gestos que sostienen. Escritura ágrafa contra amor fortuito. Hay fechas, esa obsesión por no perder algo en el naufragio, hay ranuras sin sentido, hay arañazos silenciosos. La espalda que se mece contra el tabique se impregna del yeso que lo escrito libera. Polvo sobre ropas arrugadas. Manos que trazan huecos de desnudez. Pero la narración es ciega. Nada ve más allá de lo que iluminan los rasguños en el tramo oscuro.

 *


La piel es una bandera rival en los días de invierno. Quien se quita la camisa para ser abrazado como un niño. El mismo mohín. O para iniciar una revolución igualitaria. La misma ingenuidad. Quien alza, o se alza, la falda para descubrir la ingeniería de un liguero. La firmeza de un enigma tantas veces desvelado y aún por desvelar. Una piel encontrada en el fondo de un armario donde han anidado las polillas. Y que no importe. Que ondee, pirata, a la hora del telediario. Irreverente solo para quien jamás tendrá la oportunidad de verla. La piel, una conquista.

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En las sílabas no pronunciadas, en el trago que se relega, en el cigarrillo sin encender sobre la mesa crepita la noche. Se besan. Arduamente. Ellas. Se besan. Anudan el cordel de los labios que tanto han dicho, han bebido, han fumado. Y que solo ahora tiemblan, indemnes a los años. Una única respiración para las dos, ferrocarril que se aleja de la estación sin moverse, ave que abandona el tejado sin extender las alas. Estupor antiguo, ahora recuperado. Indemnes, las dos, a la saliva tragada, a las frases silenciadas, al tabaco dicharachero. Crepitación. Noche que anuda dedos, bocas, gargantas.

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Abrir los brazos. Levantarlos. La cabeza hacia atrás. El pecho franco. Los ojos cerrados que miren al cielo. Abrazar a un dios que acaba de entrar en el Café de improviso con un halo de frío en la voz. Alzar los brazos. Celebración solitaria. Elevarlos para beber y ser bebido. Un momento único, antes de recoger sobre la mesa los pedazos del vaso roto o por el suelo los desperdicios de un deseo. Erguir el cuerpo. Los brazos. Haberlo dado todo por bailar una música que nadie escucha. El precio más alto que pueda pagar quien nada ha dejado atrás.

 *


Los números impares suelen ser más locuaces. Quieren que pase desapercibida su condición. Su soledad diluida en la camarilla que reclama al camarero una ronda gratis.  Aunque no todos. A quienes les gusta gustar se transforman en columnas adosadas a la pared maestra y miran con mirada adquirida en cines de sesión doble. No ven al que se acerca sino como una oportunidad de verse a sí mismos. Sueñan con convertirse un día en la persona que se proponga conquistarlos. Que se acerque con un espejo en el rostro. Amarán solo a quien los admire tanto como ellos se admiran.

 *


La tarjeta que se rasga tras la visita incómoda y al poco se descubre un posible interés y se rescata y se unen los pedazos con cinta adhesiva sin que aparezca el que contenía el número de teléfono, así las tardes en el Café. El jarrón que al desenvolverlo se golpea y agrieta y se disimula contra la pared, pero ya nunca lucirá las flores que presagiaba ni albergará el agua que les dé vida, así las noches en el Café. El libro que ha perdido sus cubiertas, muchas páginas y el índice, y no se sabe quién lo escribió.


sábado, 15 de noviembre de 2025



CÉSAR MARTÍN ORTIZ

A sus negras entrañas

Entre la dama y el guerrero, que apenas se conocían, se establecía una relación llena de equívocos. La muchacha dirigía sus pensamientos a nadie, en realidad: a la cara borrosa del hombre con el que bailó dos o tres piezas, que no se parecía en nada a la foto de uniforme que él le envió. La muchacha, a casi todos los efectos, escribía para sí misma párrafos llenos de sobrentendidos, alusiones enigmáticas e intrincados auntonálisis desprovistos de lógica casi completamente, como los que confiaría a un diario íntimo que pudiera caer bajo ojos extraños. El soldado no entendería nada en absoluto. Intentaría pergeñar de vez en cuando un par de cuartillas a base de narraciones torpes de la rutina cuartelera, que llegarían a la muchacha cubiertas de tachaduras por la censura militar. Ella tampoco entendería nada, salvo quizá la petición de una foto que el mozo le solicitaba para presumir ante sus compañeros de armas. De estas relaciones desprovistas de entendimiento mutuo surgían no pocos matrimonios duraderos.

(César Martín Ortiz, A sus negras entrañas, Ediciones del Baile del Sol, Tenerife, 2021. Págs. 139-140)

lunes, 20 de octubre de 2025

Helen Levitt y el significado


Las fotografías que la joven de veintitrés años Helen Levitt (1913-2009) empezó a disparar, mediada la década de los treinta, en las calles de los barrios pobres de su ciudad, Nueva York, y que siguió captando durante una década, han resultado uno de los regalos más emotivos del siglo XX entre tantas tragedias en blanco y negro como legó. Así las contemplo en la sala KBr de Mapfre donde se exponen. Las placas, que la autora ambienta en las calles más sórdidas y desamparadas de la vida no siempre fácil en la urbe entonces más poblada del planeta, son como un cuento fantástico donde magia y felicidad abrazaran las imágenes. Incluso la célebre, y magistral, fotografía que protagoniza el enfurruñamiento de la joven con una flor en la puerta de un edificio —Levitt ni ponía títulos ni las databa, cada instantánea es una tesela de un gigantesco mosaico denominado Nueva York— produce en quien la contempla una sensación de sosiego y, sobre todo, complacencia. Que la muchacha se haya enfadado significa que irradia vitalidad.  Porque nada que haya mirado Helen Levitt suele ya significar aquello que se ve delante.

La capacidad para transformar su trabajo de fotógrafa de calle en las zonas más humildes y desprotegidas, donde la vida transcurre entre aceras y descampados, en un inacabable cuento de hadas es prodigiosa. Y la clave se encuentra precisamente en la manera de significar. En los años treinta y cuarenta del siglo pasado existía en Estados Unidos y en Europa una densa escuela de fotógrafos documentalistas. Y el marco de posibilidades semánticas ya abarcaba al completo el caudal de lo fotografiado, desde la ironía hasta la denuncia, desde la crónica hasta la búsqueda de la identidad, desde la pureza geométrica hasta las impurezas urbanas. Hay una placa neoyorquina de Levitt que resume, casi literalmente, la singularidad con la que se inscribe en el género fotográfico que practica. En la imagen, una vía urbana, amplia, por cuya acera caminan cuatro niñas, de tres edades diferentes dentro de la infancia, que la fotógrafa capta de espaldas. Las cuatro niñas, vestidas y peinadas con humildad y cariño al mismo tiempo, miran hacia su izquierda, por donde fluye un opaco muro de piedra, largo y muy oscuro, capaz de obturar el mundo, sobre el que flotan, sin que se aprecie de dónde pueden haber salido, cinco insólitas pompas de jabón. Que de repente transforman todos los elementos pétreos de la estampa —muro, asfalto, baldosas, espaldas— en los ingredientes traslúcidos de un mágico cuento de hadas.

