jueves, 3 de abril de 2025
martes, 25 de marzo de 2025
Manel Esclusa, entre imágenes oblicuas
Sin considerarme propenso a
consignar en este diario arrebatos, hay ocasiones en las que resulta necesario
empezar por un alarido de entusiasmo ante las muestras que mi ciudad está
reivindicando este mes de marzo de 2025 como proas de la vanguardia artística.
Quien se pasee por sus salas de exposición puede disfrutar de las fotografías
enigmáticas de los años cincuenta de Ramón Masats, de los collages y poemas
visuales de los sesenta de Josep Iglesias del Marquet, la reprogramación de las
exposiciones con las que inauguraron sus carreras artísticas Fina Miralles, Eva
Lootz y Susana Solano a finales de los setenta. Y ahora, como guinda de la
renovación, las fotografías de la Barcelona que Manel Esclusa (1952) imaginó en
1988. Y no soy, en absoluto, irónico. Estas cuatro exposiciones retrospectivas presentan
la expresión más audaz del arte del presente que se puede contemplar en mi
ciudad.
Ya
lanzado a la piscina de lo emocional, es difícil no seguir nadando y confesar
que la exposición Barcelona, ciudad
imaginada, inaugurada el 18 de mayo de 1988 en el Palau de la Virreina,
junto a las Ramblas, y reprogramada treinta y siete años más tarde en el remozado
Archivo Fotográfico, a partir de este 21 de marzo, ha resucitado en mí el amor
que sentí, en mi juventud, por mi ciudad. Hoy es difícil escapar a una imagen
de Barcelona reducida a un cúmulo de lugares tópicos cuya única función es la
decorativa. Mucho antes de que los turistas consumaran la transformación de
urbe en muestrario, Esclusa le da la vuelta al epicentrismo barcelonés y plantea
contemplar una ciudad trasformada desde su periferia. Es el primer acierto de
su crónica fotográfica, un recorrido con paradas inéditas en la imaginación
barcelonesa. Vale la pena enumerarlas:
Moll de la Fusta, la Torre de las Aguas, el parque de la España Industrial, la Diagonal;
los jardines de Vil·la Cecília, el parque de la Creueta del Coll, el Velódromo,
la Vía Julia, el puente de Bac de Roda, el parque del Clot. Con dieciocho años,
esta era exactamente la ciudad por donde transcurría mi vida.
Asistir a la transformación de Barcelona en 1988 a partir de sus extremos, este
es uno de los propósitos del proyecto de Manel Esclusa, al que añade una visión
transfigurada de los espacios que
retrata. La suya es una mirada que, entonces, se denominaba «experimental»,
cuyo significado solo indica que se aborrece la imagen realista y la crónica de
costumbres. Esclusa domina la distorsión del objetivo, el uso de filtros y otras
imperfecciones, a las que suma el dinamismo caótico de los encuadres, las
perspectivas anómalas, las iluminaciones aberrantes, el predominio de la
fotografía nocturna y cuantas expresiones defectuosas dinamitaran la
contemplación costumbrista de los espacios que enfocaba y, a veces, a
propósito, desenfocaba.
A mis dieciocho años —qué
curiosas resultan las ideas— abominaba de esa imagen experimental de la realidad. La relacionaba con la generación
anterior a la mía, cuyas manifestaciones características —culturalismo,
vanguardismo, experimentalismo…— solo me parecían huidas huecas e
insustanciales de la visión auténtica de lo real, que era la única que me
interesaba descubrir entonces. En 1988, la exposición que ahora contemplo de
Manel Esclusa me hubiera parecido un auténtico espanto. En 2025, ahíto de
imágenes, no solo disfruto de una mirada que se evade del compromiso con lo que
existe, sino que descubro cómo odiándolo, sin ser consciente, aprendía con él a
desconfiar no de lo imaginario, sino de sus referentes. Hoy me siento más cerca
de aquella Barcelona imaginada por Esclusa desde la distorsión y el delirio
creativo que de las obviedades que se llevan turistas y visitantes guardadas en
sus respectivos móviles.
Si tuviera que señalar dónde veo
más realidad, si en una reproducción literal, por ejemplo, del retórico puente
de Bac de Roda o en las placas con las que Esclusa lo muestra sesgado, fugaz y
oblicuo, creo que no dudaría en colgar en un lugar privilegiado cualquiera de
sus fotografías. Y no es únicamente una cuestión de gusto, sino de memoria. Inaugurado
cuando yo apenas tenía diecisiete años, época en la que realizó Esclusa su
reportaje, recuerdo que una tarde fui con un grupo de amigos a ver, por primera
vez, el nuevo puente de Calatrava. Lo cruzamos desde la Sagrera hacia la
Verneda. Por debajo no había un río, sino el brillo metálico de las vías del
tren en mitad de un auténtico museo de la basura. En la Perona, a la izquierda,
aún quedaban unas cuantas chabolas cuya impresión todavía recuerdo. De vuelta,
ya anochecía. Las imágenes que han quedado en mi memoria de aquel regreso,
caminando por la pasarela bajo la doble lira gigante y tan blanca, se parecen,
con una exactitud que me asombra, a las inquietantes instantáneas
experimentales que veo en la exposición de Manel Esclusa. De quien ahora podría
afirmar que lo que aquel día fotografió en el puente Bac de Roda fue
literalmente mi memoria treinta y ocho años después del momento en el que atravesé
el puente a pie para conocerlo.
miércoles, 19 de marzo de 2025
Ramón Masats. La foto del enigma
Cuentan los biógrafos del fotógrafo
Ramón Masats que fue el aburrimiento quien puso una cámara en sus manos.
