martes, 25 de marzo de 2025

Manel Esclusa, entre imágenes oblicuas



Sin considerarme propenso a consignar en este diario arrebatos, hay ocasiones en las que resulta necesario empezar por un alarido de entusiasmo ante las muestras que mi ciudad está reivindicando este mes de marzo de 2025 como proas de la vanguardia artística. Quien se pasee por sus salas de exposición puede disfrutar de las fotografías enigmáticas de los años cincuenta de Ramón Masats, de los collages y poemas visuales de los sesenta de Josep Iglesias del Marquet, la reprogramación de las exposiciones con las que inauguraron sus carreras artísticas Fina Miralles, Eva Lootz y Susana Solano a finales de los setenta. Y ahora, como guinda de la renovación, las fotografías de la Barcelona que Manel Esclusa (1952) imaginó en 1988. Y no soy, en absoluto, irónico. Estas cuatro exposiciones retrospectivas presentan la expresión más audaz del arte del presente que se puede contemplar en mi ciudad.

         Ya lanzado a la piscina de lo emocional, es difícil no seguir nadando y confesar que la exposición Barcelona, ciudad imaginada, inaugurada el 18 de mayo de 1988 en el Palau de la Virreina, junto a las Ramblas, y reprogramada treinta y siete años más tarde en el remozado Archivo Fotográfico, a partir de este 21 de marzo, ha resucitado en mí el amor que sentí, en mi juventud, por mi ciudad. Hoy es difícil escapar a una imagen de Barcelona reducida a un cúmulo de lugares tópicos cuya única función es la decorativa. Mucho antes de que los turistas consumaran la transformación de urbe en muestrario, Esclusa le da la vuelta al epicentrismo barcelonés y plantea contemplar una ciudad trasformada desde su periferia. Es el primer acierto de su crónica fotográfica, un recorrido con paradas inéditas en la imaginación barcelonesa.  Vale la pena enumerarlas: Moll de la Fusta, la Torre de las Aguas, el parque de la España Industrial, la Diagonal; los jardines de Vil·la Cecília, el parque de la Creueta del Coll, el Velódromo, la Vía Julia, el puente de Bac de Roda, el parque del Clot. Con dieciocho años, esta era exactamente la ciudad por donde transcurría mi vida. 

Parque del Clot. Sant Martí. 1988

      Asistir a la transformación de Barcelona en 1988 a partir de sus extremos, este es uno de los propósitos del proyecto de Manel Esclusa, al que añade una visión transfigurada de los espacios que retrata. La suya es una mirada que, entonces, se denominaba «experimental», cuyo significado solo indica que se aborrece la imagen realista y la crónica de costumbres. Esclusa domina la distorsión del objetivo, el uso de filtros y otras imperfecciones, a las que suma el dinamismo caótico de los encuadres, las perspectivas anómalas, las iluminaciones aberrantes, el predominio de la fotografía nocturna y cuantas expresiones defectuosas dinamitaran la contemplación costumbrista de los espacios que enfocaba y, a veces, a propósito, desenfocaba. 

    A mis dieciocho años —qué curiosas resultan las ideas— abominaba de esa imagen experimental de la realidad. La relacionaba con la generación anterior a la mía, cuyas manifestaciones características —culturalismo, vanguardismo, experimentalismo…— solo me parecían huidas huecas e insustanciales de la visión auténtica de lo real, que era la única que me interesaba descubrir entonces. En 1988, la exposición que ahora contemplo de Manel Esclusa me hubiera parecido un auténtico espanto. En 2025, ahíto de imágenes, no solo disfruto de una mirada que se evade del compromiso con lo que existe, sino que descubro cómo odiándolo, sin ser consciente, aprendía con él a desconfiar no de lo imaginario, sino de sus referentes. Hoy me siento más cerca de aquella Barcelona imaginada por Esclusa desde la distorsión y el delirio creativo que de las obviedades que se llevan turistas y visitantes guardadas en sus respectivos móviles.

Puente de Bac de Roda. Sant Andreu-Sant Martí

         Si tuviera que señalar dónde veo más realidad, si en una reproducción literal, por ejemplo, del retórico puente de Bac de Roda o en las placas con las que Esclusa lo muestra sesgado, fugaz y oblicuo, creo que no dudaría en colgar en un lugar privilegiado cualquiera de sus fotografías. Y no es únicamente una cuestión de gusto, sino de memoria. Inaugurado cuando yo apenas tenía diecisiete años, época en la que realizó Esclusa su reportaje, recuerdo que una tarde fui con un grupo de amigos a ver, por primera vez, el nuevo puente de Calatrava. Lo cruzamos desde la Sagrera hacia la Verneda. Por debajo no había un río, sino el brillo metálico de las vías del tren en mitad de un auténtico museo de la basura. En la Perona, a la izquierda, aún quedaban unas cuantas chabolas cuya impresión todavía recuerdo. De vuelta, ya anochecía. Las imágenes que han quedado en mi memoria de aquel regreso, caminando por la pasarela bajo la doble lira gigante y tan blanca, se parecen, con una exactitud que me asombra, a las inquietantes instantáneas experimentales que veo en la exposición de Manel Esclusa. De quien ahora podría afirmar que lo que aquel día fotografió en el puente Bac de Roda fue literalmente mi memoria treinta y ocho años después del momento en el que atravesé el puente a pie para conocerlo. 

Manel Esclusa en 1992

miércoles, 19 de marzo de 2025

Ramón Masats. La foto del enigma



Cuentan los biógrafos del fotógrafo Ramón Masats que fue el aburrimiento quien puso una cámara en sus manos. Soldado de reemplazo a principios de los cincuenta, dos años en un cuartel, lo que entonces duraba el servicio militar, dieron no solo para una distracción, sino también para un aprendizaje completo. Posiblemente alguno de aquellos días vacíos de presente, el ya aficionado a la fotografía observara un desconchado en el enlucido que dejaba a la vista la composición geométrica de los ladrillos en una pared cualquiera. El sol de la mañana dibujaba cubos de sombra en un lateral y con su brillo resaltaba todos los defectos del desgaste en el resto del muro. En el lugar nadie hubiera colocado un diminuto visor ante la mirada para enmarcarlo. No existe ahí ninguna fotografía hasta que el soldado melancólico decide detenerse, encuadrar y dispara. Y de repente los meses en el cuartel descubren en una grieta anónima la estremecedora metáfora de su ciego pasar. 

Terrassa, 1953. Fotografía de Ramón Masats

     Una fotografía siempre es susceptible de alzarse como un emblema. Incluso una imagen por la que su autor no apostaría ni la calderilla. Basta con que se descubra un significado compartido por quienes la admiran, con independencia de si el fotógrafo lo había pensado o no. En aquellas mismas fechas, recién inaugurada la década de los cincuenta, a la revista norteamericana Life, insignia del fotoperiodismo, se le ocurrió encargar a un fotógrafo profesional, Robert Doisneau, una serie de imágenes de parejas parisinas que mostrasen en público su cualidad de amantes. A la revista le interesaba mostrar un presente que con un golpe de vista ayudara a olvidar el reciente y penoso pasado bélico. La serie, publicada a doble página, muestra seis auténticos besos urbanos, todos con intensidad de morreo. El título parece sugerente: «Imágenes que hablan…». La sugerencia mayor, por supuesto, se agazapa en los puntos suspensivos. Lo acompaña un subtítulo más elocuente: «En París los jóvenes enamorados se besan donde quieren y a nadie parece importarle». Unas escaleras, el asiento de piedra de un parque, ante un monumento, una plaza o una calle son los espacios de la intimidad, y allí los amantes comparten protagonismo con una figura ajena, que los observa con atención y a la que sí parece importarle lo que está viendo. Tal vez por matizar la contradicción entre lo que explica el subtítulo y lo que dicen las fotografías, la que destaca —publicándola a página completa, en un espacio similar al que ocupan las otras cinco— es la única sin observadores, apenas la sombra de personas que pasan a ambos lados, desenfocadas por el movimiento, frente a la quietud del beso.