         El don de esta pieza es convertir en explícito lo que en el resto de la obra de Levitt se realiza de manera implícita. Las pompas de jabón están, camufladas en cualquier otro objeto o gesto, pero no se las ve. Aunque lo que se vea tampoco es lo que la imagen significa, porque el significado se ha fugado del lugar trascrito. Ya no está en aquello que se retrata, sino en lo que el retrato evoca sin mostrar. A este significado se le suele denominar poético. Y lo más extraordinario del caso Levitt es que, realizando una práctica formal de trabajo documentalista, fue percibido por quienes admiraban sus fotos como poesía. De hecho, acabaron siendo la obra de La Poeta de Nueva York


Y, además, desde el principio. El escritor norteamericano James Agee (1909-1955), que acompañó el crecimiento artístico de la fotógrafa, lo señaló con una clarividencia que aún pasma: «La tarea del artista no es convertir el mundo tal y como lo ve el ojo en un mundo de realidad estética, sino percibir la realidad estética contenida en el mundo real y registrar imperturbado y fiel el instante en el que ese movimiento de creatividad alcanza su cristalización más expresiva». Ahí donde dice creatividad, podía haber escrito perfectamente poesía. Porque además esboza una definición de lo poético de extraordinaria lucidez: no se trata de evocar un mundo aparte, sino de una cualidad que existe en el mundo real, que solo una mirada poética es capaz de captar, pero una vez captado, los demás no solo lo reconocen, sino que el descubrimiento les reconcilia con la realidad. Que es la virtud filosófica primordial de la obra gráfica de Helen Levitt: la belleza no está afuera, se lleva dentro, en la mirada, y alboroza. El poema no es el énfasis ni las reverberaciones, sino lo que se esconde detrás de los significados convencionales de cualquier realidad y aquello que este reconocimiento provoca. Ocultación que se descubre sin necesidad de ser ni concreta ni delimitada. Unas inverosímiles pompas de jabón.

Fotografías de Helen Levitt

martes, 14 de octubre de 2025



JULIO CÉSAR GALÁN
Nomadeo argelino


Vamos por algún lugar de las montañas de Aurés. Nos paramos y recuerdo (¿qué puedo darle al alma que se alimenta de las reminiscencias?). Queda comunicando la memoria. Entro dentro de aquella fotografía o entra la fotografía en mí. El caso es que aún vivo en lo que miré: aquel fuerte bizantino frente a la cordillera de Belezma. Las montaña levemente nevadas, el camino que se adentra —con sus secretos— en el bosque y los ojos que vuelven a esta tierra seca, a estas ruinas ¿circulares? ¿Soñamos un hombre y le daremos consistencia? ¿Nos dará alguien indicios sobre esta nueva apariencia nuestra?
 
Julio César Galán, Nomadeo argelino y otros exilios, 
Editora Regional de Extremadura, Badajoz, 2025. Página 158.

lunes, 6 de octubre de 2025

Paisajes Gu & Gu

Acudo a la Virreina a ver una exposición del fotógrafo italiano Guido Guidi (1941) alertado por mi amigo el fotógrafo Fernando Fuentes, devoto suyo, y descubro con admiración, al contemplar por primera vez en mi vida sus placas, que todo lo que he deseado saber de fotografía lo he aprendido en ellas.

Se titula la retrospectiva Da zero, no sé si es porque empieza desde sus primeras fotografías, cuando apenas tenía quince años. En todo caso, la titularía «Desde cero a cero», porque desde la pieza más antigua hasta la más reciente comparece sorprendentemente el mismo artista, íntegro, sin metamorfosis. Desde la adolescencia hasta la vejez, el mismo maestro de fotografía que dispara para no mostrar nada de lo que interesa a los fotógrafos. Es decir, no hace retratos (aunque a veces aparezca personas que miren a cámara), ni crónica (aunque las imágenes sean de un presente), ni paisajismo (aunque encuadre naturaleza), ni documenta, ni testimonia, ni protesta (aunque haya múltiples fotos de infraviviendas y barrios deprimidos). No hace absolutamente nada de lo que pretenden representar el resto de mortales con una cámara en las manos. Se le considera un vanguardista, sin embargo, solo veo composiciones figurativas, se diría que hasta convencionales si uno las mirase por encima, sin prestarles atención. Leo en algún sitio que «busca en el desamparo de la imagen un sentimiento resistente». Es una manera de decirlo.

A mí me da la impresión de que, desde la primera fotografía de la muestra, disparada a los quince años, trata de retratar el tiempo. A veces lo hace de manera explícita, como en las series. Hay una, captada en España, de una calle a la altura de un muro sobre el que un arbolillo dibuja su raquítica silueta, pasa una persona, pasa otra, se cruzan, la sombra de la cabeza del fotógrafo asoma en la parte inferior. No importan las personas, ni el muro, ni el fotógrafo, ni la situación, solo la sucesión anónima de instantes intrascendentes, que es el corazón del tiempo. En otra serie encuadra una ventana que deja pasar la luz y va fotografiando la misma imagen, diferente solo por el juego de luz y sombras en el transcurso del tiempo. Las piezas de lugares abandonados no ilustran el abandono, ni siquiera lo denuncian, solo reflejan el tiempo implicado en la imagen. Los comentarios a la exposición cuentan que se ganaba la vida haciendo reportajes urbanísticos para algún departamento universitario. Ni siquiera en estos encargos, donde aparecen bloques de viviendas, vecinos, automóviles aparcados, hay una mirada pragmática, ni siquiera una idea del presente sociológico. Son como las fotografías que haría una persona ciega que dirigiera el objetivo allí donde oye un sonido; por concretarlo, pero sin querer saber lo que concreta.

La visita me impacta tanto que he de parar un instante y mirar al blanco de la pared, mareado. ¿Qué secreto hay en estas fotografías de casi nada? Lo que escondan, que no se parece en absoluto a lo que pretenden los fotógrafos, es justo lo que busco desde mi adolescencia, y no solo en las fotos, sino en todo lo que hago, en todo cuanto escribo. Ni siquiera es el tiempo, sino el vacío que lo rodea. Tal vez sea, no sé, el «sentimiento» que se resiste a desaparecer cuando ya no está.