Soldado de reemplazo a principios de los cincuenta, dos años en un cuartel, lo
que entonces duraba el servicio militar, dieron no solo para una distracción,
sino también para un aprendizaje completo. Posiblemente alguno de aquellos días
vacíos de presente, el ya aficionado a la fotografía observara un desconchado
en el enlucido que dejaba a la vista la composición geométrica de los ladrillos
en una pared cualquiera. El sol de la mañana dibujaba cubos de sombra en un
lateral y con su brillo resaltaba todos los defectos del desgaste en el resto
del muro. En el lugar nadie hubiera colocado un diminuto visor ante la mirada
para enmarcarlo. No existe ahí ninguna fotografía hasta que el soldado melancólico
decide detenerse, encuadrar y dispara. Y de repente los meses en el cuartel
descubren en una grieta anónima la estremecedora metáfora de su ciego pasar.
Una fotografía siempre es susceptible
de alzarse como un emblema. Incluso una imagen por la que su autor no apostaría
ni la calderilla. Basta con que se descubra un significado compartido por
quienes la admiran, con independencia de si el fotógrafo lo había pensado o no.
En aquellas mismas fechas, recién inaugurada la década de los cincuenta, a la revista
norteamericana Life, insignia del
fotoperiodismo, se le ocurrió encargar a un fotógrafo profesional, Robert
Doisneau, una serie de imágenes de parejas parisinas que mostrasen en público
su cualidad de amantes. A la revista le interesaba mostrar un presente que con
un golpe de vista ayudara a olvidar el reciente y penoso pasado bélico. La
serie, publicada a doble página, muestra seis auténticos besos urbanos, todos
con intensidad de morreo. El título
parece sugerente: «Imágenes que hablan…». La sugerencia mayor, por supuesto, se
agazapa en los puntos suspensivos. Lo acompaña un subtítulo más elocuente: «En
París los jóvenes enamorados se besan donde quieren y a nadie parece
importarle». Unas escaleras, el asiento de piedra de un parque, ante un monumento,
una plaza o una calle son los espacios de la intimidad, y allí los amantes
comparten protagonismo con una figura ajena, que los observa con atención y a
la que sí parece importarle lo que está viendo. Tal vez por matizar la
contradicción entre lo que explica el subtítulo y lo que dicen las fotografías,
la que destaca —publicándola a página completa, en un espacio similar al que
ocupan las otras cinco— es la única sin observadores, apenas la sombra de
personas que pasan a ambos lados, desenfocadas por el movimiento, frente a la
quietud del beso.
Ninguna
de esas seis imágenes, desde luego, describía el momento, 1950, ni siquiera la
época. Hoy sabemos que no fueron fotografías
encontradas en mitad del trajín urbano, sino posados. Eran imágenes que no
hablaban de aquel presente: la década de los cuarenta en absoluto había dejado
esa sensualidad liberada como poso de su tránsito en Europa. Las fotografías de
Doisneau describían con realismo el futuro. Aquel que tardaría aún tres décadas
en llegar. Cuando en los ochenta a alguien se le ocurrió convertir en cartel
una de aquellas viejas imágenes, la celebérrima «Le baiser de l’Hôtel de ville» (El beso ante el Ayuntamiento),
entonces sí retrataba aquel beso desinhibido y furioso otra época, los años
ochenta, y el triunfo de una desinhibición esencial en todos los aspectos de la
vida. Los cincuenta, por más que los americanos los hubieran soñado diferentes,
fueron en Europa sensatos y circunspectos, es decir, lo opuesto a las
fotografías amorosas de Robert
Doisneau.
El joven soldado catalán que retrataba
paredes, poco después ya había aprendido lo suficiente para convertirse en un
fotógrafo profesional. Una placa suya, de 1960, tuvo la clarividencia de cerrar
con una sonrisa una década de adustos ademanes y seriedad en el alma. Ramón
Masats cuenta que un día, al pasar frente al patio del seminario, le llamó la
atención un partido de fútbol entre seminaristas. Jugaban los dos equipos
ataviados con sus vestimentas clericales. Se situó detrás de una de las
porterías y el prodigioso fotógrafo que era tuvo tiempo de alzar la cámara y
encuadrar mientras el delantero chutaba a puerta y el portero hacía una
espectacular pirueta aérea para tratar de atraparla. En el instante en el que
no lo conseguía, Masats apretó el disparador. La foto, «Seminario de Madrid,
1960», ha permanecido, y con razón, en la memoria de las generaciones
siguientes para quienes los cincuenta fueron exactamente eso, un portero con
sotana tratando inútilmente de salvar un gol. El gol era, claro, la década de los
sesenta, tal como esta década se reinterpretó a partir de los ochenta.
Los sesenta vistos desde su presente
tuvieron, estoy seguro, un argumento diferente. El tiempo se abría ante los
ojos de quienes eran jóvenes entonces como una flor primaveral, eso resulta
evidente, pero el sentido de la apertura era aún un enigma, quizá más temible
que la cerrazón de los cuarenta y de los cincuenta. Hay una imagen de Ramón
Masats que retrata con lucidez la década de los sesenta mientras acontecía. El
título, como todos los suyos, nunca da pistas de lo que muestra. Apenas recoge
lugar y fecha. En este caso añade circunstancia: «Verbena, Plaza Mayor, Madrid,
1964». Como en las fotos amatorias de Doisneau, la protagoniza una pareja. En
este caso, más de novios que de amantes. A diferencia de las placas parisinas,
no hay ningún observador añadido, solo la ambientación desenfocada de luces
festivas y el recorte de algún puesto de feria. Por la derecha pasa una mujer
de la que solo se ve el jirón de una falda, y en el suelo, la cuadrícula de
losas en un recinto. La pareja domina el espacio desde el centro de la imagen.
