lunes, 14 de julio de 2025

Edward Weston y las fotógrafas



Pasear por las salas de la exposición «La materia de las formas» [KBr Mapfre, junio-agosto de 2025] es lo más parecido que conozco a sentarse en el suelo para escuchar las historias sobre la guerra de Troya que cuenta un tal Homero. Un tal Edward Weston (1886-1958) evoca en placas de cristal, con una impecable profundidad de campo y extraordinaria nitidez, la belleza que descubre en los lugares inhóspitos. Da lo mismo los miles de años que separan a uno de otro, en los albores de una disciplina artística siempre existe alguien que descubre la inmensidad de sus posibilidades, y en paralelo, las agota. Weston, como Homero o Velázquez, pertenece a esta estirpe de artistas. Cien años después de que tomara sus placas, bien de panorámicas, bien de primeros planos, el visitante de la exposición revisa mentalmente su propia colección de instantáneas y dudo que encuentre entre las suyas ni siquiera una que no la hubiera pensado ya el genial fotógrafo norteamericano.

         En 1948, cuando a Weston ya le era muy difícil hacer una fotografía como las había hecho desde el principio por el acoso del Parkinson, el cineasta Willard Van Dyke filmó una espléndida película, The photographer, donde a Weston se le ve muy serio, e incluso ausente, más una efigie representándose a sí mismo que un fotógrafo en activo tratando de descubrir el más allá de la realidad que tiene delante. Impresiona que en una época donde las cámaras hace décadas que viajan en el bolsillo, Weston siga cargando sobre su hombro, por sendas no siempre practicalbes, una enorme cámara de fuelle y de placas de cristal de gran formato. Con un trípode tan alto como él y una manta bajo cuya oscuridad poder enfocar. Su obsesión por la perfección fotográfica le mantuvo fiel a este tipo de cámara y al principio de Sheimplug.

La cinta de Van Dyke deja claro también el valor esencial que caracteriza la práctica de Weston y, por extensión, el arte fotográfico en general: el haber despojado la imagen de cualquier discurso —histórico o moral— ajeno a la ausencia de significado de la propia imagen. Ese fue su gran descubrimiento, igual que Homero despojó de grandeza y ejemplo moral a los grandes héroes épicos y los presentó con todas las menudencias del más ordinario carácter humano. Ambos definieron, desde sus respectivas iniciaciones, el marco conceptual del arte: la ausencia de discursos ajenos al hecho artístico en sí mismo. Me resulta curioso sentirme exaltado, como ante una proclama de vanguardia a principios del siglo XX, por esta revelación en una vieja película de los años cuarenta, en blanco y negro, con varias lagunas en su metraje, mientras alrededor continúa el empeño por encontrarle no solo sentido al arte, sino lo que es peor, funcionalidad. 

         No es el único paralelismo con Homero que me llama la atención. La Grecia clásica y su cultura son un gigantesco monumento exclusivamente masculino… para quien no haya leído la Ilíada, porque nadie ignora la importancia en la trama de una tal Helena de Troya y a muchos se les escapa que el núcleo narrativo esencial del cantar se encuentra en la disputa entre el rey dinástico, Agamenón, y el héroe guerrero, Aquiles, cuya enemistad estalla cuando el primero le arrebata de malos modos al súbito su sirvienta Briseida. El papel que las mujeres ejercen en la gran trama épica es, sencillamente, esencial; es decir, sin ellas no habría historia que contar. Algo parecido se podría afirmar del crecimiento artístico de Edward Weston. Sin el paso por su vida de tres mujeres fotógrafas difícilmente hubiera dejado de ser un magnífico fotógrafo convencional para convertirse en un genio del arte fotográfico. La primera, sin duda, fue Margrethe Mather (1886-1952). Se conocieron en 1913, ambos tenían 27 años, Weston era un fotógrafo del siglo XIX, excelente pictoralista, y Margrethe ya había abierto las puertas del siglo XX, olvidándose del preciosismo y atenta solo a las formas descarnadas que anidan dentro de las formas. Curiosamente, el camino de Weston cuando se conocieron dio un giro copernicano para crecer en el que había emprendido Mather.