De su biografía, un dato me hace sonreír. Acude a diario a la Universidad de Venecia, y de esa época en la ciudad más fotogénica del planeta lega las vistas de un Véneto con fábricas abandonadas, almacenes revestidos de hojalata, hangares de ladrillo abandonados, caserones desvencijados, bloques suburbanos de pisos y aparcamientos enclavados, como todas las construcciones, en una extensión de arena dura, seca, árida. Desalmada. Que estremece contemplar. En Venecia.

Hay una instantánea que me llama la atención. A diferencia de los pintores, en cuyos autorretratos el rostro y la figura son los protagonistas únicos del lienzo, los fotógrafos suelen ocultarse en los suyos, cediendo el relieve de la placa al objetivo de su cámara. De quien la sostiene en las manos solo suele quedar, en la sombra, un escorzo. Tal vez porque ande sensible con este asunto, en la estela de mis Cien autorretratos poéticos, me estremece contemplar otro desconocido precedente de este libro: «Autorretrato, 1974», expuesto en una gelatina de la época. La fotografía es una instantánea de un contacto (de una fotografía disparada frente a un espejo) en el que se ha vertido una mancha de pintura blanca sobre el rostro de quien sostiene a la altura del ojo la réflex, lo único visible. Un autorretrato que invitaría a la reflexión sino estuviera incluido en una colección «de más de doscientas cincuenta fotografías» —como indica el folleto informativo alardeando también de imprecisión— que vierten una mancha de diversos colores sobre la realidad que, presumiblemente, reflejan. En todas las imágenes que veo una mancha invisible tapa la mirada reconocible a través de los géneros fotográficos para dejar, desnudo, solitario, desamparado el temblor de una mirada, la de Guido Guidi, cuyo significado cabal se resiste a aparecer. Quizá no lo necesite, porque ya está inoculada en el interior de quien observa sus fotos. Tal como el profesor Enrique Lista ha sabido ver en Alfred Stieglitz (1864-1946), el primer fotógrafo que reclamó el carácter plenamente artístico para su labor: «si las fotografías de nubes de Stieglitz son equivalentes de la mirada del artista... lo son en la medida en que compartamos la fe en esa equivalencia». La fe en los poemas visuales de Guidi.

Fotografías de fotografías de Guido Guidi

domingo, 14 de septiembre de 2025



MARTA ELOY CICHOCKA

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Daido Moriyama, lo insólito cotidiano



Antes de entrar en la sala de Foto Colectania no conocía a Daido Moriyama (1938). La historia de la fotografía es laberíntica y pocas cosas hay con tanto aliciente como perderse en sus corredores, por donde nunca transitan multitudes ni turistas. Unos cartelitos junto a las fotos de Moriyama recogen algunas de sus ideas sobre la fotografía, otras las expresa en el vídeo que se muestra. Sorprende oír a un fotógrafo decir que las fotos copian la realidad, no son arte, sino un sistema de copia útil para la percepción (otro de los asuntos que se dan por hechos, el que las personas perciben el mundo). Que disfruta viendo sus fotos en las camisetas que lucen los jóvenes. Que le encanta descubrir el misterio que se aloja en la cotidianidad. Según el canon fotográfico, sus piezas están llenas de errores. Imágenes desenfocadas, encuadres extraños, luz insuficiente. Es un fotógrafo callejero en el sentido literal de la palabra. Sale de casa con la cámara, en su ciudad o en cualquier ciudad, y toma fotografías de lo que ve. Mira y dispara. No importa lo que sea, ni las condiciones en las que esté. Solo hace fotos. No desarrolla temas, ni fragua series, ni busca su estilo. Y ante todo, no es un cronista, no narra ni cuenta nada. Su exposición se titula Un diario y eso es exactamente lo que pretende, escribir un dietario poético a través de las imágenes. Su empeño en la intrascendencia del acto de disparar la cámara, frente a la sublimación artística al uso. Estremece. Igual que la obsesión por vincular la fotografía a la vida cotidiana, en las ideas y las acciones, pero sobre todo en las fotos, un tratado sin final sobre la profunda ironía que encierra cualquier lugar y cualquier momento que una mirada sea capaz de captar. También resultan sorprendentes los libros de artista donde publica su singular escritura diarística. Sobre sus primeras fotos cuenta que no formaban ninguna serie, ni crónica, pero que le gustó reunirlas en un libro. Y el gesto de sus manos compone un libro invisible que emociona hojear. Se había formado en diseño gráfico y eso le ayudó a que aquel primer libro resultara el adecuado. Y creo que las múltiples ediciones de sus libros de fotografía muestran el mismo gusto admirable. Nada más entrar en la sala me siento ya un discípulo dispuesto a aprender la lección más difícil de la fotografía: saber mirar la vida cotidiana y descubrir lo insólito y lo significativo en aquello que de tan visto ni se mira al pasar. Moriyama, mi maestro en la fotografía de proximidad.

viernes, 1 de agosto de 2025



ANTONIO MÉNDEZ RUBIO 
Peor que pedir

 

Ed. Pre-Textos. Valencia, 2025. Página 86.

lunes, 14 de julio de 2025

Edward Weston y las fotógrafas



Pasear por las salas de la exposición «La materia de las formas» [KBr Mapfre, junio-agosto de 2025] es lo más parecido que conozco a sentarse en el suelo para escuchar las historias sobre la guerra de Troya que cuenta un tal Homero. Un tal Edward Weston (1886-1958) evoca en placas de cristal, con una impecable profundidad de campo y extraordinaria nitidez, la belleza que descubre en los lugares inhóspitos. Da lo mismo los miles de años que separan a uno de otro, en los albores de una disciplina artística siempre existe alguien que descubre la inmensidad de sus posibilidades, y en paralelo, las agota. Weston, como Homero o Velázquez, pertenece a esta estirpe de artistas. Cien años después de que tomara sus placas, bien de panorámicas, bien de primeros planos, el visitante de la exposición revisa mentalmente su propia colección de instantáneas y dudo que encuentre entre las suyas ni siquiera una que no la hubiera pensado ya el genial fotógrafo norteamericano.