Fotografías de Robert Doisneau en la revista Life, 1950

         Ninguna de esas seis imágenes, desde luego, describía el momento, 1950, ni siquiera la época. Hoy sabemos que no fueron fotografías encontradas en mitad del trajín urbano, sino posados. Eran imágenes que no hablaban de aquel presente: la década de los cuarenta en absoluto había dejado esa sensualidad liberada como poso de su tránsito en Europa. Las fotografías de Doisneau describían con realismo el futuro. Aquel que tardaría aún tres décadas en llegar. Cuando en los ochenta a alguien se le ocurrió convertir en cartel una de aquellas viejas imágenes, la celebérrima «Le baiser de l’Hôtel de ville» (El beso ante el Ayuntamiento), entonces sí retrataba aquel beso desinhibido y furioso otra época, los años ochenta, y el triunfo de una desinhibición esencial en todos los aspectos de la vida. Los cincuenta, por más que los americanos los hubieran soñado diferentes, fueron en Europa sensatos y circunspectos, es decir, lo opuesto a las fotografías amorosas de Robert Doisneau. 

Seminario de Madrid, 1960. Fotografía de Ramón Masats

     El joven soldado catalán que retrataba paredes, poco después ya había aprendido lo suficiente para convertirse en un fotógrafo profesional. Una placa suya, de 1960, tuvo la clarividencia de cerrar con una sonrisa una década de adustos ademanes y seriedad en el alma. Ramón Masats cuenta que un día, al pasar frente al patio del seminario, le llamó la atención un partido de fútbol entre seminaristas. Jugaban los dos equipos ataviados con sus vestimentas clericales. Se situó detrás de una de las porterías y el prodigioso fotógrafo que era tuvo tiempo de alzar la cámara y encuadrar mientras el delantero chutaba a puerta y el portero hacía una espectacular pirueta aérea para tratar de atraparla. En el instante en el que no lo conseguía, Masats apretó el disparador. La foto, «Seminario de Madrid, 1960», ha permanecido, y con razón, en la memoria de las generaciones siguientes para quienes los cincuenta fueron exactamente eso, un portero con sotana tratando inútilmente de salvar un gol. El gol era, claro, la década de los sesenta, tal como esta década se reinterpretó a partir de los ochenta.

Verbena, Plaza Mayor, Madrid,1964. Fotografía de Ramón Masats

     Los sesenta vistos desde su presente tuvieron, estoy seguro, un argumento diferente. El tiempo se abría ante los ojos de quienes eran jóvenes entonces como una flor primaveral, eso resulta evidente, pero el sentido de la apertura era aún un enigma, quizá más temible que la cerrazón de los cuarenta y de los cincuenta. Hay una imagen de Ramón Masats que retrata con lucidez la década de los sesenta mientras acontecía. El título, como todos los suyos, nunca da pistas de lo que muestra. Apenas recoge lugar y fecha. En este caso añade circunstancia: «Verbena, Plaza Mayor, Madrid, 1964». Como en las fotos amatorias de Doisneau, la protagoniza una pareja. En este caso, más de novios que de amantes. A diferencia de las placas parisinas, no hay ningún observador añadido, solo la ambientación desenfocada de luces festivas y el recorte de algún puesto de feria. Por la derecha pasa una mujer de la que solo se ve el jirón de una falda, y en el suelo, la cuadrícula de losas en un recinto. La pareja domina el espacio desde el centro de la imagen. Ambos van cuidadosamente vestidos y peinados, aunque sus rostros apenas se vean, con la mirada clavada en un enigmático papel que atrae al completo su atención, del todo ajena a las seducciones cromáticas, sonoras y nocturnas de la fiesta.

         ¿Qué tratan de descifrar en el papel aquellos dos jóvenes que logra hundir sus miradas y resulta más absorbente que una noche de verbena, en primavera, durante una época de apertura? Una pareja cuya generación, además, en aquellas mismas fechas protagoniza un «baby boom» espectacular. La escena clama por los besos parisinos, anteriores en tres lustros a los novios que encuadra Masats. El cuidadoso peinado, la pulcritud del vestuario, el tacón de los zapatos de ella, el pañuelo que asoma en el bolsillo de la americana de él, las bien cuidadas manos, de quien no trabaja con ellas sobre materiales agresivos… todo conduce a una puesta en escena diferente a la que un pequeño papel, inquietante, enigmático, impone en la imagen. ¿Qué leían aquella noche de 1964 que fuera más importante que el designio amoroso que encarnaban ellos mismos? ¿Por qué no lo habían tirado a la papelera para besarse sin otra preocupación?

         Ahora ya en otro siglo, solo cabe especular con aquel contenido: ¿el resultado de un vaticinio elegido en un puesto de feria por el pico de un pájaro entre multitud de mensajes? No parece que el papel tenga nada que ver con el ambiente festivo. ¿Tal vez una carta que ella ha recibido por la mañana? Si su importancia conseguía abstraerles del ambiente, cómo se explica que no la leyeran antes de entrar en la feria. No queda más remedio que recurrir al contenido simbólico. Sin duda lo que inquietaba en 1964 a ambos jóvenes, que pronto iban a tener dos, tres o cuatro hijos, era precisamente la incógnita de su destino. Mejor que el de sus padres, sin duda, pero sin nada consolidado aún, asustados ante la blanca boca de un oscuro túnel por el que iban a entrar sin saber si encontrarían después alguna salida. Lo que entonces ignoraban los protagonistas de Masats y de su década es que sí existía esa salida. La iban a encontrar, y sin siquiera preocuparse por buscarla, sus hijos. Dos décadas después. El día de los ochenta en el que colgaron el póster con el beso de Robert Doisneau en la pared, sin desconchados, de su habitación en un bloque de pisos de un barrio residencial porque les evocaba los besos que ellos mismos, que apenas ya tendrían hijos, sí se habían dado en público ante un futuro sin sombras. Mientras que de la incógnita que obsesionaba a sus padres ya nadie se acordaba. Ni siquiera el autor de la foto, Ramón Masats, que pocos meses después de hacerla abandonó la práctica profesional de la fotografía.

sábado, 1 de marzo de 2025

Claudia Andujar

El poeta norteamericano Robert Creeley (1926-2005) anota en un ensayo autobiográfico que al principio estaba convencido de que «toda forma, todo ordenamiento de la realidad implicada, tenía que venir, de algún modo, de la condición misma de la experiencia que la exigía». He recordado esta formulación al contemplar las fotografías que Claudia Andujar (1931) les hizo durante décadas, desde 1970 hasta fechas recientes, a los pueblos indígenas de la selva amazónica, y en especial a la tribu de los Yanomami. La forma que se espera de una experiencia así sin duda es la crónica fotográfica, incluso la imagen antropológica. Nada más lejos de lo que veo en las piezas expuestas en las paredes de la fundación Mapfre. Filtros de colores estridentes, encuadres y enfoques subjetivos, inquietante iluminación, capturas de movimiento, dobles exposiciones sobre el mismo negativo. Creeley cuenta cómo el contacto con otros artistas le hizo «cambiar de opinión por completo» y le abrió paso hacia una manera de pensar el proceso artístico «que hizo de la cosa dicha y de la manera de decirla un hecho integral». Y esta —lo captado por la cámara y la manera de captarlo— es también la poética formal de Claudia Andujar en el magistral retrato de los Yanomami, una obra fotográfica integral en la que la experimentación formal de cada imagen posee el mismo valor que el asunto etnógrafo que retrata.