         En la década siguiente, en 1921, se enamora de una actriz que la historia de la fotografía reconoce hoy con los honores más elevados: Tina Modotti (1896-1942). Como fotógrafa, Tina aprendió la práctica siendo modelo de su amante, pero su genio se desarrolló sobre todo en Méjico, donde se instaló tras un viaje circunstancial que se alargó una década. Lugar hacia donde arrastró a Edward, que vivió años feraces de crecimiento artístico en los que el influjo sobre Tina fue evidente al principio, pero el aprendizaje de esta fue tan fulgurante y empático con la realidad mexicana que acabó por transformar también la mirada de su maestro.

         Y aún hubo otra fotógrafa en la vida de Weston que le descubrió nuevas perspectivas. En 1928 conoció a la joven fotógrafa alemana Sonia Noskowiak (1900-1975), y poco después se fueron a vivir juntos. Sonia, que disfrutaba fotografiando conchas en la costa californiana, había viajado a América con un bagaje visual europeo innovador, el que habían desarrollado durante los años 20 los fotógrafos de la Neuen Sachlichkeit (Nueva Objetividad) y su propósito, anti-expresionista, de regresar a la simplicidad de las formas objetuales, captadas con precisión, orden y sobriedad. Para ello estimularon el uso de los primeros planos, útiles para mostrar detalles y texturas del modo más objetivo. Técnica que absorbió al instante Weston y se convirtió en un maestro del género, como demuestra su seriación de «Pimientos» y otras verduras. Y también de conchas marinas, como Sonia. Por cierto, ¿quién puede desmentir que el acierto del ciego Homero no fuera hilar una con otra todas las historias que le habían contado a lo largo de la vida sus amantes? 

martes, 8 de julio de 2025

El fotógrafo delante de la cámara: Lee Friedlander


1

Resulta común empezar el retrato del fotógrafo norteamericano Lee Friedlander (1934) mencionando la abrumadora dimensión de su obra: la treintena de gruesos volúmenes publicados, las múltiples exposiciones y los miles de imágenes que ha legado desde que empezara a ganarse la vida con una cámara a los catorce años.  La idea que suscita, sin embargo, no es, en absoluto, la de un fotógrafo hiperactivo. La colección completa de sus placas se debe de parecer mucho a la memoria de cualquier persona inquieta por cuanto le rodea. La única diferencia es que los recuerdos de Friedlander se pueden consultar impresos en blanco y negro: «Tiendo a fotografiar —dijo— las cosas que se encuentran frente a mi cámara». Es decir, lo que cualquier persona sencillamente ve, en el acto espontáneo y casual de la mirada. Aunque no es tan sencillo como eso —cualquiera de sus piezas, que parecen casuales, oculta una composición formal de gran complejidad—, la impresión que recibe el visitante de una exposición de Friedlander es que las fotos que ve han mirado el mundo por él.

         Se observa, sin demasiado esfuerzo, la ascendencia que tuvo en su trabajo Saul Leiter, once años mayor, aunque en el mismo proceso saltan a la vista las diferencias. Los mismos juegos de reflejos y de distanciamientos que en Leiter se acendran en imágenes intensamente poéticas, en Friedlander muestran una imaginación decididamente narrativa, que va desde la ironía hasta la crónica, y desde el apunte descriptivo hasta la explosión emocional. Como la obra de un novelista que hubiera partido de la influencia del poeta más puro.

         Tampoco resulta excesiva para el visitante de imágenes el excesivo número de las disparadas por Friedlander por otra razón. Su obsesión por trabajar formando series evita el efecto caótico de la abundancia. Su obra está perfectamente ordenada gracias a sus motivos recurrentes y a la generosidad de planteamientos al tratarlos. Las series que ha desarrollado en el curso de las décadas también son abundantes, desaparecen y resurgen con el paso de las décadas, y entre todas quiero destacar una que, en este momento, despierta especialmente mi curiosidad. Es frecuente que los fotógrafos deslicen, de vez en cuando, un autorretrato. Suelen ser obras maestras por lo alambicado de su composición, donde el objetivo de la cámara suele apuntar hacia sí mismo guiado por la mirada que se está observando sin conseguir verse, porque habitualmente el ojo que apunta queda oculto por el mecanismo que trata de detener el instante. Obras únicas y complejas, el autorretrato fotográfico acostumbra a ser una especie de arrepentimiento de quien ha caído en la tentación: la prohibida propiedad reflexiva de la imagen fotográfica. Regla que sirve para cualquier integrante de la historia de la fotografía, menos para Friedlander, que ha dejado, aquí y allá, multitud de autorretratos. Yo mismo no encontraría ningún problema, por ejemplo, para acompañar una ideal edición de mis Cien autorretratos ilustrada con los suyos. Es más, tendría ampliamente dónde elegir.