         En 1948, cuando a Weston ya le era muy difícil hacer una fotografía como las había hecho desde el principio por el acoso del Parkinson, el cineasta Willard Van Dyke filmó una espléndida película, The photographer, donde a Weston se le ve muy serio, e incluso ausente, más una efigie representándose a sí mismo que un fotógrafo en activo tratando de descubrir el más allá de la realidad que tiene delante. Impresiona que en una época donde las cámaras hace décadas que viajan en el bolsillo, Weston siga cargando sobre su hombro, por sendas no siempre practicalbes, una enorme cámara de fuelle y de placas de cristal de gran formato. Con un trípode tan alto como él y una manta bajo cuya oscuridad poder enfocar. Su obsesión por la perfección fotográfica le mantuvo fiel a este tipo de cámara y al principio de Sheimplug.

La cinta de Van Dyke deja claro también el valor esencial que caracteriza la práctica de Weston y, por extensión, el arte fotográfico en general: el haber despojado la imagen de cualquier discurso —histórico o moral— ajeno a la ausencia de significado de la propia imagen. Ese fue su gran descubrimiento, igual que Homero despojó de grandeza y ejemplo moral a los grandes héroes épicos y los presentó con todas las menudencias del más ordinario carácter humano. Ambos definieron, desde sus respectivas iniciaciones, el marco conceptual del arte: la ausencia de discursos ajenos al hecho artístico en sí mismo. Me resulta curioso sentirme exaltado, como ante una proclama de vanguardia a principios del siglo XX, por esta revelación en una vieja película de los años cuarenta, en blanco y negro, con varias lagunas en su metraje, mientras alrededor continúa el empeño por encontrarle no solo sentido al arte, sino lo que es peor, funcionalidad. 

         No es el único paralelismo con Homero que me llama la atención. La Grecia clásica y su cultura son un gigantesco monumento exclusivamente masculino… para quien no haya leído la Ilíada, porque nadie ignora la importancia en la trama de una tal Helena de Troya y a muchos se les escapa que el núcleo narrativo esencial del cantar se encuentra en la disputa entre el rey dinástico, Agamenón, y el héroe guerrero, Aquiles, cuya enemistad estalla cuando el primero le arrebata de malos modos al súbito su sirvienta Briseida. El papel que las mujeres ejercen en la gran trama épica es, sencillamente, esencial; es decir, sin ellas no habría historia que contar. Algo parecido se podría afirmar del crecimiento artístico de Edward Weston. Sin el paso por su vida de tres mujeres fotógrafas difícilmente hubiera dejado de ser un magnífico fotógrafo convencional para convertirse en un genio del arte fotográfico. La primera, sin duda, fue Margrethe Mather (1886-1952). Se conocieron en 1913, ambos tenían 27 años, Weston era un fotógrafo del siglo XIX, excelente pictoralista, y Margrethe ya había abierto las puertas del siglo XX, olvidándose del preciosismo y atenta solo a las formas descarnadas que anidan dentro de las formas. Curiosamente, el camino de Weston cuando se conocieron dio un giro copernicano para crecer en el que había emprendido Mather.

         En la década siguiente, en 1921, se enamora de una actriz que la historia de la fotografía reconoce hoy con los honores más elevados: Tina Modotti (1896-1942). Como fotógrafa, Tina aprendió la práctica siendo modelo de su amante, pero su genio se desarrolló sobre todo en Méjico, donde se instaló tras un viaje circunstancial que se alargó una década. Lugar hacia donde arrastró a Edward, que vivió años feraces de crecimiento artístico en los que el influjo sobre Tina fue evidente al principio, pero el aprendizaje de esta fue tan fulgurante y empático con la realidad mexicana que acabó por transformar también la mirada de su maestro.

         Y aún hubo otra fotógrafa en la vida de Weston que le descubrió nuevas perspectivas. En 1928 conoció a la joven fotógrafa alemana Sonia Noskowiak (1900-1975), y poco después se fueron a vivir juntos. Sonia, que disfrutaba fotografiando conchas en la costa californiana, había viajado a América con un bagaje visual europeo innovador, el que habían desarrollado durante los años 20 los fotógrafos de la Neuen Sachlichkeit (Nueva Objetividad) y su propósito, anti-expresionista, de regresar a la simplicidad de las formas objetuales, captadas con precisión, orden y sobriedad. Para ello estimularon el uso de los primeros planos, útiles para mostrar detalles y texturas del modo más objetivo. Técnica que absorbió al instante Weston y se convirtió en un maestro del género, como demuestra su seriación de «Pimientos» y otras verduras. Y también de conchas marinas, como Sonia. Por cierto, ¿quién puede desmentir que el acierto del ciego Homero no fuera hilar una con otra todas las historias que le habían contado a lo largo de la vida sus amantes? 

martes, 8 de julio de 2025

El fotógrafo delante de la cámara: Lee Friedlander


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Resulta común empezar el retrato del fotógrafo norteamericano Lee Friedlander (1934) mencionando la abrumadora dimensión de su obra: la treintena de gruesos volúmenes publicados, las múltiples exposiciones y los miles de imágenes que ha legado desde que empezara a ganarse la vida con una cámara a los catorce años.  La idea que suscita, sin embargo, no es, en absoluto, la de un fotógrafo hiperactivo. La colección completa de sus placas se debe de parecer mucho a la memoria de cualquier persona inquieta por cuanto le rodea. La única diferencia es que los recuerdos de Friedlander se pueden consultar impresos en blanco y negro: «Tiendo a fotografiar —dijo— las cosas que se encuentran frente a mi cámara». Es decir, lo que cualquier persona sencillamente ve, en el acto espontáneo y casual de la mirada. Aunque no es tan sencillo como eso —cualquiera de sus piezas, que parecen casuales, oculta una composición formal de gran complejidad—, la impresión que recibe el visitante de una exposición de Friedlander es que las fotos que ve han mirado el mundo por él.

         Se observa, sin demasiado esfuerzo, la ascendencia que tuvo en su trabajo Saul Leiter, once años mayor, aunque en el mismo proceso saltan a la vista las diferencias. Los mismos juegos de reflejos y de distanciamientos que en Leiter se acendran en imágenes intensamente poéticas, en Friedlander muestran una imaginación decididamente narrativa, que va desde la ironía hasta la crónica, y desde el apunte descriptivo hasta la explosión emocional. Como la obra de un novelista que hubiera partido de la influencia del poeta más puro.