Ambos van cuidadosamente vestidos y peinados, aunque sus rostros apenas se
vean, con la mirada clavada en un enigmático papel que atrae al completo su
atención, del todo ajena a las seducciones cromáticas, sonoras y nocturnas de
la fiesta.
¿Qué
tratan de descifrar en el papel aquellos dos jóvenes que logra hundir sus
miradas y resulta más absorbente que una noche de verbena, en primavera,
durante una época de apertura? Una pareja cuya generación, además, en aquellas
mismas fechas protagoniza un «baby boom» espectacular. La escena clama por los
besos parisinos, anteriores en tres lustros a los novios que encuadra Masats.
El cuidadoso peinado, la pulcritud del vestuario, el tacón de los zapatos de
ella, el pañuelo que asoma en el bolsillo de la americana de él, las bien
cuidadas manos, de quien no trabaja con ellas sobre materiales agresivos… todo
conduce a una puesta en escena diferente a la que un pequeño papel, inquietante,
enigmático, impone en la imagen. ¿Qué leían aquella noche de 1964 que fuera más
importante que el designio amoroso que encarnaban ellos mismos? ¿Por qué no lo
habían tirado a la papelera para besarse sin otra preocupación?
Ahora ya en otro siglo, solo cabe especular con aquel contenido: ¿el resultado de un vaticinio elegido en un puesto de feria por el pico de un pájaro entre multitud de mensajes? No parece que el papel tenga nada que ver con el ambiente festivo. ¿Tal vez una carta que ella ha recibido por la mañana? Si su importancia conseguía abstraerles del ambiente, cómo se explica que no la leyeran antes de entrar en la feria. No queda más remedio que recurrir al contenido simbólico. Sin duda lo que inquietaba en 1964 a ambos jóvenes, que pronto iban a tener dos, tres o cuatro hijos, era precisamente la incógnita de su destino. Mejor que el de sus padres, sin duda, pero sin nada consolidado aún, asustados ante la blanca boca de un oscuro túnel por el que iban a entrar sin saber si encontrarían después alguna salida. Lo que entonces ignoraban los protagonistas de Masats y de su década es que sí existía esa salida. La iban a encontrar, y sin siquiera preocuparse por buscarla, sus hijos. Dos décadas después. El día de los ochenta en el que colgaron el póster con el beso de Robert Doisneau en la pared, sin desconchados, de su habitación en un bloque de pisos de un barrio residencial porque les evocaba los besos que ellos mismos, que apenas ya tendrían hijos, sí se habían dado en público ante un futuro sin sombras. Mientras que de la incógnita que obsesionaba a sus padres ya nadie se acordaba. Ni siquiera el autor de la foto, Ramón Masats, que pocos meses después de hacerla abandonó la práctica profesional de la fotografía.
sábado, 1 de marzo de 2025
Claudia Andujar
El
poeta norteamericano Robert Creeley (1926-2005) anota en un ensayo
autobiográfico que al principio estaba convencido de que «toda forma, todo ordenamiento de la realidad
implicada, tenía que venir, de algún modo, de la condición misma de la
experiencia que la exigía». He recordado esta formulación al contemplar las
fotografías que Claudia Andujar (1931) les hizo durante décadas, desde 1970
hasta fechas recientes, a los pueblos indígenas de la selva amazónica, y en
especial a la tribu de los Yanomami. La forma
que se espera de una experiencia así
sin duda es la crónica fotográfica, incluso la imagen antropológica. Nada más
lejos de lo que veo en las piezas expuestas en las paredes de la fundación
Mapfre. Filtros de colores estridentes, encuadres y enfoques subjetivos, inquietante
iluminación, capturas de movimiento, dobles exposiciones sobre el mismo
negativo. Creeley cuenta cómo el contacto con otros artistas le hizo «cambiar
de opinión por completo» y le abrió paso hacia una manera de pensar el proceso
artístico «que hizo de la cosa dicha y de la manera de decirla un hecho
integral». Y esta —lo captado por la cámara y la manera de captarlo— es también
la poética formal de Claudia Andujar en el magistral retrato de los Yanomami,
una obra fotográfica integral en la
que la experimentación formal de cada imagen posee el mismo valor que el asunto
etnógrafo que retrata.
La estética que la fotógrafa
suizo-brasileña llevó a los lugares más recónditos de la Amazonia era aquella
con la que la generación joven que en los años 60 y 70 intentaba modificar
desde sus raíces el orden de la visión establecida frente la realidad. De la
misma generación que Creeley, que sus coetáneos Beat, el movimiento hippie y el
arte pop. Lo que singulariza la obra de Andujar es que el peso del tema de sus
imágenes, su impresionante valor etnográfico, adensó también el trabajo formal
de experimentación fotográfica. Y al aumentar la intensidad de lo captado, la
concepción integral del acto fotográfico implica que creciera en la misma
medida el interés formal de la imagen: el lirismo de la ausencia de iluminación
en el blanco y negro, la prodigiosa vitalidad en el color, la libertad de
encuadres y enfoques, las veladuras, los contrastes... Contemplar este trabajo
formal sobre el inquietante universo indígena resulta el motivo de admiración
más relevante de la visita. O, mejor dicho, debería
resultar, porque la exposición no solo presenta las piezas ya históricas, fruto de su convivencia
artística con los Yanomami durante los años 60 y 70, sino la trayectoria de la
fotógrafa y de su país de adopción hasta el presente.