         Si el autorretrato clásico de fotógrafo suele serlo de su cámara, en primer plano, y de un yo que tiende más a la ocultación que a la exhibición —al contrario del embeleso en el yo del autorretrato pictórico—, los de Friedlander son una suerte de anti-autorretratos. Desalojados de ensimismamiento y pretensiones conceptuales, igualan sujeto y objeto en un mismo propósito: la narración de la calderilla de lo cotidiano. Una forma de decirse a sí mismo: mira que yo tan impuro soy, no desentono con las legañas del presente cuando se muestra sin haberlo acicalado previamente. De hecho, en algunos autorretratos frente al espejo aparece el fotógrafo con gesto de recién levantado, sin vestir y sin peinar. Igual que la realidad que tratará de reflejar en cuanto salga a la calle con la Leica.

         La primera característica de los autorretratos Lee Friedlander es, ya se ha mencionado, la abundancia. Y en coherencia, la segunda es la armonía con la que aparecen, perfectamente integrados, dentro de las series en las que esté trabajando en cada momento. Es decir, el yo se concibe también como una de las tantísimas «cosas» que están «frente a [la] cámara», y no solo detrás de ella. Para Friedlander, el fotógrafo no es un demiurgo, sino su opuesto, forma parte activa de la espontaneidad y del acaso en el que transcurre lo real. Al concebirse también como materia visible ante su propia cámara, y no solo como sujeto-creador, resulta del todo coherente —y en absoluto un ejercicio narcisista— que aparezca con tanta naturalidad y frecuencia dentro de las imágenes que capta.

         La tercera característica, ligada a la anterior, es, obviamente la variedad de formas en las que se autorretrata. Aparece como sombra, entera o fragmentada; como reflejo, incorporado a lo que retrate al otro lado del cristal; enmascarado; frente a un espejo, con frecuencia desnudo, sin arreglar o encamado; en el fuera de campo de un retrovisor; en primer plano o en una esquina del plano; detrás de una bombilla encendida o al volante de un coche; en fotos familiares y selfis (antes del concepto actual del selfi), solo, con su mujer o con sus hijos, posando o improvisando gestos teatrales; matizado por la sombra de la cámara o sencillamente expuesto frente al objetivo como evidencia de los estragos de la edad.

Es tal la variedad de autorretratos existente que exige al lector de sus fotografías una comprensión menos descriptiva y más esencial. Esta sería la cuarta característica del dispar conjunto. En múltiples autorretratos, como ya se ha apuntado, el yo se incorpora en plano de igualdad —no como creador, sino como personaje— a la narración de la imagen captada, sea mediante sombras, reflejos o figuras. Existe una fotografía que resulta emblemática de esta categoría: «Cañón de Chelly, Arizona», de 1983. Aquel año Friedlander se encontraba fotografiando el desierto y en cierto momento se detiene sobre un rectángulo de arena pedregosa y matorral bajo, encuadra en él su sombra —dibujada con un fuerte contraste por un sol posiblemente avasallador—, sitúa el círculo de su cabeza en el centro de una mata reseca, algunas piedras formando parte de su constitución, y dispara. El resultado sorprende: el paisaje desértico contribuye a perfilar los detalles profundamente irónicos —melena hirsuta y diversos abscesos repartidos por la piel— del yo.

         En otras piezas se observa el proceso inverso, es el yo quien incorpora la narración a un autorretrato de corte clásico. La placa más significativa de esta función quizá sea la titulada «Clínica Cleveland, Cleveland», de 2011, donde aparece en un plano medio el fotógrafo, con setenta y siete años, reincorporándose con dificultad de la posición de acostado en una cama hospitalaria, ojos entrecerrados y cuerpo desnudo, pero ocupado completamente por apósitos, cables de monitorización y electrodos. Una placa donde destaca el indudable protagonismo de un yo, pero no por sí mismo, sino por el padecimiento de la enfermedad.