         Tampoco resulta excesiva para el visitante de imágenes el excesivo número de las disparadas por Friedlander por otra razón. Su obsesión por trabajar formando series evita el efecto caótico de la abundancia. Su obra está perfectamente ordenada gracias a sus motivos recurrentes y a la generosidad de planteamientos al tratarlos. Las series que ha desarrollado en el curso de las décadas también son abundantes, desaparecen y resurgen con el paso de las décadas, y entre todas quiero destacar una que, en este momento, despierta especialmente mi curiosidad. Es frecuente que los fotógrafos deslicen, de vez en cuando, un autorretrato. Suelen ser obras maestras por lo alambicado de su composición, donde el objetivo de la cámara suele apuntar hacia sí mismo guiado por la mirada que se está observando sin conseguir verse, porque habitualmente el ojo que apunta queda oculto por el mecanismo que trata de detener el instante. Obras únicas y complejas, el autorretrato fotográfico acostumbra a ser una especie de arrepentimiento de quien ha caído en la tentación: la prohibida propiedad reflexiva de la imagen fotográfica. Regla que sirve para cualquier integrante de la historia de la fotografía, menos para Friedlander, que ha dejado, aquí y allá, multitud de autorretratos. Yo mismo no encontraría ningún problema, por ejemplo, para acompañar una ideal edición de mis Cien autorretratos ilustrada con los suyos. Es más, tendría ampliamente dónde elegir.

         Si el autorretrato clásico de fotógrafo suele serlo de su cámara, en primer plano, y de un yo que tiende más a la ocultación que a la exhibición —al contrario del embeleso en el yo del autorretrato pictórico—, los de Friedlander son una suerte de anti-autorretratos. Desalojados de ensimismamiento y pretensiones conceptuales, igualan sujeto y objeto en un mismo propósito: la narración de la calderilla de lo cotidiano. Una forma de decirse a sí mismo: mira que yo tan impuro soy, no desentono con las legañas del presente cuando se muestra sin haberlo acicalado previamente. De hecho, en algunos autorretratos frente al espejo aparece el fotógrafo con gesto de recién levantado, sin vestir y sin peinar. Igual que la realidad que tratará de reflejar en cuanto salga a la calle con la Leica.

         La primera característica de los autorretratos Lee Friedlander es, ya se ha mencionado, la abundancia. Y en coherencia, la segunda es la armonía con la que aparecen, perfectamente integrados, dentro de las series en las que esté trabajando en cada momento. Es decir, el yo se concibe también como una de las tantísimas «cosas» que están «frente a [la] cámara», y no solo detrás de ella. Para Friedlander, el fotógrafo no es un demiurgo, sino su opuesto, forma parte activa de la espontaneidad y del acaso en el que transcurre lo real. Al concebirse también como materia visible ante su propia cámara, y no solo como sujeto-creador, resulta del todo coherente —y en absoluto un ejercicio narcisista— que aparezca con tanta naturalidad y frecuencia dentro de las imágenes que capta.

         La tercera característica, ligada a la anterior, es, obviamente la variedad de formas en las que se autorretrata. Aparece como sombra, entera o fragmentada; como reflejo, incorporado a lo que retrate al otro lado del cristal; enmascarado; frente a un espejo, con frecuencia desnudo, sin arreglar o encamado; en el fuera de campo de un retrovisor; en primer plano o en una esquina del plano; detrás de una bombilla encendida o al volante de un coche; en fotos familiares y selfis (antes del concepto actual del selfi), solo, con su mujer o con sus hijos, posando o improvisando gestos teatrales; matizado por la sombra de la cámara o sencillamente expuesto frente al objetivo como evidencia de los estragos de la edad.

Es tal la variedad de autorretratos existente que exige al lector de sus fotografías una comprensión menos descriptiva y más esencial. Esta sería la cuarta característica del dispar conjunto. En múltiples autorretratos, como ya se ha apuntado, el yo se incorpora en plano de igualdad —no como creador, sino como personaje— a la narración de la imagen captada, sea mediante sombras, reflejos o figuras. Existe una fotografía que resulta emblemática de esta categoría: «Cañón de Chelly, Arizona», de 1983. Aquel año Friedlander se encontraba fotografiando el desierto y en cierto momento se detiene sobre un rectángulo de arena pedregosa y matorral bajo, encuadra en él su sombra —dibujada con un fuerte contraste por un sol posiblemente avasallador—, sitúa el círculo de su cabeza en el centro de una mata reseca, algunas piedras formando parte de su constitución, y dispara. El resultado sorprende: el paisaje desértico contribuye a perfilar los detalles profundamente irónicos —melena hirsuta y diversos abscesos repartidos por la piel— del yo.

         En otras piezas se observa el proceso inverso, es el yo quien incorpora la narración a un autorretrato de corte clásico. La placa más significativa de esta función quizá sea la titulada «Clínica Cleveland, Cleveland», de 2011, donde aparece en un plano medio el fotógrafo, con setenta y siete años, reincorporándose con dificultad de la posición de acostado en una cama hospitalaria, ojos entrecerrados y cuerpo desnudo, pero ocupado completamente por apósitos, cables de monitorización y electrodos. Una placa donde destaca el indudable protagonismo de un yo, pero no por sí mismo, sino por el padecimiento de la enfermedad.

         Junto a estas dos categorías —como personaje o como protagonista de una narración—, existen otros autorretratos que despiertan en la mirada de quien los contempla una estela poética. Son quizá aquellas placas donde se evoca a Saul Leiter con mayor claridad. Algunas traslucen una voluntad, incluso, metapoética, como la foto «Oregon», de 1997, con el disparador en la mano, la luz frontal y la sombra de la cámara, sobre el trípode, inscrita en el rostro. Aunque el más excelso autorretrato poético que realizó sin duda es «Maria. Las Vegas. Nevada» de 1970. En una habitación, junto a la cama deshecha, consigue fundir en una única imagen tres imágenes diferentes: el potente reflejo de la luz que cuela una ventana cuadrada, el cuerpo desnudo de Maria, su mujer y protagonista de múltiples retratos, y su propia sombra de fotógrafo con la cámara alzada a la altura de los ojos.

         Suele considerarse a Lee Friedlander como un artista innovador. Pero algunas novedades que se le atribuyen las comparte con muchos fotógrafos estadounidenses coetáneos de los años 60, una época cuyo principal propósito era derribar muros en el crecimiento del arte, también del fotográfico. La observación atenta de los autorretratos, sin embargo, ofrece una visión en la que Friedlander muestra una concepción que se adelanta a su tiempo. Este conjunto fue publicado, bajo el título Self Portrait, en 1970, en edición del autor, luego fue ampliado en 1998 y en 2005 se reeditó con el diseño de la primera edición. A diferencia de los autorretratos pictóricos, incluidos los de aquellos artistas que se pintaron a sí mismos en multitud de ocasiones, no se trata de una reunión de obras individuales. Si se toma como ejemplo la cincuentena de autorretratos de Rembrandt o la treintena de Van Gogh, enseguida se concluye que no forman conceptualmente ninguna unidad. Cada obra brilla en su singularidad. Juntas pueden sugerir algún rasgo de la personalidad del artista, pero no una idea artística diferente. Los cientos de autorretratos de Friedlander, sin embargo, no son una recopilación de fotografías dispersas, sino que forman un único conjunto que los articula y cuyo significado común demuestra el empeño de la autoedición de 1970. Forman, para su autor, una serie. Es decir, se presentan como un significado que trasciende las características individuales de cada pieza, cuyo valor lo adquiere por su relación con el conjunto, igual que los episodios transmiten solo fracciones del significado de una serie fílmica.