         La estética que la fotógrafa suizo-brasileña llevó a los lugares más recónditos de la Amazonia era aquella con la que la generación joven que en los años 60 y 70 intentaba modificar desde sus raíces el orden de la visión establecida frente la realidad. De la misma generación que Creeley, que sus coetáneos Beat, el movimiento hippie y el arte pop. Lo que singulariza la obra de Andujar es que el peso del tema de sus imágenes, su impresionante valor etnográfico, adensó también el trabajo formal de experimentación fotográfica. Y al aumentar la intensidad de lo captado, la concepción integral del acto fotográfico implica que creciera en la misma medida el interés formal de la imagen: el lirismo de la ausencia de iluminación en el blanco y negro, la prodigiosa vitalidad en el color, la libertad de encuadres y enfoques, las veladuras, los contrastes... Contemplar este trabajo formal sobre el inquietante universo indígena resulta el motivo de admiración más relevante de la visita. O, mejor dicho, debería resultar, porque la exposición no solo presenta las piezas ya históricas, fruto de su convivencia artística con los Yanomami durante los años 60 y 70, sino la trayectoria de la fotógrafa y de su país de adopción hasta el presente.

         Y es este presente y sus devastadoras presiones para incorporar la Amazonia a la civilización occidental el que impone sus argumentos sobre la concepción integral de la artista y obliga a regresar al punto de inicio, en el que las formas están condicionadas por las experiencias. Ante tal agresión de la vida indígena, la fotógrafa ha acabado convirtiéndose en un activista en defensa de los derechos del pueblo Yanomami. Quien supo captar las singularidades de su cultura milenaria se ha convertido ahora, muy a pesar suyo, en cronista de su decadencia. Hay dos fotografías que impacta ver reunidas en una misma sala, disparadas por una misma persona. En el plazo de su vida Claudia Andujar pudo mostrar tres yanomamis en plena selva, ataviados con su vestimenta tradicional, apenas un cordel atado a la cintura para fijar el pene y las pinturas y collares rituales, en cuerpos sanos y fibrosos.  Una fotografía de 1970 que resume siglos de una civilización propia. Otra placa, cuarenta años más tarde, muestra a los hijos de aquellos yanomamis con cuerpos y vestimentas que delatan solo marginalidad de otra civilización, la occidental. Una constatación que le da a la obra fotográfica de Claudia Andujar una dimensión que sin duda es la que más lamenta la autora, ser la última testigo de la desaparición de una civilización en manos de la zafiedad y de la codicia del presente.



martes, 4 de febrero de 2025

Carlos Pérez Siquier, fotógrafo



«Ya solo me queda la mirada». Es una frase de Carlos Pérez Siquier (1930-2021), que nació en Almería. Fotógrafo. La leo —y la fotografío— en el cierre del texto que lo presenta en la exposición que le dedica la Fundación Mapfre estos días. Una frase cuyo sentido aparece, e impacta, en la última sala, donde están colgadas sus fotografías más recientes. Las que le hace, ya octogenario, a «La Briseña», una casa de campo en Almería donde «la mirada» parece ir despidiéndose, pausadamente, de sí misma. De lo que le gusta mirar. Una elegía que, de repente, no resulta en absoluto elegíaca. Fotografías que dicen «si te miro, tiempo, es que aún estás ahí».
     No es, sin embargo, la frase que explica el sobrecogedor reportaje fotográfico que realizó en La Chanca, el barrio marginal más literario del país. No había cumplido aún los treinta años y estoy seguro que, de alguien preguntárselo, hubiera respondido: «Solo tengo la mirada». Este lema sí explica las fotos que tomó entonces y ha seguido tomando, especialmente en su ciudad, en su provincia, Almería. Pero hay que explicarlo. Estamos en los años cincuenta y los jóvenes con vocación artística «tenían» muchas cosas, sobre todo ideología, una retórica política —bien justificada por la época— y una retórica filosófica. Había que creer, al mismo tiempo, en la denuncia y en la transformación. Y «tenían» también cierta arrogancia: la de quien llega a un lugar para captar su espíritu salvaje y después exponerlo en la Civilización. Pero Pérez Siquier, cámara en mano, por no necesitar ni precisaba de pasaporte. A La Chanca, desde su casa, se llegaba dando un paseo. Lo más significativo de sus fotografías de juventud es que solo están hechas para mirar. Para aprender a mirar. Igual que las de su senectud en «La Briseña». «Si aprendo a mirarte, tiempo, te veré», es lo que dice el blanco y negro sobre La Chancha.
   Son fotografías sorprendentes por su perfección. El formato, el encuadre, la composición, las líneas, los puntos, las sombras y la luz. Cada pieza es una clase de poética fotográfica. La colección expuesta, un curso. Y esta exactitud ya le quedará para siempre, en todas sus épocas como artista. También sus fotografías en color lucen una perfección formal que admira. De hecho, no otra cosa es adiestrar la mirada sino conjugar todos los recursos expresivos de la imagen para mostrar no las imágenes, sino el contenido implícito en las imágenes. Y en eso es un maestro.
     Las fotografías de los años 50 en La Chanca, por otra parte, están llenas de contenido. La década también lo estaba. Pérez Siquier no se fue a fotografiar paisajes, sino la pobreza en su estado más crudo. Pero creo que también tenía claro que no quería ir al barrio marginal a realizar una crónica. Una denuncia de las desigualdades. Ahí estaban, obviamente, pero mostrar lo que se muestra es caer en la redundancia, tan frecuente en la época. El prodigio de la elaboración formal sobre una realidad tan acuciante era su mejor defensa ante el envite de la sociología. El camino, más arduo, de la fotografía como poesía. El anhelo de comprensión no de un problema social, sino de la condición humana.
    Las composiciones, texturas, contrastes… le salvaron de minimizarse en lo concreto y convirtieron su obra fotográfica en La Chacha en una pieza clásica. Una tragedia. No hay en sus fotos, sin embargo, juegos de culpabilidad, buenos y malos, no es una tragedia moderna. Es una tragedia griega. Hay en las imágenes una visión del destino, un trenzar la vida con las razones humanas, intensamente humanas, mientras lo trágico sobrevuela con la densidad amenazante de un oráculo.
  En las décadas siguientes Pérez Siquier continuó fotografiando Almería. Su costa. Años 60, 70. La serie expuesta, «La playa», es un emblema. De repente, la sociedad se transforma a ojos vista. Llega el «desarrollismo» y con él, el alud del turismo. El fotógrafo registra las transformaciones al día, y de nuevo se observa el poder de los recursos expresivos de la fotografía —encuadre, luz, colores, líneas...— como defensa ante —ahora— la trivialidad que ha de reflejar. Pérez Siquier le da la vuelta a lo que está viendo. Lo que tiene delante ya no es una tragedia. No hay enigma humano por comprender. Turistas y autóctonos tumbados en la arena, como arenques al sol, le han cambiado el género de la realidad. Se viven tiempos de comedia y el fotógrafo añade a sus recursos expresivos el que mejor sabe comprender el nuevo género, la ironía. Portentosa en esta época. «En esto nos han convertido, dicen sus fotografías de veraneantes, pasen, miren y sonrían».
    Es posible que no exista otro fotógrafo tan obsesionado como él por reflejar el entorno en el que ha vivido durante sesenta años de profesión y, sin embargo, lo único que de verdad nos ha legado —ni crónicas, ni panorámicas— es arte fotográfico en estado puro. Poesía visual, a veces trágica, a veces cómica, según el género de la época.