Y es este presente y sus devastadoras presiones
para incorporar la Amazonia a la civilización occidental el que impone sus
argumentos sobre la concepción integral de la artista y obliga a regresar al
punto de inicio, en el que las formas
están condicionadas por las experiencias. Ante tal agresión de la vida
indígena, la fotógrafa ha acabado convirtiéndose en un activista en defensa de
los derechos del pueblo Yanomami. Quien supo captar las singularidades de su
cultura milenaria se ha convertido ahora, muy a pesar suyo, en cronista de su decadencia.
Hay dos fotografías que impacta ver reunidas en una misma sala, disparadas por
una misma persona. En el plazo de su vida Claudia Andujar pudo mostrar tres
yanomamis en plena selva, ataviados con su vestimenta tradicional, apenas un
cordel atado a la cintura para fijar el pene y las pinturas y collares
rituales, en cuerpos sanos y fibrosos.
Una fotografía de 1970 que resume siglos de una civilización propia.
Otra placa, cuarenta años más tarde, muestra a los hijos de aquellos yanomamis
con cuerpos y vestimentas que delatan solo marginalidad de otra civilización,
la occidental. Una constatación que le da a la obra fotográfica de Claudia
Andujar una dimensión que sin duda es la que más lamenta la autora, ser la
última testigo de la desaparición de una civilización en manos de la zafiedad y
de la codicia del presente.
martes, 4 de febrero de 2025
Carlos Pérez Siquier, fotógrafo
miércoles, 22 de enero de 2025
Elliott Erwitt. Mirando a quien mira
martes, 14 de enero de 2025
Retrato conmemorativo de Julio Verne. Relato
No me hizo ninguna gracia que me
reclamaran para un trabajo así. Un fotógrafo de fiambres es lo último que me
dejaría llamar antes de soltar un mamporro al que lo pronunciara delante de mí.
Pero también es verdad que si se lo pidieran a otro, aún me lo hubiese tomado
peor. Y no solo porque lo cobrara en mi lugar, sino porque en este caso el
difunto era renombrado y eso se transmite como la pólvora a todo cuanto se
relaciona con él. Ahora sobre todo, cuando el célebre ya no va a poder
disfrutar de otro privilegio que no sea el descanso eterno. Vaya, que me
presenté en el 44 del bulevar Longueville, aquí en Amiens, más que
dividido, peleado conmigo mismo. Como siempre, de hecho.
Me había
avisado, con un billete garabateado que me trajo un muchacho, el hijo, el señor
Michel Verne. Él mismo fue quien me abrió la puerta. Lo conocía de vista. Un
tipo de mi edad. Elegante. De mundo. Con un buen retrato. Esta posibilidad y
sus maneras cosmopolitas diluyeron el vinagre con el que había recibido el
encargo. Enseguida se da cuenta uno de que no le han llamado por la rancia
costumbre, sino por respeto al arte de atrapar lo que la vida de sopetón se ha
llevado por delante como hace siempre, sin preguntar a nadie si el momento era
el adecuado.
Dejo la
cámara y los instrumentos de trabajo en el recibidor, al cuidado del chico que
me ayuda a transportarlos, y paso con el hijo a la estancia del padre. El
afamado escritor reposa. Se diría, como se conjetura de todos los finados, que
duerme. El pelo revuelto sobre la oreja por haber estado tumbado de un costado.
La barba blanquecina. El pobrecito había penado una triste enfermedad durante
los últimos días. Le digo al señor Verne que no es menester cuando propone
enviar al ama de llaves por un peine. Contemplo sus dedos en las manos
entrelazadas sobre el pecho. Sosegado ante el tránsito. Sugiero que le alcen un
poco la cabeza con otra almohada debajo de la almohada. El encuadre, perfecto.
Voy a decirle que ni se mueva al padre, pero me retengo a tiempo y le pido al
hijo que no toque nada. Y salgo del cuarto a buscar mis bártulos con la
fotografía que quiero hacer ya hecha en el pensamiento sin siquiera haber
montado la cámara sobre el trípode.
No veo,
la verdad, una diferencia entre fotografiar personas en vida o ya idos. Quiero
decir, la diferencia está en la realidad, pero no en la imagen. Ocurre igual
que con los relojes. Puede que haya uno que no funciona hace años. El
fotógrafo obra con él el milagro de devolverle a la cronología. La hora que
señala ya no será la antigua en la que se detuvo o la presente siempre
inverosímil, sino la real de la escena captada. Lo mismo ocurre al contrario.
Aquel reloj que trabaja corrientemente, la estampa lo detiene para siempre.
Vida y muerte se confunden en la fotografía. Los vivos quedan atrapados en
idéntico hieratismo al de quien perece; los muertos permanecen iguales a sí
mismos en el papel mucho más allá de lo que el tiempo está dispuesto a
respetarlos.