         Ahora bien, la seriación en un género artístico tan sensible al significado como es el autorretrato (tanto el pictórico como el fotográfico, ambos artísticos, y cabría añadir también el literario) es un rasgo del arte contemporáneo. El gérmen tal vez tenga su origen en Gerhard Richter (1932), cuya serie de 100 Selbstbildnisse fue desarrollada entre septiembre y octubre de 1993, pero solo expuesta y publicada en 2018. Otros artistas más jóvenes, en España, han mostrado un interés similar en épocas recientes, como Fernando Martín Godoy (1975) y su espléndida seriación de autorretratos en «Black Mirror Self-Portaits» (2018-2021), o la serie «Rostros», con sus vertientes gráfica y poética, en la que trabaja el artista Juan Manuel Uría (1976). A toda esta inquietud contemporánea por seriar la imagen de sí mismo del artista le precede la edición pionera de Self Portrait, que reúne los autorretratos de Friedlander disparados durante los años 60.

         La seriación del autorretrato inicia el camino de regreso del yo que anhelaba, en el autorretrato, su auto-comprensión. La seriación indaga el sentido opuesto, el de la incomprensión, la descomposición y, al cabo, el vacío del yo contemporáneo y su mutación en multiplicidad de fragmentos. Esta tal vez sea la innovación visionaria más importante de un fotógrafo estadounidense —nacido en Aberdeen, Washington en 1934— que parecía un cronista y resultó enmascarar un filósofo existencial en la abrumadora cantidad de imágenes de la memoria de sus lectores que les ha restituido. Incluidas también las que paulatinamente descomponen el yo de quien admira las fotografías de Lee Friedlander.

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Una vez concluido el ensayo-polaroid sobre los autorretratos de Lee Friedlander, de paseo por una céntrica avenida de la ciudad asisto a una escena, por otra parte, harto habitual. Contemplo con indiferencia una pareja de jóvenes sentada en la mesa de una terraza, sonriente más por lo feliz que se ven los dos al estar juntos que por lo que en ese momento se estén contando. La muchacha, en un gesto repentino y casi automático, toma el móvil, estira el brazo, encuadra su jovialidad y dispara. El hecho ofrece una respuesta inmediata cuya pregunta surge diáfana en el pensamiento: ¿Para qué se fotografía uno a sí mismo?

         Recurrir al señuelo de la permanencia parece casi obligado frente a la conciencia de la finitud, y no solo del tiempo de cada cual, sino, y quizá más decisivo, de la felicidad que le toque en suerte. Más que un espejo, la fotografía se convierte así en el espejismo por excelencia. Quizá también en su tortura, ante la imposibilidad tantas veces de reproducir, tiempo después, aquello que se fotografió, sea la lozanía física o el instante prodigioso. Ahora bien, la fotografía, en sí misma, resulta ajena a esta conceptualización como espejismo de la permanencia o como condena de la finitud. Eso es lo que subraya la obsesión por los autorretratos de Friedlander. El error de la respuesta obvia está en que no es tal. La permanencia que ofrece el hecho fotográfico no puede localizarse en el porvenir, ni siquiera como espejo de un pasado. No resulta convincente otorgar a una simple imagen, siempre circunstancial, un valor metafísico.

La respuesta de la fotografía, cuya historia técnica no solo la ha acercado al instante, sino que lo ha superado siendo más rápida que el ojo que la guía, solo se concibe anclada en el presente. ¿Para qué nos fotografiamos? No para salvar el momento, sino para celebrar su existencia. Esta es la respuesta de Friedlander. La función de la imagen fotográfica no es prestigiar un instante (de particular felicidad, por ejemplo) frente a cualquier otro, sino solo mostrar que ocurría. En los múltiples autorretratos donde aparece en un interior doméstico, semidesnudo o con ropas de andar por casa, siempre despeinado, incluso ojeroso, ofrece una respuesta rotunda a la preocupación por la finitud: la esencia de la fotografía no es producir un ente estático ni una trascendencia propensa a la melancolía, sino solo revelar un presente: su intrínseca resistencia a lo que desaparece y la sustancial intrascendencia. Su certificación, en suma, de que cuánto se ha perdido —este sentido aparece conforme el joven fotógrafo se convierte en un fotógrafo maduro y luego, incluso, anciano— es lo que sostiene y da sentido a lo que aún permanece, al contrario de lo que ocurre con la fotografía del momento feliz, cuya obvia desaparición niega todo sentido posterior. La vida que muestra la fotografía en la que Lee Friedlander cree no es un collar de perlas, sino la soga que cada día más deshilada sujeta el ser a la existencia mientras la cámara lo capte.

Y su verdad está en mostrar no lo que fue, sino lo que sigue siendo, tal como es sujetado, en cualquier instante, a ese instante. En ello reside la hermosa parábola del paso del tiempo que siempre emociona leer en las fotografías. En especial en las del fotógrafo que decidió tomarse a sí mismo como escritura.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Las tomas con pincel de José Guerrero



En algún momento la pintura cayó en la cuenta de que su futuro había sido suplantado por la fotografía y de modo abrupto, por salirse de aquella competencia, descubrió su conmoción. Existe, de hecho, un recorrido paralelo y diverso entre ambas disciplinas artísticas, y en el presente, en apariencia póstumo de los trazados históricos, resulta entretenido jugar con él.  Es lo que hace José Guerrero (1979). Empieza intuyendo muy pronto que el futuro de la fotografía se encuentra en la pintura. Se apropia, al principio, de sus temas, y empieza a captar imágenes que los recreen. La serie «Efímeros» (2003-2006) es un acercamiento a la pintura a través de sus intereses: recupera su clasicismo en encuadres, texturas, simetrías… signos comprometidos con una idea temática siempre superior a la propia imagen, tal como operaba la pintura figurativa. Con 24 años José Guerrero ya ha asumido en la mirada varios siglos de contemplación artística, que no producen citas, sino interesantes interpretaciones. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Efímeros»

La velocidad del fotógrafo es fulgurante. Propia de su generación. El siguiente paso simplifica la lenta evolución pictórica hacia una estilización significativa. Guerrero abandona el fulgor del relato en favor de una poética extenuada, casi minimalista, aunque conserve siempre, como identidad, un rasguño narrativo; por ejemplo, una casucha en mitad de la nada. Encuentra esta consunción en la fotografía de las grandes llanuras, tanto en Norteamérica como en La Mancha. El tratamiento pictórico se agudiza en el revelado y en la impresión. En los paisajes esteparios, casi hopperianos, compiten grandeza e inanidad, ambas intrínsecas a la imagen. Las fotografías en esta época (2009-2012) parecen realizadas por un pincel. Por poner un ejemplo, la espléndida toma «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah», de 2011, podría formar parte de la deshumanización pictórica del siglo XX. El fotógrafo tenía 32 años. 