miércoles, 22 de enero de 2025

Elliott Erwitt. Mirando a quien mira



Los documentales pertenecen a un género cinematográfico que no facilita las afirmaciones claras. En general se opina que resultan muy necesarios y que hay que apoyarlos, pero luego nadie va a verlos al cine. Ya los echarán por la tele, se piensa a menudo. Y, de hecho, da pereza ir a ver un documental, pero si al final uno se anima el resultado es casi siempre satisfactorio. En fin, un género esquivo hasta con sus detractores. Es lo que me ocurrió el jueves pasado. Se proyectaba un «pase extra» de «Elliott Erwitt. Silence Sounds Good», película de Adriana Lopez Sanfeliu (1). Menos mal que mis amigos Laura [Pérez Vernetti] y Andrés [Salvarezza] (2), que lo vieron en el pase normal, me avisaron de su interés.
      Elliott Erwitt (1928-2023) era para mí, hasta este documental, uno de los grandes fotógrafos contemporáneos. Ahora es también un rostro familiar —a veces amable, otras crispado—, un fantástico conversador y alguien que lucha denodadamente con la edad sabiendo que no conseguirá vencerla, pero de momento puede ir ganando batallas. «Solo soy serio en no tomarme nada en serio», dice de sí mismo, pero no es más que una frase. Su ejemplo es un poco menos retórico y algo más hondo. Erwitt se muestra exigente y riguroso solo en un aspecto, su trabajo. La fotografía. El resto —su casa, su forma de relacionarse, su manera de hablar y hasta de pensar— son de una informalidad que roza el descuido. Un carácter, se diría, muy neoyorquino. Un modelo que aquí a veces llega deteriorado, a través de imitadores que resultan descuidados en la esencia de su trabajo e inoportunamente exigentes en inocuas formalidades.
      El documental regala algunas reflexiones sobre el arte que no dejo pasar por alto. La primera es posible que suene a tópico; de hecho, la puede decir cualquier persona, pero en la voz de Elliott Erwitt gana una connotación que estremece. «Una fotografía no es más que una mirada». Se da por sentado que el hecho de que la gente mire es, digamos, objetivo. Igual que se cree que la gente entiende lo mismo al leer lo mismo. O piensa cuando está pensando. Mirar, pensar, leer… lo más arduo que un ser humano tiene que aprender suele estar ausente de cualquier aprendizaje reglado. Se da por hecho. Y así nos va. Me gusta ver cómo miran los adolescentes. Si caminan por el campo, miran al suelo; por la ciudad, miran a un desconocido punto de fuga (4). Si se les obliga a detenerse en un mirador, contemplan su móvil. Es obvio, nadie les ha enseñado a mirar y no son capaces de ver nada. Eso pone nervioso a cualquiera. La cosa empeora, porque en esta época se nutren a todas horas de imágenes, compulsivamente, como quien trata de ocultar que en realidad no entiende nada de lo que ve. Si uno les deja una cámara, inmediatamente posan y se fotografían a sí mismos. Una fotografía es solo el resultado de lo que uno sabe ver cuando mira.
      Más adelante Erwitt formula otra definición interesante: «La fotografía es composición, contenido y magia». El interés aparece cuando la directora del documental, y a su vez amiga del fotógrafo, le pide que explique qué es magia. Elliott se niega. Adriana insiste con un argumento algo pedestre: «si lo cuentas en todas las entrevistas que te hacen». Elliott responde que realmente los periodistas siempre le preguntan lo mismo, se irrita y se cierra en banda. ¿Qué magia sería aquella que se pueda explicar?, debe de pensar Erwitt. Y tiene razón. ¿Cómo le denominamos a eso que hace que, ante dos composiciones correctas y un contenido similar, insistamos en mirar solo una de las dos? Magia. Los clásicos, los antiguos, conocían bien el efecto. Destacar era imponer en una reunión de poetas la visión propia ante un tema obligado. Los participantes decían lo mismo, con técnica parecida, pero solo uno enamoraba a todos. Hoy el arte le ha dado la vuelta al calcetín: lo obligado es que nadie lo haya hecho antes. La magia ha pasado a ser una cuestión policial. Si se descubre un precedente, el encanto se devalúa. Cosas de la época.
     Aquello que Erwitt dice se ha dicho ya muchas veces, pero él lo repite con magia. Lo que, sin embargo, no se suele decir es lo que espontáneamente suelta mientras su editor y él miran fotos antiguas. Llegan a una donde aparece un niño negro, con una sonrisa espléndida, que está apuntándose con una pistola en la sien. Erwitt la hizo cuando tenía veintipocos años. «Es mi favorita —dice—, es mi favorita porque no tiene significado. Cada uno puede ver en ella lo que quiera ver». Y es cierto. Ante esa foto —niño sonriente con pistola en la sien— uno no sabe qué ha de pensar. Esta es su lección magistral en la película. Una fotografía no es una mirada que crea significados —nos ahogamos en su exuberancia—, sino que los destruye.

Notas: 
1. El acento ausente es cosa de la autora, no mío. 
2. En su Diario, que leo estos días, veo que Virginia Woolf pone el nombre de sus amigos y el editor contemporáneo añade entre corchetes el apellido. Como mi diario jamás tendrá editor ni comentarista, me toca, como autor —cervantinamente (3)— ser también su editor, así que les pongo yo los corchetes. Y comento en nota al pie: «Laura Pérez Vernetti, dibujante de cómics, y Andrés Salvarezza, fotógrafo, a quienes el autor conoció en un ascensor del Ateneo a principios de siglo». 
3. Por el hecho de que Cervantes el único papel que se atribuye a sí mismo es el de haber comprado su libro en un mercadillo. Aunque bien pensado, no solo lo compró, sino que también pagó un traductor. Posiblemente fuera el primer productor de la historia. A falta de productores en la época, tuvo que ingeniárselas. 
4. Vivo a cinco minutos del instituto —cruzo tres calles— y mis compañeros, que tardan cuarenta minutos en llegar, me dicen —diciéndoselo a sí mismos—: «te encontrarás con alumnos por la calle». Suelo responderles: Continuamente, aunque rara vez me ven.


martes, 14 de enero de 2025

Retrato conmemorativo de Julio Verne. Relato


No me hizo ninguna gracia que me reclamaran para un trabajo así. Un fotógrafo de fiambres es lo último que me dejaría llamar antes de soltar un mamporro al que lo pronunciara delante de mí. Pero también es verdad que si se lo pidieran a otro, aún me lo hubiese tomado peor. Y no solo porque lo cobrara en mi lugar, sino porque en este caso el difunto era renombrado y eso se transmite como la pólvora a todo cuanto se relaciona con él. Ahora sobre todo, cuando el célebre ya no va a poder disfrutar de otro privilegio que no sea el descanso eterno. Vaya, que me presenté en el 44 del bulevar Longueville, aquí en Amiens, más que dividido, peleado conmigo mismo. Como siempre, de hecho.