Y en
cuanto extraigo la placa de la cámara ya huelo la pólvora de la fama
contagiándome y encendiendo mi nombre. Quién habrá captado este estremecedor
instante, se preguntará aquel que en el futuro admire las obras del genio. Los
dos, fiambre y fotógrafo, de la mano, eternos. Como manillas de un reloj
estropeado, pero siempre en hora.
lunes, 16 de diciembre de 2024
Fotografía y realidad
(1. La complejidad)
La fotografía no solo se suele calificar,
junto a la pintura o al teatro, como una práctica artística de carácter
representativo, sino que ha sido considerado el arte mimético de la realidad por
antonomasia. De la pintura y del teatro se discute el grado de realidad
implicado en su representación, pero en la fotografía se da por supuesto, a la
par que su capacidad de retrato de lo real, su sometimiento a esta función del
modo más inerte.
El hito
que le dio origen, en fechas tan tardías como es el siglo XIX, tiene dos
dimensiones. Una es química. La primera fotografía que reconoce la historia, «Vista
desde la ventana en Le Gras» de Joseph Nicéphore Niépce (1765-1833), se consigue
mediante la disolución de «betún
sensible a la luz en aceite de lavanda» aplicada en «una fina capa sobre una
placa de peltre pulido». La química cuenta la vida secreta de la fotografía
durante siglo y medio. El siglo XXI la ha convertido en un producto informático,
ya sin vida propia. No es esta una mala metáfora de la transformación de la
realidad en la revolución tecnológica.
La química era un saber laberíntico, pero
explícito. Uno puede desconocer lo que es el betún, en qué consiste su cualidad
de sensible a la luz y quizá no sepa qué es el peltre, aunque cualquier
diccionario se lo explicará como una aleación de estaño, cobre, antimonio y
plomo. No son conceptos comunes, pero conforman una mecánica, difícil quizá de
poner en práctica, pero sencilla de comprender a grandes rasgos. Esta ha sido
la razón de ser de la fotografía clásica: un complejo proceso mecánico de
plasmación de la imagen. Conocimientos que caracterizaban el oficio del
fotógrafo, que necesitaba ser, antes que un captador de imágenes de la
realidad, un técnico en la plasmación de estas imágenes. El proceso era
completo, arte y oficio entreverados. Igual, por otra parte, que siempre había
ocurrido en la pintura, y posiblemente también en el teatro. No existe genio
pictórico que no esté basado en un conocimiento exhaustivo de pigmentos y
disolventes, ni autor teatral que no se haya subido a una escalera con un
destornillador en la mano. El fotógrafo, al igual que el pintor, firmaba al
mismo tiempo su mirada y su pericia técnica. Una y otra, sin embargo, se
corresponden con dos categorías diferentes de la realidad. Mientras la primera
establece una relación de representación a posteriori, con mayor o menor
subjetividad, de lo real; la segunda, la pragmática fotográfica, es un elemento
más de la realidad: proceso real que produce un elemento real,
antes inexistente, y que exige una interpretación real, producida a
partir de su capacidad para interactuar en el presente absoluto de la realidad.
De la fotografía clásica, la que se desarrolla en
los siglos XIX y XX, es posible afirmar tanto que tiene un valor de
representación de la realidad, como de acontecimiento real. Es más, del
fotógrafo habrá que afirmar además que interviene en dos momentos diferentes de
la realidad: en el presente de la captación de una imagen, al seleccionar los
parámetros técnicos con que desea tomarla, y en el presente de su plasmación y
elaboración como imagen. Afirmación que no se convalida en otras actividades
artísticas más antiguas, que con frecuencia sustituyen el primer momento por la
memoria. De la combinación de ambos presentes solo puede surgir una
representación compleja de lo real, donde la complejidad se deriva
precisamente del grado de realidad implicado en el proceso. Al menos tan
complejo como las otras artes a las que se reconoce, por la implicación de la
realidad en su génesis o en su proceso, una capacidad de transformación de lo
real, como el arte pictórico o la literatura.
La segunda dimensión de la fotografía es plástica. La
primera imagen fotográfica que la historia recoge, en 1826, denominada
poéticamente heliográfica —es decir, escrita por el sol—, solo refleja
las anodinas vistas que su inventor, antes que fotógrafo, veía a diario en la
ventana de su laboratorio y taller. Paredes, tejados y chimeneas de los
edificios próximos. También una de las primeras impresiones tomadas por Louis
Daguerre (1787-1851) por el procedimiento al que dio nombre, y sin duda el
daguerrotipo más célebre de la historia, son unas vistas de un paseo urbano, el
Boulevard du Temble (1837), desde lo alto de un edificio en París, la
ciudad del inventor y fotógrafo. El dato no resulta trivial. Estas imágenes son
el punto de partida de la historia de la fotografía, que después de esta
primigenia constatación del lugar propio la conducirá hasta acompañar los lugares-otros
más extremos, tanto lo nunca antes mostrado como lo nunca antes visto,
que incluye todas las ocurrencias de lo insólito. Pero el origen consagra una
función principal que acabará por ser recurrente, la de un reconocimiento. Tal como parece denominarlo Daguerre tras el
resultado exitoso de uno de sus primeros experimentos con el aparato de su
invención: L’Atelier de l’artista. La fotografía, se podría concluir,
por esencia reconoce el presente de quien la practica, sea su ámbito
cotidiano, sea el de su descubrimiento.
Es más, sin una interacción directa y concreta con
la realidad, sin que se produzca este reconocimiento, la fotografía no
existe. De modo que su carácter representativo opera en sentido opuesto al de
las demás artes: mientras que estas generalizan, a partir de incontables
experiencias reales, la imagen de la realidad que trazan; la fotografía la
detiene en un único instante —diez minutos en la vida de Daguerre, mínimas
fracciones de segundo en la de un contemporáneo— de la realidad, necesariamente
vivido por el fotógrafo. Mientras otras disciplinas tratan de explicar la
realidad mediante la creación de un doble de lo real, la fotografía realiza un duplicado.