Encuadre fragmentario sobre «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah» de José Guerrero

Los inmensos páramos en otra época histórica hubieran llenado una vida entera dedicada a la fotografía.  Cuatro años más tarde José Guerrero ha consumado un ciclo de aproximación pictórica e inicia otro que ya no busca el modelo, sino que lo impone. Se podría afirmar que materia esencial de su experiencia fotográfica, y de la fotografía como expresión, es la luz. También de la pintura, aunque en su historia ha sabido contrarrestarla e incluso reducirla hasta casi su ausencia. Es el capítulo que le faltaba experimentar a la fotografía. Y surge, cada vez más cerca del trabajo realizado con la mano y el pulso, la serie «Carrara» (2016), que amplía en otras series de contemplación arqueológica. La colección de inéditas imágenes de la cantera italiana sobrecoge, su autor consigue transformar la blancura del mármol en… oscuridad. Unas placas impresionantes que parecen dibujadas con los dedos impregnados de grafito y de carboncillo. Fotografías tomadas en ausencia de la luz. Una cinta cinematográfica proporciona movimiento a esta manifestación de la imagen in absentia. Su título es Roma 3 Variazioni  (2017). Un túnel excavado en la roca, la suciedad del agua y la visión invertida muestran su incapacidad de mostrar. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Carrara»

El punto de recreación pictórica parece haber alcanzado su altura más sublime con las series oscuras. Pero cuando Guerrero regresa a la luz, con la serie «Brechas», iniciada en 2020 y aún en curso, el objeto de la fotografía ha cambiado radicalmente. Ya no es la visión, tampoco la mirada, sino la feroz batalla que ésta sostiene con su ceguera ante grietas, rendijas, resquicios, un mínimo perímetro de aberturas que simbolizan solo lo que no es posible ver. Parece esta serie un regreso al discurso de la fotografía después de haberse nutrido durante años con los recorridos históricos de la pintura, pero su función no es más un interregno. Y como tal, también con raíces pictóricas. Aquel cubismo que precisamente conmovió la imagen figurativa cuando la amenaza fotográfica no era ya solo una imposibilidad de futuro. Y esa parece ser su función también en la peripecia discursiva del fotógrafo: la propia feracidad de la fotografía es la más seria amenaza para su porvenir.

Fotografías pertenecientes a la serie «Brechas»

Y del mismo modo que el cubismo abre las puertas a una historia diferente de las artes plásticas, las «Brechas» prologan el enunciado de lo que continuaba siendo la intuición más persistente en la obra de José Guerrero: el futuro de la fotografía es la pintura.  A partir de los viajes a Méjico en 2017 y 2018, emerge una nueva serie titulada «BRG» en honor al arquitecto Luis Barragán (1902-1988), cuya casa es el detonante de la nueva aventura cromática. El estallido de color, sombras y perspectivas es deslumbrante, en sentido literal, ciega la percepción de la realidad, que la fotografía con tanto ahínco ampara, y la sustituye por tonalidades, geometrías, matices e incluso tintes y pigmentos. Pintura en estado puro. Bellísima y seductora. Un colorido que absorbe y abstrae. Una fiesta donde únicamente los sentidos piensan. Otra de las características que sorprende en José Guerrero es que cada conquista estilística de su cámara, en su perpetuo jugar con la historia de la pintura, se contempla como una culminación. Mejor, como la culminación. 

Fotografías pertenecientes a la serie «BRG»

Que el fotógrafo recorre su biografía artística con paralelismos constantes con la historia de la pintura podría parecer una idea trasnochada de este cronista, pero las obras más recientes de José Guerrero se empeñan en darle la razón. Había empezado esta crónica mencionando la conmoción vanguardista que sacudió el arte de los pinceles cuando la pintura decidió no competir con la fotografía, cada vez más perfeccionada, por la representación figurativa. Una fotografía que emule la pintura no logrará sus fines sin apartarse de la figuración. Es lo que Guerrero hace en las series «Brechas» y «BRG». Pero tampoco lo conseguirá sin una conmoción en su esencia. La serie iniciada en 2024, con el título «GFK» es la expresión más diáfana de esta convulsión. Construye la imagen, en este caso por entero fotográfica, a partir de «errores arbitrarios en la codificación del archivo digital en el momento de la toma» (he copiado el texto de la hoja de sala, porque no sé explicarlo mejor).

         En 2024 José Guerrero ha cumplido 45 años. O dos décadas de investigación fotográfica. ¿Ha llegado a un final? Le quedan por delante por lo menos dos o tres décadas más de trabajo fotográfico. ¿Cuál será el siguiente paso? Todos los estadios por los que ha transcurrido su intensa trayectoria —la identidad temática, la estilización poética, la ausencia de luz, la obturación cubista, la geometría colorista, el expresionismo digital— parecían, en su momento, puntos finales, conclusiones, culminaciones.  Cuando en realidad han sido siempre prólogos para el siguiente apogeo. ¿Qué seguirá al nihilismo de «GFK»? ¿Tal vez una nueva rehumanización de la fotografía? Ojalá: es lo que el arte fotográfico espera que emprenda alguien con talento.

Fotografía perteneciente a la serie «GFK»

viernes, 2 de mayo de 2025



ANNE CARSON
Albertine. Rutina de ejercicios





Ed. Vaso Roto, colección Umbrales, Barcelona, 2015. Traducción de Jorge Esquinca.

jueves, 24 de abril de 2025

Latif Al-Ani: el fotógrafo ante un sueño


En La belleza invisible de Irak (2022), una película sobre la figura de Latif Al-Ani (1932-2021), se le ve, octogenario, asomado a la ventanilla del metro aéreo de Chicago. Al comprobar la extremada altura de los rascacielos y la enormidad de sus aparcamientos de vehículos susurra para sí mismo: «Así podría haber sido Bagdad». Entre todas las funciones obvias que desarrolla la fotografía documental, en la que el iraquí es una referencia obligada, también se encuentran otras menos convencionales, que quizá no existieran en el momento de disparar la cámara, pero que el tiempo ha convertido en el argumento principal de la contemplación, como la de documentar lo que no ha ocurrido, el sueño perdido de las imágenes.