Me había avisado, con un billete garabateado que me trajo un muchacho, el hijo, el señor Michel Verne. Él mismo fue quien me abrió la puerta. Lo conocía de vista. Un tipo de mi edad. Elegante. De mundo. Con un buen retrato. Esta posibilidad y sus maneras cosmopolitas diluyeron el vinagre con el que había recibido el encargo. Enseguida se da cuenta uno de que no le han llamado por la rancia costumbre, sino por respeto al arte de atrapar lo que la vida de sopetón se ha llevado por delante como hace siempre, sin preguntar a nadie si el momento era el adecuado.

Dejo la cámara y los instrumentos de trabajo en el recibidor, al cuidado del chico que me ayuda a transportarlos, y paso con el hijo a la estancia del padre. El afamado escritor reposa. Se diría, como se conjetura de todos los finados, que duerme. El pelo revuelto sobre la oreja por haber estado tumbado de un costado. La barba blanquecina. El pobrecito había penado una triste enfermedad durante los últimos días. Le digo al señor Verne que no es menester cuando propone enviar al ama de llaves por un peine. Contemplo sus dedos en las manos entrelazadas sobre el pecho. Sosegado ante el tránsito. Sugiero que le alcen un poco la cabeza con otra almohada debajo de la almohada. El encuadre, perfecto. Voy a decirle que ni se mueva al padre, pero me retengo a tiempo y le pido al hijo que no toque nada. Y salgo del cuarto a buscar mis bártulos con la fotografía que quiero hacer ya hecha en el pensamiento sin siquiera haber montado la cámara sobre el trípode.

No veo, la verdad, una diferencia entre fotografiar personas en vida o ya idos. Quiero decir, la diferencia está en la realidad, pero no en la imagen. Ocurre igual que con los relojes. Puede que haya uno que no funciona hace años. El fotógrafo obra con él el milagro de devolverle a la cronología. La hora que señala ya no será la antigua en la que se detuvo o la presente siempre inverosímil, sino la real de la escena captada. Lo mismo ocurre al contrario. Aquel reloj que trabaja corrientemente, la estampa lo detiene para siempre. Vida y muerte se confunden en la fotografía. Los vivos quedan atrapados en idéntico hieratismo al de quien perece; los muertos permanecen iguales a sí mismos en el papel mucho más allá de lo que el tiempo está dispuesto a respetarlos.

Y en cuanto extraigo la placa de la cámara ya huelo la pólvora de la fama contagiándome y encendiendo mi nombre. Quién habrá captado este estremecedor instante, se preguntará aquel que en el futuro admire las obras del genio. Los dos, fiambre y fotógrafo, de la mano, eternos. Como manillas de un reloj estropeado, pero siempre en hora.

martes, 7 de enero de 2025



JORDI DOCE 
Un poema

SUROESTE Nº 14 
Badajoz, 2024

lunes, 16 de diciembre de 2024

Fotografía y realidad


 (1. La complejidad)

La fotografía no solo se suele calificar, junto a la pintura o al teatro, como una práctica artística de carácter representativo, sino que ha sido considerado el arte mimético de la realidad por antonomasia. De la pintura y del teatro se discute el grado de realidad implicado en su representación, pero en la fotografía se da por supuesto, a la par que su capacidad de retrato de lo real, su sometimiento a esta función del modo más inerte.

El hito que le dio origen, en fechas tan tardías como es el siglo XIX, tiene dos dimensiones. Una es química. La primera fotografía que reconoce la historia, «Vista desde la ventana en Le Gras» de Joseph Nicéphore Niépce (1765-1833), se consigue mediante la disolución de «betún sensible a la luz en aceite de lavanda» aplicada en «una fina capa sobre una placa de peltre pulido». La química cuenta la vida secreta de la fotografía durante siglo y medio. El siglo XXI la ha convertido en un producto informático, ya sin vida propia. No es esta una mala metáfora de la transformación de la realidad en la revolución tecnológica.

La química era un saber laberíntico, pero explícito. Uno puede desconocer lo que es el betún, en qué consiste su cualidad de sensible a la luz y quizá no sepa qué es el peltre, aunque cualquier diccionario se lo explicará como una aleación de estaño, cobre, antimonio y plomo. No son conceptos comunes, pero conforman una mecánica, difícil quizá de poner en práctica, pero sencilla de comprender a grandes rasgos. Esta ha sido la razón de ser de la fotografía clásica: un complejo proceso mecánico de plasmación de la imagen. Conocimientos que caracterizaban el oficio del fotógrafo, que necesitaba ser, antes que un captador de imágenes de la realidad, un técnico en la plasmación de estas imágenes. El proceso era completo, arte y oficio entreverados. Igual, por otra parte, que siempre había ocurrido en la pintura, y posiblemente también en el teatro. No existe genio pictórico que no esté basado en un conocimiento exhaustivo de pigmentos y disolventes, ni autor teatral que no se haya subido a una escalera con un destornillador en la mano. El fotógrafo, al igual que el pintor, firmaba al mismo tiempo su mirada y su pericia técnica. Una y otra, sin embargo, se corresponden con dos categorías diferentes de la realidad. Mientras la primera establece una relación de representación a posteriori, con mayor o menor subjetividad, de lo real; la segunda, la pragmática fotográfica, es un elemento más de la realidad: proceso real que produce un elemento real, antes inexistente, y que exige una interpretación real, producida a partir de su capacidad para interactuar en el presente absoluto de la realidad.

De la fotografía clásica, la que se desarrolla en los siglos XIX y XX, es posible afirmar tanto que tiene un valor de representación de la realidad, como de acontecimiento real. Es más, del fotógrafo habrá que afirmar además que interviene en dos momentos diferentes de la realidad: en el presente de la captación de una imagen, al seleccionar los parámetros técnicos con que desea tomarla, y en el presente de su plasmación y elaboración como imagen. Afirmación que no se convalida en otras actividades artísticas más antiguas, que con frecuencia sustituyen el primer momento por la memoria. De la combinación de ambos presentes solo puede surgir una representación compleja de lo real, donde la complejidad se deriva precisamente del grado de realidad implicado en el proceso. Al menos tan complejo como las otras artes a las que se reconoce, por la implicación de la realidad en su génesis o en su proceso, una capacidad de transformación de lo real, como el arte pictórico o la literatura.