Es decir, un documento que tiene el mismo valor que el original. Sin
esta interacción con la realidad, que impregna la creación fotográfica e
implica una relación privilegiada con lo real, no se concibe la fotografía. El
cine, aunque sea un arte derivado, inmediatamente descubrirá la técnica de
filmar un doble —Georges Méliès fue el pionero en el desvío del cinematógrafo
en favor de la fantasía—, apartándose desde el principio de su inicial esencia fotográfica.
En resumen, las relaciones con la realidad del arte
fotográfico exceden la simplicidad de la mera representación, e implican una
complejidad singular, no compartida con ninguna otra disciplina artística,
hecho que no siempre se ha reconocido.
(2. La simplicidad)
Este
preámbulo sobre las complejas relaciones de la fotografía con la realidad,
aunque no lo parezca, carece de intención reivindicativa. Existe un desprecio
explícito por el arte fotográfico por parte de pensadores y creadores que se ha
extendido por toda su historia. Y quizá lo que resulte aún peor, un menosprecio
que se ha transformado en hiriente silencio en sus ensayos y teorías. Lo cierto
es que no vale la pena refutar lo que no se ha pensado con la suficiente
solvencia. El interés de discernir las complejas relaciones de la fotografía
con la realidad es alertar hacia el fenómeno de su simplificación desde que se
ha impuesto, de modo generalizado, la imagen digital.
Atravieso la plaza de la Sagrada
Familia, en Barcelona, al menos una vez por semana. Podría rodearla en el
tránsito desde mi domicilio a mi destino por las calles adyacentes. Alguna vez
lo hago por evitar las aglomeraciones turísticas de los alrededores del
monumento, pero en general tomo la decisión de seguir el itinerario más
directo. Me entretiene evaluar en qué asombrosa cantidad de fotografías saldrá
mi imagen caminando cuando las revisen o las muestren en los lugares más
alejados del planeta. Hay días que paso literalmente delante de una muralla de
móviles enfocados a las torres de Gaudí. A veces entro en la plaza al mismo
tiempo que algún grupo de turistas y mientras continúo ellos se detienen y
fotografían lo que acaban de ver. Es tan instantáneo el gesto que
realizan que mi descripción resulta inexacta. Más preciso parece afirmar que lo
fotografían antes de verlo, es decir, para verlo.
Se diría, en una primera impresión, que
esta actitud contemporánea exacerba la presencia de la realidad con la que
interactúa la fotografía, una de sus características más notables de su
práctica. Claramente quien realiza la toma sustituye la contemplación real del
monumento por el trajín con el encuadre de su móvil. ¿Es esta una práctica que
intensifica la realidad con la que la fotografía se relaciona? Es difícil
comprender la dimensión de este hecho sin apelar a la relación habitual del
individuo contemporáneo con su teléfono. Pongamos algún ejemplo. Las personas
sentadas en el metro ya casi unánimemente viajan con los ojos fijos en la
pantalla de su aparato. Las que viajan de pie, no siempre, pero he visto
acciones de cierta violencia por conseguir un asiento libre para, en el mismo
gesto con el que se sientan, extraer el móvil de bolsos o bolsillos. ¿Qué
función tiene entonces el móvil en su viaje? Obviamente, anular su realidad
—¿incómoda, aburrida?— de viaje. Sustituirla por la irrealidad paralela de cualquier
entretenimiento, sea una red social o un juego. Ante la Sagrada Familia, que no
es un monumento complicado, pero que sí ofrece una lectura con cierta
complejidad por su peculiar estilo, sus épocas de construcción y sus
dimensiones. Complicaciones que resuelve la fotografía al instante sustituyendo
la lectura de la persona por la de la cámara del móvil. Y en el momento en el
que se produce la fotografía, un segundo después, la comprensión resulta
ya innecesaria: la memoria del aparato ya guarda el original. El objetivo de
conocer ya se ha cumplido. En suma, la fotografía ha dejado de intensificar la
realidad al buscar el modo de capturarla en un instante, para convertirse en el
método más eficaz para despejar todas las singularidades con las que nos apela
e incomoda. Es decir, para anularla. Para sustituirla, proyecto implícito, por
cierto, en cualquier aplicación informática.
Si después de fotografiado el monumento lo miran es un asunto discutible, con frecuencia los descubro dándole la espalda para encontrar una mesa vacía en una cafetería. Y he observado también que a continuación lo que sí observan de modo sistemático es la fotografía que acaban de realizar. Revelada ante su mirada de manera mágica, sin implicación de esfuerzo ni de tiempo. Sin realidad que medie entre la toma y el visionado. Y lo que ven en la pantalla, grato a su vista porque ha sido obra suya, índice de su singularidad, no de la del monumento ni la del momento de vislumbrarlo, les colma más que la realidad, que estando allí tan cerca, sin embargo, no la veo comparecer por ninguna parte. Cabría entonces concluir que la fotografía digital, o quizá fuera mejor empezar ya a llamarla fotografía de la inteligencia artificial, ha dilapidado en apenas dos décadas la herencia de dos siglos de hercúleos esfuerzos de un arte por relacionarse, de tú a tú, con la complejidad de lo real. La FIA no es que sea una completa representación de lo real, es que se ha convertido en el anhelado antifaz con el que algunos se acuestan para permanecer dormidos más tiempo.
miércoles, 11 de diciembre de 2024
DENTRO DE LA FOTOGRAFÍA 1
No parece distinta
de otras
malas fotografías:
los rostros de dos mujeres fuera de cámara
…la cara iluminada
de una
niña sentada en el suelo
A través de los años
observo
a la fotógrafa
indecisa ante la máquina
que intenta encuadrar
la escena
y la risa súbita decide la toma
desde su rincón en el piso, -consigue recordarlo-
visiona el detalle del dedo
apretando
el flash
[...]