         Las piezas que muestra la exposición Bagdad, un lugar moderno (1958-1978) [La Virreina, Centre de la Imatge. Barcelona, mayo de 2022], procedentes del fondo de la Fundación para la Imagen Árabe de Beirut, se centran en la década de los sesenta. El fotógrafo está en su treintena y la cámara es el instrumento que elige para descubrir la textura de su país. De Irak. Recorre Bagdad, sus barrios, los antiguos y los modernos, los alrededores, las zonas arqueológicas, las cuencas de los dos ríos míticos, el Tigris y el Éufrates, las poblaciones interiores, el desierto. Lo que encuentra en esta década es un territorio en transformación. Nuevas construcciones, un urbanismo diferente organizado alrededor del tráfico rodado, fenómenos desconocidos —como el turismo— e incluso vestimentitas inusitadas frente a las callejas intrincadas, los restos de antiguos palacios, los edificios decrépitos con antiquísimos balcones y las oscuras chilabas. Cuando se produce una metamorfosis tan radical parece obligado cultivar el espíritu crítico, es decir, tomar partido en contra de uno de los dos mundos que se enfrentan: o el antiguo, por decadente; o el moderno, por ajeno. La magia de la mirada de Latif Al-Ani arraiga en esta ausencia partidista. Hay tanta pasión al retratar las calles estrechas y encharcadas, caóticas siempre, como al buscar perspectiva frente a las novedosas rotondas, los aparcamientos de automóviles y la arquitectura racionalista. No por carencia de una idea propia frente a lo que ocurre, sino todo lo contrario, por dotar de mayor profundidad a la idea que se intuye. A este maestro de la fotografía documental no le interesa tanto el juicio de la época, de eso ya se encargarán otros, como captar la esencia del cambio del que es testigo. Y aquella transformación era, al cabo de las décadas se comprueba, el auténtico argumento de su obra. Cualquier postura militante, a favor o en contra de algo, hoy resultaría trivial frente a la emoción que provocan estas imágenes que no desprecian nada.

         Las posiciones militantes, o quizá sea mejor decir militares, llegaron a su país a continuación. En la sucesión de las fotografías expuestas pesan imágenes que no están en las paredes, y que Latif Al-Ani tampoco pudo hacer porque no le dejaron, de las dictaduras, las guerras, los atentados suicidas, las devastaciones constantes a las que se ha visto sometido en las décadas posteriores el sueño del país que amanecía cuando él, con la cámara al hombro, lo recorría. Un sueño de lo que podría haber sido Bagdad que está en el germen de cada una de sus fotografías, pero que ya se ha perdido por completo en la realidad. Y esta infrecuente dimensión candorosa de lo documental, que suele situarse en el polo opuesto, es decir, en la constatación de la pesadilla, vale la pena subrayarla.

         Latif Al-Ani muestra el sueño de su país con una ingenuidad y una devoción que admira contemplar. Cada placa contiene una brevísima epifanía. El fotógrafo percibe el desgarro profundo que ocurre en la realidad ante el objetivo de su cámara entre una sociedad tradicional y una modernización de las costumbres. Su papel, ya se ha advertido, no quiso ser el de fomentar las diferencias, sino el contrario: dar cauce a la armonía con la que sus ojos contemplaban la metamorfosis.  Y en esta cualidad radica la epifanía de la mayor parte de sus inquietantes fotografías, donde conviven edificios de arquitectura moderna con personas ataviadas al modo tradicional, ruinas arqueológicas con turistas norteamericanos, edificios antiguos alineados con perspectiva racionalista. No quiere hacer, en imágenes, la crónica de un suceso, sino narrar el relato profundo de un pueblo que se renueva. Esta epifanía es, claro, el sueño quebrado de Irak. Y para quien admire estas fotografías, una de las lecciones de historia más impactantes y sobrecogedoras que se puede recibir, pese a la ausencia total de cualquier violencia de ningún tipo. 

         Hay una fotografía que me ha llamado especialmente la atención. Su descripción la titula: «Turista europea con un pastor, en el camino hacia el sur», 1962.  Un rebaño de ovejas avanza por el arcén de una carretera asfaltada. Ocurre en un paisaje propio del desierto, bajo una conducción eléctrica que se pierde en el horizonte. Encabeza el rebaño un pastor con chilaba blanca sobre la que viste una americana convencional de color claro y en la cabeza lleva una kefia en forma de turbante. En un lateral del rebaño, la turista del título, con gafas de sol, cigarrillo en la mano y abrigo de piel contempla risueña, como encantada, la escena. Me ha recordado esta imagen un poema de José Manuel Benítez Ariza titulado «La primera», en referencia a la primera oveja que sale de un redil guiando el camino del rebaño frente a la carretera, donde —dicen los versos— «Nosotros, desde el coche detenido / al paso del rebaño, más que verlo pasar, lo entresoñamos». Ambas obras, fotografía y poema, resuelven la misma circunstancia —el avanzar de un rebaño que detiene las rutinas del tiempo y ensimisma a quien lo ve— con idéntica metáfora: la de las breves epifanías que liberan, por unos instantes, al sujeto de sí mismo y lo sumen en una sensación de profunda armonía con el espacio. Como hacen los buenos poemas, como se experimenta ante las fotografías ejemplares. Entresueño que Latif Al-Ani ha documentado con las imágenes del país que no llegó a ser. 

«Turista europea con un pastor, en el camino hacia el sur», 1962.

miércoles, 16 de abril de 2025



ISMAEL CABEZAS
Un poema inédito



FOTOGRAFÍAS


Estamos en la cocina todos juntos

mientras cae en gris cualquier tarde de febrero,

y he encontrado por azar una fotografía de mí

a mis bien cumplidos cincuenta y cinco años

y te he preguntado, madre, si la querías,

y asintiendo has sacado de tu cartera,

donde guardas viejas fotos de ella

y algunas de ti, bastante más joven,

una pequeña fotografía en blanco y negro

de cuando yo tenía unos seis años,

y las has colocado juntas en la mesa,

el niño que fui y el hombre que soy.

Y, madre, tan sólo te pido tu perdón,

aliento para sofocar esta culpa

que roe sin descanso el corazón

desde hace tantísimos años, perdón,

madre, porque solo no puedo,

solo no podré por más años que viva.


11/2/2025