La segunda dimensión de la fotografía es plástica. La primera imagen fotográfica que la historia recoge, en 1826, denominada poéticamente heliográfica —es decir, escrita por el sol—, solo refleja las anodinas vistas que su inventor, antes que fotógrafo, veía a diario en la ventana de su laboratorio y taller. Paredes, tejados y chimeneas de los edificios próximos. También una de las primeras impresiones tomadas por Louis Daguerre (1787-1851) por el procedimiento al que dio nombre, y sin duda el daguerrotipo más célebre de la historia, son unas vistas de un paseo urbano, el Boulevard du Temble (1837), desde lo alto de un edificio en París, la ciudad del inventor y fotógrafo. El dato no resulta trivial. Estas imágenes son el punto de partida de la historia de la fotografía, que después de esta primigenia constatación del lugar propio la conducirá hasta acompañar los lugares-otros más extremos, tanto lo nunca antes mostrado como lo nunca antes visto, que incluye todas las ocurrencias de lo insólito. Pero el origen consagra una función principal que acabará por ser recurrente, la de un reconocimiento.  Tal como parece denominarlo Daguerre tras el resultado exitoso de uno de sus primeros experimentos con el aparato de su invención: L’Atelier de l’artista. La fotografía, se podría concluir, por esencia reconoce el presente de quien la practica, sea su ámbito cotidiano, sea el de su descubrimiento.

Es más, sin una interacción directa y concreta con la realidad, sin que se produzca este reconocimiento, la fotografía no existe. De modo que su carácter representativo opera en sentido opuesto al de las demás artes: mientras que estas generalizan, a partir de incontables experiencias reales, la imagen de la realidad que trazan; la fotografía la detiene en un único instante —diez minutos en la vida de Daguerre, mínimas fracciones de segundo en la de un contemporáneo— de la realidad, necesariamente vivido por el fotógrafo. Mientras otras disciplinas tratan de explicar la realidad mediante la creación de un doble de lo real, la fotografía realiza un duplicado. Es decir, un documento que tiene el mismo valor que el original. Sin esta interacción con la realidad, que impregna la creación fotográfica e implica una relación privilegiada con lo real, no se concibe la fotografía. El cine, aunque sea un arte derivado, inmediatamente descubrirá la técnica de filmar un doble —Georges Méliès fue el pionero en el desvío del cinematógrafo en favor de la fantasía—, apartándose desde el principio de su inicial esencia fotográfica.

En resumen, las relaciones con la realidad del arte fotográfico exceden la simplicidad de la mera representación, e implican una complejidad singular, no compartida con ninguna otra disciplina artística, hecho que no siempre se ha reconocido.

 

(2. La simplicidad)

Este preámbulo sobre las complejas relaciones de la fotografía con la realidad, aunque no lo parezca, carece de intención reivindicativa. Existe un desprecio explícito por el arte fotográfico por parte de pensadores y creadores que se ha extendido por toda su historia. Y quizá lo que resulte aún peor, un menosprecio que se ha transformado en hiriente silencio en sus ensayos y teorías. Lo cierto es que no vale la pena refutar lo que no se ha pensado con la suficiente solvencia. El interés de discernir las complejas relaciones de la fotografía con la realidad es alertar hacia el fenómeno de su simplificación desde que se ha impuesto, de modo generalizado, la imagen digital.

         Atravieso la plaza de la Sagrada Familia, en Barcelona, al menos una vez por semana. Podría rodearla en el tránsito desde mi domicilio a mi destino por las calles adyacentes. Alguna vez lo hago por evitar las aglomeraciones turísticas de los alrededores del monumento, pero en general tomo la decisión de seguir el itinerario más directo. Me entretiene evaluar en qué asombrosa cantidad de fotografías saldrá mi imagen caminando cuando las revisen o las muestren en los lugares más alejados del planeta. Hay días que paso literalmente delante de una muralla de móviles enfocados a las torres de Gaudí. A veces entro en la plaza al mismo tiempo que algún grupo de turistas y mientras continúo ellos se detienen y fotografían lo que acaban de ver. Es tan instantáneo el gesto que realizan que mi descripción resulta inexacta. Más preciso parece afirmar que lo fotografían antes de verlo, es decir, para verlo.

         Se diría, en una primera impresión, que esta actitud contemporánea exacerba la presencia de la realidad con la que interactúa la fotografía, una de sus características más notables de su práctica. Claramente quien realiza la toma sustituye la contemplación real del monumento por el trajín con el encuadre de su móvil. ¿Es esta una práctica que intensifica la realidad con la que la fotografía se relaciona? Es difícil comprender la dimensión de este hecho sin apelar a la relación habitual del individuo contemporáneo con su teléfono. Pongamos algún ejemplo. Las personas sentadas en el metro ya casi unánimemente viajan con los ojos fijos en la pantalla de su aparato. Las que viajan de pie, no siempre, pero he visto acciones de cierta violencia por conseguir un asiento libre para, en el mismo gesto con el que se sientan, extraer el móvil de bolsos o bolsillos. ¿Qué función tiene entonces el móvil en su viaje? Obviamente, anular su realidad —¿incómoda, aburrida?— de viaje. Sustituirla por la irrealidad paralela de cualquier entretenimiento, sea una red social o un juego. Ante la Sagrada Familia, que no es un monumento complicado, pero que sí ofrece una lectura con cierta complejidad por su peculiar estilo, sus épocas de construcción y sus dimensiones. Complicaciones que resuelve la fotografía al instante sustituyendo la lectura de la persona por la de la cámara del móvil. Y en el momento en el que se produce la fotografía, un segundo después, la comprensión resulta ya innecesaria: la memoria del aparato ya guarda el original. El objetivo de conocer ya se ha cumplido. En suma, la fotografía ha dejado de intensificar la realidad al buscar el modo de capturarla en un instante, para convertirse en el método más eficaz para despejar todas las singularidades con las que nos apela e incomoda. Es decir, para anularla. Para sustituirla, proyecto implícito, por cierto, en cualquier aplicación informática.

Si después de fotografiado el monumento lo miran es un asunto discutible, con frecuencia los descubro dándole la espalda para encontrar una mesa vacía en una cafetería. Y he observado también que a continuación lo que sí observan de modo sistemático es la fotografía que acaban de realizar. Revelada ante su mirada de manera mágica, sin implicación de esfuerzo ni de tiempo. Sin realidad que medie entre la toma y el visionado. Y lo que ven en la pantalla, grato a su vista porque ha sido obra suya, índice de su singularidad, no de la del monumento ni la del momento de vislumbrarlo, les colma más que la realidad, que estando allí tan cerca, sin embargo, no la veo comparecer por ninguna parte.  Cabría entonces concluir que la fotografía digital, o quizá fuera mejor empezar ya a llamarla fotografía de la inteligencia artificial, ha dilapidado en apenas dos décadas la herencia de dos siglos de hercúleos esfuerzos de un arte por relacionarse, de tú a tú, con la complejidad de lo real. La FIA no es que sea una completa representación de lo real, es que se ha convertido en el anhelado antifaz con el que algunos se acuestan para permanecer dormidos más tiempo.

miércoles, 11 de diciembre de 2024



DENTRO DE LA FOTOGRAFÍA 1

 

No parece distinta

                   de otras malas fotografías:

los rostros de dos mujeres fuera de cámara

…la cara iluminada

                   de una niña sentada en el suelo

 

A través de los años

                   observo a la fotógrafa

indecisa ante la máquina

         que intenta encuadrar la escena

y la risa súbita decide la toma

desde su rincón en el piso, -consigue recordarlo-

visiona el detalle del dedo

                   apretando el flash

[...]