Rosa Lentini, Hermosa nada
Bartleby Ed. Madrid, 2019. Pág. 73
martes, 3 de diciembre de 2024
Saul Leiter: cuaderno de notas
1.
Existen épocas adánicas en las que artistas y escritores creen haberse
inventado el arte y la literatura. Algo así ocurrió en «los legendarios años
sesenta y setenta». La ironía del adjetivo le pertenece a Cynthia Ozick (1928),
novelista neoyorquina y audaz crítica literaria, que sigue pensando: «Para
asegurar el estatus de su subversión literaria, esas décadas se vieron
obligadas… a denigrar y despreciar, y a veces a hacer volar por los aires, a su
predecesora inmediata, la década del 50». Años —continúa— «mediocres,
constreñidos… conformistas, olvidables y rancios», según opinaban los adánicos recién
llegados entre aullidos y chascarrillos de autoestopistas. «La realidad fue
todo lo contrario, y de manera sublime. De hecho, fue la Era de la Poesía, una
exaltación y un pináculo; desde entonces no ha habido otro». Acierta Ozick, que
está pensando en T.S. Eliot y en W. H. Auden, pero a mí me parece que no existe
mejor presentación para un fotógrafo de los años 50 que no desentona escondido en la Era de la Poesía: Saul
Leiter.
2.
La fotografía es, en esencia, melancólica. Se suele creer que es porque muestra
el pasado. Quizá. En la fotografía analógica, que requería un tiempo entre el
disparo y la visualización de la imagen, parece ser así. Pero esa no es su
esencia; si no, hubiera desaparecido con la fotografía digital. Su inmediatez,
facilidad e ingente cantidad hace que esta ni siquiera tenga oportunidad de
reflejar el pasado. La gestión de tal volumen lo hace difícil. Pero, las buenas
fotografías digitales, entre tantísimas triviales, poseen un poso melancólico.
Es la melancolía del presente. Solo quien dispara puede entenderlo. Lo que
aparece en la imagen siempre es un instante que el sujeto no ha visto. De
hecho, porque no es posible verlo. La velocidad de captura de cualquier cámara
es tan rápida que refleja un fragmento de tiempo que el ojo humano no puede
distinguir. Sería como intentar contar décimas de segundo en un segundero
convencional. Entre un segundo y otro, no se consigue determinar una secuencia
sin el uso de las máquinas. Resulta imposible. Pero la cámara sí ve en esa
frecuencia lo que quien dispara no ha visto. Ese es su poso melancólico.
3.
Las fotografías de Saul Leiter muestran características idénticas a las de
poetas de los 50, como Auden: un trabajo formal intenso, minucioso, pero imperceptible;
una ironía constante y profunda, incluso metafísica; una proximidad cotidiana que
se manifiesta como una incesante fuente de sorpresas; y la presencia de un yo muy
sutil, que al mismo tiempo que se advierte, se desconoce: solo del yo se sabe que
se ha escondido.
4.
«Era la Era de la poesía, —recuerda Cynthia Ozick— precisamente porque todavía
será la era de la forma, cuando la forma, incluso si era abandonada, estaba
allí para ser abandonada… Y la forma… significaba, al fin de aspirar a lo
ilimitado, la presión de los límites». Es difícil no pensar en Saul Leiter al
seguir los pasos de este análisis literario. Hay en todas las tomas del
fotógrafo un control tan estricto de los límites de la mirada que permite que
fluya en su interior, como entregado a su propia improvisación, lo ilimitado en
la vida cotidiana.
5.
El recurso técnico —su manera de interpretar la era de la forma— más sorprendente es una suerte de doble encuadre.
Sobre el fotográfico, que suele ser el que establece las relaciones formales,
geométricas, en la elaboración de la imagen, Leiter traza un segundo encuadre,
que ya no se corresponde a la fotografía —incluso deja zonas extensas del
cuadro ciegas, sin imagen—, sino a la mirada. Un procedimiento que sobrepone al
encuadre de la cámara el auténtico encuadre del fotógrafo, que dispara detrás
de una cortina, en lo alto de un balcón, a través de una ventanilla de automóvil,
desde dentro o desde fuera de lo observado. Vilém Flusser (1920-1921), filósofo
de la fotografía, dejó pensada una acusación sobre el acto de fotografiar,
vinculado más a la programación de la cámara que a la voluntad del sujeto: «en
el gesto fotográfico la cámara hace lo que quiere el fotógrafo, y el fotógrafo
debe querer lo que puede hacer la cámara». Lo escribió en 1983. Treinta años
antes, Saul Leite ya se había planteado mirar
al margen del encuadre de la cámara. Se limitó a esconderse para fotografiar y
esa fue su manera de descubrir lo ilimitado.
6.