 

Rosa Lentini, Hermosa nada

Bartleby Ed. Madrid, 2019. Pág. 73


martes, 3 de diciembre de 2024

Saul Leiter: cuaderno de notas


1. Existen épocas adánicas en las que artistas y escritores creen haberse inventado el arte y la literatura. Algo así ocurrió en «los legendarios años sesenta y setenta». La ironía del adjetivo le pertenece a Cynthia Ozick (1928), novelista neoyorquina y audaz crítica literaria, que sigue pensando: «Para asegurar el estatus de su subversión literaria, esas décadas se vieron obligadas… a denigrar y despreciar, y a veces a hacer volar por los aires, a su predecesora inmediata, la década del 50». Años —continúa— «mediocres, constreñidos… conformistas, olvidables y rancios», según opinaban los adánicos recién llegados entre aullidos y chascarrillos de autoestopistas. «La realidad fue todo lo contrario, y de manera sublime. De hecho, fue la Era de la Poesía, una exaltación y un pináculo; desde entonces no ha habido otro». Acierta Ozick, que está pensando en T.S. Eliot y en W. H. Auden, pero a mí me parece que no existe mejor presentación para un fotógrafo de los años 50 que no desentona escondido en la Era de la Poesía: Saul Leiter.

2. La fotografía es, en esencia, melancólica. Se suele creer que es porque muestra el pasado. Quizá. En la fotografía analógica, que requería un tiempo entre el disparo y la visualización de la imagen, parece ser así. Pero esa no es su esencia; si no, hubiera desaparecido con la fotografía digital. Su inmediatez, facilidad e ingente cantidad hace que esta ni siquiera tenga oportunidad de reflejar el pasado. La gestión de tal volumen lo hace difícil. Pero, las buenas fotografías digitales, entre tantísimas triviales, poseen un poso melancólico. Es la melancolía del presente. Solo quien dispara puede entenderlo. Lo que aparece en la imagen siempre es un instante que el sujeto no ha visto. De hecho, porque no es posible verlo. La velocidad de captura de cualquier cámara es tan rápida que refleja un fragmento de tiempo que el ojo humano no puede distinguir. Sería como intentar contar décimas de segundo en un segundero convencional. Entre un segundo y otro, no se consigue determinar una secuencia sin el uso de las máquinas. Resulta imposible. Pero la cámara sí ve en esa frecuencia lo que quien dispara no ha visto. Ese es su poso melancólico.

3. Las fotografías de Saul Leiter muestran características idénticas a las de poetas de los 50, como Auden: un trabajo formal intenso, minucioso, pero imperceptible; una ironía constante y profunda, incluso metafísica; una proximidad cotidiana que se manifiesta como una incesante fuente de sorpresas; y la presencia de un yo muy sutil, que al mismo tiempo que se advierte, se desconoce: solo del yo se sabe que se ha escondido.

4. «Era la Era de la poesía, —recuerda Cynthia Ozick— precisamente porque todavía será la era de la forma, cuando la forma, incluso si era abandonada, estaba allí para ser abandonada… Y la forma… significaba, al fin de aspirar a lo ilimitado, la presión de los límites». Es difícil no pensar en Saul Leiter al seguir los pasos de este análisis literario. Hay en todas las tomas del fotógrafo un control tan estricto de los límites de la mirada que permite que fluya en su interior, como entregado a su propia improvisación, lo ilimitado en la vida cotidiana.

5. El recurso técnico —su manera de interpretar la era de la forma— más sorprendente es una suerte de doble encuadre. Sobre el fotográfico, que suele ser el que establece las relaciones formales, geométricas, en la elaboración de la imagen, Leiter traza un segundo encuadre, que ya no se corresponde a la fotografía —incluso deja zonas extensas del cuadro ciegas, sin imagen—, sino a la mirada. Un procedimiento que sobrepone al encuadre de la cámara el auténtico encuadre del fotógrafo, que dispara detrás de una cortina, en lo alto de un balcón, a través de una ventanilla de automóvil, desde dentro o desde fuera de lo observado. Vilém Flusser (1920-1921), filósofo de la fotografía, dejó pensada una acusación sobre el acto de fotografiar, vinculado más a la programación de la cámara que a la voluntad del sujeto: «en el gesto fotográfico la cámara hace lo que quiere el fotógrafo, y el fotógrafo debe querer lo que puede hacer la cámara». Lo escribió en 1983. Treinta años antes, Saul Leite ya se había planteado mirar al margen del encuadre de la cámara. Se limitó a esconderse para fotografiar y esa fue su manera de descubrir lo ilimitado.

6. Flusser había afirmado también que «la condición cultural está encerrada en el acto de fotografiar, no en el objeto fotografiado». Es una obviedad que aún no parece haber aprendido nadie. A veces reviso las redes sociales donde personas de toda condición cuelgan sus fotografías: en la mayoría aparecen ellos, a distancias que impiden haber alargado el brazo para tomarlas. Un retrato, ¿es la fotografía de quien posa o la de quien dispara? ¿O lo es de la marca de la cámara, como opinaba Flusser? Obviedades teóricas que la práctica convierte en incomprensibles. No es fácil, desde luego, desentrañar la subjetividad de quien dispara, pero Leiter consigue en cada imagen que no se atienda a lo representado sino a aquellos pensamientos que tuvo el fotógrafo en el momento de disparar desde su escondite. 

7. Un elemento esencial de la poética de Saul Leiter es la devoción por lo fortuito. El pensamiento filosófico de las generaciones anteriores a la suya les llevó a pensar una historia posible que dinamitara el punto de vista jerárquico. La intrahistoria. En el pensamiento fotográfico contemporáneo a aquel movimiento intelectual primaba lo contrario, el posado. Obligado, es cierto, por las exigencias de la cámara. Pero también la fotografía de exteriores mostraba no solo el tiempo detenido, sino también construido. La ciudad de Eugène Atget posaba para él durante las horas de la madrugada que elegía para mostrarla completamente vacía. Leiter, que forzaba ángulos, empañaba cristales, daba protagonismo a los reflejos, adoraba los paraguas, entorpecía la visión… prefirió siempre lo ocasional a lo monumental. Esa es la frescura de su ciudad, tan vital en la década de los cincuenta como hoy mismo. Resulta sorprendente cómo en lo nimio de la vida urbana descubre lo único perenne.

8. Como fotógrafo formado en la segunda mitad de la década de los 40, las primeras placas de Saul Leiter son en blanco y negro. Lo que sorprende en esta época inicial es constatar que carece de clasicismo en su aprendizaje. Junto a las incipientes fotografías urbanas, capta también interiores íntimos con desnudos femeninos. No aprovecha, sin embargo, esta circunstancia sosegada para preparar la toma, ni siente la tentación de crear una expresión concreta con la imagen. Aunque tomadas en la misma estancia, se diría que son fotos robadas, disparadas aprovechando un descuido de la modelo, mientras la cotidianidad trascurre a su alrededor. Distorsiona encuadres, aleja lo que parece exigir primeros planos, o acerca tanto la cámara como para que este declare su impotencia a la hora de retratar un cuerpo. Prefiere mostrar gestos ausentes, posiciones abúlicas, instantes de desidia. Se diría que aprende a ser vanguardista antes que a ser fotógrafo.

9. En los años 50 asume el color con naturalidad. Creo que no existe transición más corriente en la historia de la fotografía. En 1946 Leiter había llegado a Nueva York, desde su Pittsburgh natal, con tubos, lienzos y paleta de pintor. Y ya en sus fotos en blanco y negro recurre a todo tipo de recursos (desenfoques, granulados, contrastes) para conservar una impresión pictórica de la imagen. Cuando llega el color, lo extiende por las superficies captadas con la misma técnica, como si los objetos carecieran de cromatismo y fuera el fotógrafo quien coloreara con tenues pinceladas cada detalle. Hasta es posible que en la ciudad existan los colores de Saul Leiter, pero quien los admira cree que han nacido todos de la paleta de pintor extraviada poco después de llegar a Nueva York.

10. Hay algunas buenas fotos con la imagen de Saul Leiter. Si un fotógrafo no sabe a quién ha de dejar que le retrate, mejor olvidarlo. En la que prefiero ni siquiera aparece con rostro joven y con la carismática Reflex TLR entre las manos, sino que tiene 87 años y maneja una DSLR como cualquier turista con buen sueldo. La foto es de Margit Erb, en 2010, y en ella aparece Leiter agazapado, en una calle de Nueva York, tras una pared negra, con abrigo de invierno y mejillas enrojecidas por el frío, no se sabe muy bien si el de aquel día o aún por el helor de las nevadas en los años 50, de las que no se perdió ninguna.

11. A las fotografías de Leiter se las puede considerar poemas no por el tema que puedan tratar, ni siquiera por la sutileza o primor de sus tonos, sino por las implicaciones literarias que tiene su lectura. Pondré un ejemplo: hacia 1950 fotografió desde un balcón (tal vez un segundo piso, porque permite que se vea un fragmento de la baranda del primero) una calle nevada cubierta de huellas: Footprints es el título. Por el extremo superior derecho, de un encuadre vertical, está a punto de salir de la imagen una persona (una mujer, parece) que camina bajo un paraguas rojo. La foto es esa mancha superior roja, redonda, sobre una lámina blanca. La experiencia visual de la foto no remite al clima ni a la vida urbana, sino directamente a Perceval, quien vio cómo del cuello de una oca caían tres gotas sobre la nieve que le recordaron el fresco color en el rostro de la amada. O quizá recuerde unos versos de Luis de Góngora: «Invidïosa sobre nieve, / claveles deshojó la Aurora en vano». O, ya en época contemporánea, evoque al rapsoda sueco Bruno K Öijer, que vio cómo un ciervo herido lamía «pétalos rojos en la nieve», o a las huellas rojas que deja en un poema Francisco José Martínez Morán tras haber «pisado cristales con los pies / descalzos». En todo caso, el mejor comentario de la fotografía quizá lo presagió un aullido de Miguel Hernández sobre el helor de la madrugada: «El tiempo es sangre».


domingo, 24 de noviembre de 2024



En la sombra silenciosa de los salones, de persianas entreabiertas, entre los muebles que permanecían en el mismo sitio, iba por un rato largo, tan luego se había levantado, a enternecerse todavía ante los retratos de su mujer: allí una fotografía de cuando aún era jovencita, poco tiempo antes de los esponsales; en el centro de un marco, un gran retrato al pastel cuya vitrina brillante ora la mostraba, ora la ocultaba en una silueta intermitente; aquí, sobre un velador, otra fotografía de marco cincelado, un retrato de los últimos tiempos, en el que ya ofrecía ella un aspecto de pena, de lirio que se marchita... Hugo ponía en ellos los labios y los besaba como a una patena o como si se tratara de reliquias.

 
Jorge Rodenbach, Brujas la muerta
Montaner y Simón SA, Barcelona, 1944 
Traducción de Nieves Salvatierra. Págs. 74-75

sábado, 16 de noviembre de 2024

El aro del sentido


Veo la película El círculo (Daeré, 2000) de Jafar Panahi, un director iraní que coloca la cámara donde los demás, habitantes de cualquier populosa ciudad, simplemente tenemos la mirada. La estructura circular de la narración me cautiva, pero lo que me fascina son los cabos sueltos que va dejando la rueda al girar. Uno de los personajes, que protagoniza solo unos minutos de la cinta, es una joven asustadiza e ingenua, Nargess, de la que el espectador solo sabe que acaba de salir de la cárcel y trata de llegar a su pueblo. Cuando consigue finalmente encontrar el autobús y un billete para acceder a un asiento, unos minutos antes de partir, se da media vuelta, abandona la estación y se dirige a una abigarrada zona comercial donde compra una camisa blanca bordada, igual que otra que vestía un hombre con quien se ha cruzado fugazmente un rato antes. Camisa en la que se gasta todo el dinero que posee. Luego el círculo continúa dando paso a otra protagonista en la infernal rotación de la discriminación femenina. Y la película deja al espectador sin conocer nada de las intenciones de Nargess. No solo sin saber para quién era la camisa, cuya caja abraza contra el pecho al correr por las calles huyendo de sí misma, sino si ese incógnito destinatario en realidad existe.

         La escena me recuerda, en otro orden de artes, los extraordinarios encuadres sobre retratos que muestra la exposición, recién inaugurada en la sala KBr de Barcelona, de la fotógrafa norteamericana Consuelo Kanaga (1894-1976), que resultan pioneros de algunos célebres retratistas del siglo XX. Su uso del encuadre, para cercenar cualquier contexto informativo en la imagen de la persona retratada, potencia de manera sorprendente su expresividad. La exposición presenta también diversos encuadres de un mismo negativo, demostrando que cuanta menos imagen se muestra, más intenso resulta lo que se ve. Incluso en la fotografía de una madre con sus tres hijas, el encuadre más cerrado, en el que solo aparecen dos de ellas, multiplica su capacidad de sugerencia. 

Consuelo Kanaga, «Sin título (Nueva York)», 1924

        Ambas experiencias, la de la película de Panahi y la de las fotografías de Kanaga, apuntan hacia la cuestión del significado. Y los dos ejemplos muestran cómo, a diferencia de los elementos formales, cuya concreción es una exigencia unívoca, el significado que los acompaña no tiene por qué cumplir con esta obligación. Hay una inercia a pensar que el interés por el significado artístico aumenta conforme su apertura es mayor, es decir, cuanto mejor comprendemos todos los elementos de la lógica de un proceso significativo cualquiera, como ocurre en la ciencia o en el periodismo. Pero, a diferencia de las formas, el significado se empobrece en su concreción. Cualquier significado en arte, expuesto en todos sus aspectos, acaba militando en las filas de un tópico. Por ejemplo, si el director hubiera ofrecido explicaciones sobre la necesidad de que Nargess comprara una camisa (para quién, por qué, con qué propósito…), el espectador, habiendo comprendido las razones del comportamiento, las archivaría bajo una etiqueta donde acumula infinidad de casos similares y, por lo tanto, triviales. La singularidad de Nargess, su razón artística, arraiga directamente en la ausencia de significado. Igual que la pérdida de información de un negativo de Kanaga intensifica su expresividad. Es decir, los agujeros negros del significado —como los que gravitan por el cosmos— despiertan y potencian la sensibilidad del receptor, la misma que la información adormece.