Flusser había afirmado también que «la condición cultural está encerrada en el
acto de fotografiar, no en el objeto fotografiado». Es una obviedad que aún no
parece haber aprendido nadie. A veces reviso las redes sociales donde personas
de toda condición cuelgan sus
fotografías: en la mayoría aparecen ellos, a distancias que impiden haber
alargado el brazo para tomarlas. Un retrato, ¿es la fotografía de quien posa o la de quien dispara? ¿O lo es de la marca de la cámara, como opinaba
Flusser? Obviedades teóricas que la práctica convierte en incomprensibles. No
es fácil, desde luego, desentrañar la subjetividad de quien dispara, pero
Leiter consigue en cada imagen que no se atienda a lo representado sino a aquellos
pensamientos que tuvo el fotógrafo en el momento de disparar desde su
escondite.
7.
Un elemento esencial de la poética de Saul Leiter es la devoción por lo
fortuito. El pensamiento filosófico de las generaciones anteriores a la suya
les llevó a pensar una historia posible que dinamitara el punto de vista
jerárquico. La intrahistoria. En el pensamiento fotográfico contemporáneo a aquel
movimiento intelectual primaba lo contrario, el posado. Obligado, es cierto,
por las exigencias de la cámara. Pero también la fotografía de exteriores mostraba
no solo el tiempo detenido, sino también construido. La ciudad de Eugène Atget
posaba para él durante las horas de la madrugada que elegía para mostrarla
completamente vacía. Leiter, que forzaba ángulos, empañaba cristales, daba
protagonismo a los reflejos, adoraba los paraguas, entorpecía la visión…
prefirió siempre lo ocasional a lo monumental. Esa es la frescura de su ciudad,
tan vital en la década de los
cincuenta como hoy mismo. Resulta sorprendente cómo en lo nimio de la vida
urbana descubre lo único perenne.
8.
Como fotógrafo formado en la segunda mitad de la década de los 40, las primeras
placas de Saul Leiter son en blanco y negro. Lo que sorprende en esta época
inicial es constatar que carece de clasicismo en su aprendizaje. Junto a las
incipientes fotografías urbanas, capta también interiores íntimos con desnudos
femeninos. No aprovecha, sin embargo, esta circunstancia sosegada para preparar
la toma, ni siente la tentación de crear una expresión concreta con la imagen.
Aunque tomadas en la misma estancia, se diría que son fotos robadas, disparadas
aprovechando un descuido de la modelo, mientras la cotidianidad trascurre a su
alrededor. Distorsiona encuadres, aleja lo que parece exigir primeros planos, o
acerca tanto la cámara como para que este declare su impotencia a la hora de
retratar un cuerpo. Prefiere mostrar gestos ausentes, posiciones abúlicas,
instantes de desidia. Se diría que aprende a ser vanguardista antes que a ser
fotógrafo.
9.
En los años 50 asume el color con naturalidad. Creo que no existe transición
más corriente en la historia de la fotografía. En 1946 Leiter había llegado a
Nueva York, desde su Pittsburgh natal, con tubos, lienzos y paleta de pintor. Y
ya en sus fotos en blanco y negro recurre a todo tipo de recursos (desenfoques,
granulados, contrastes) para conservar una impresión pictórica de la imagen.
Cuando llega el color, lo extiende por las superficies captadas con la misma
técnica, como si los objetos carecieran de cromatismo y fuera el fotógrafo
quien coloreara con tenues pinceladas cada detalle. Hasta es posible que en la
ciudad existan los colores de Saul Leiter, pero quien los admira cree que han
nacido todos de la paleta de pintor extraviada poco después de llegar a Nueva
York.
10.
Hay algunas buenas fotos con la imagen de Saul Leiter. Si un fotógrafo no sabe
a quién ha de dejar que le retrate, mejor olvidarlo. En la que prefiero ni
siquiera aparece con rostro joven y con la carismática Reflex TLR entre las
manos, sino que tiene 87 años y maneja una DSLR como cualquier turista con buen
sueldo. La foto es de Margit Erb, en 2010, y en ella aparece Leiter agazapado,
en una calle de Nueva York, tras una pared negra, con abrigo de invierno y
mejillas enrojecidas por el frío, no se sabe muy bien si el de aquel día o aún
por el helor de las nevadas en los años 50, de las que no se perdió ninguna.
11.
A las fotografías de Leiter se las puede considerar poemas no por el tema que puedan tratar, ni siquiera por la
sutileza o primor de sus tonos, sino por las implicaciones literarias que tiene
su lectura. Pondré un ejemplo: hacia
1950 fotografió desde un balcón (tal vez un segundo piso, porque permite que se
vea un fragmento de la baranda del primero) una calle nevada cubierta de
huellas: Footprints es el título. Por
el extremo superior derecho, de un encuadre vertical, está a punto de salir de
la imagen una persona (una mujer, parece) que camina bajo un paraguas rojo. La
foto es esa mancha superior roja, redonda, sobre una lámina blanca. La
experiencia visual de la foto no remite al clima ni a la vida urbana, sino
directamente a Perceval, quien vio cómo del cuello de una oca caían tres gotas
sobre la nieve que le recordaron el fresco color en el rostro de la amada. O
quizá recuerde unos versos de Luis de Góngora: «Invidïosa sobre nieve, / claveles
deshojó la Aurora en vano». O, ya en época contemporánea, evoque al rapsoda
sueco Bruno K Öijer, que vio cómo un ciervo herido lamía «pétalos rojos en la
nieve», o a las huellas rojas que deja en un poema Francisco José Martínez
Morán tras haber «pisado cristales con los pies / descalzos». En todo caso, el
mejor comentario de la fotografía quizá lo presagió un aullido de Miguel
Hernández sobre el helor de la madrugada: «El tiempo es sangre».