         Junto a estas dos categorías —como personaje o como protagonista de una narración—, existen otros autorretratos que despiertan en la mirada de quien los contempla una estela poética. Son quizá aquellas placas donde se evoca a Saul Leiter con mayor claridad. Algunas traslucen una voluntad, incluso, metapoética, como la foto «Oregon», de 1997, con el disparador en la mano, la luz frontal y la sombra de la cámara, sobre el trípode, inscrita en el rostro. Aunque el más excelso autorretrato poético que realizó sin duda es «Maria. Las Vegas. Nevada» de 1970. En una habitación, junto a la cama deshecha, consigue fundir en una única imagen tres imágenes diferentes: el potente reflejo de la luz que cuela una ventana cuadrada, el cuerpo desnudo de Maria, su mujer y protagonista de múltiples retratos, y su propia sombra de fotógrafo con la cámara alzada a la altura de los ojos.

         Suele considerarse a Lee Friedlander como un artista innovador. Pero algunas novedades que se le atribuyen las comparte con muchos fotógrafos estadounidenses coetáneos de los años 60, una época cuyo principal propósito era derribar muros en el crecimiento del arte, también del fotográfico. La observación atenta de los autorretratos, sin embargo, ofrece una visión en la que Friedlander muestra una concepción que se adelanta a su tiempo. Este conjunto fue publicado, bajo el título Self Portrait, en 1970, en edición del autor, luego fue ampliado en 1998 y en 2005 se reeditó con el diseño de la primera edición. A diferencia de los autorretratos pictóricos, incluidos los de aquellos artistas que se pintaron a sí mismos en multitud de ocasiones, no se trata de una reunión de obras individuales. Si se toma como ejemplo la cincuentena de autorretratos de Rembrandt o la treintena de Van Gogh, enseguida se concluye que no forman conceptualmente ninguna unidad. Cada obra brilla en su singularidad. Juntas pueden sugerir algún rasgo de la personalidad del artista, pero no una idea artística diferente. Los cientos de autorretratos de Friedlander, sin embargo, no son una recopilación de fotografías dispersas, sino que forman un único conjunto que los articula y cuyo significado común demuestra el empeño de la autoedición de 1970. Forman, para su autor, una serie. Es decir, se presentan como un significado que trasciende las características individuales de cada pieza, cuyo valor lo adquiere por su relación con el conjunto, igual que los episodios transmiten solo fracciones del significado de una serie fílmica.

         Ahora bien, la seriación en un género artístico tan sensible al significado como es el autorretrato (tanto el pictórico como el fotográfico, ambos artísticos, y cabría añadir también el literario) es un rasgo del arte contemporáneo. El gérmen tal vez tenga su origen en Gerhard Richter (1932), cuya serie de 100 Selbstbildnisse fue desarrollada entre septiembre y octubre de 1993, pero solo expuesta y publicada en 2018. Otros artistas más jóvenes, en España, han mostrado un interés similar en épocas recientes, como Fernando Martín Godoy (1975) y su espléndida seriación de autorretratos en «Black Mirror Self-Portaits» (2018-2021), o la serie «Rostros», con sus vertientes gráfica y poética, en la que trabaja el artista Juan Manuel Uría (1976). A toda esta inquietud contemporánea por seriar la imagen de sí mismo del artista le precede la edición pionera de Self Portrait, que reúne los autorretratos de Friedlander disparados durante los años 60.

         La seriación del autorretrato inicia el camino de regreso del yo que anhelaba, en el autorretrato, su auto-comprensión. La seriación indaga el sentido opuesto, el de la incomprensión, la descomposición y, al cabo, el vacío del yo contemporáneo y su mutación en multiplicidad de fragmentos. Esta tal vez sea la innovación visionaria más importante de un fotógrafo estadounidense —nacido en Aberdeen, Washington en 1934— que parecía un cronista y resultó enmascarar un filósofo existencial en la abrumadora cantidad de imágenes de la memoria de sus lectores que les ha restituido. Incluidas también las que paulatinamente descomponen el yo de quien admira las fotografías de Lee Friedlander.

2

Una vez concluido el ensayo-polaroid sobre los autorretratos de Lee Friedlander, de paseo por una céntrica avenida de la ciudad asisto a una escena, por otra parte, harto habitual. Contemplo con indiferencia una pareja de jóvenes sentada en la mesa de una terraza, sonriente más por lo feliz que se ven los dos al estar juntos que por lo que en ese momento se estén contando. La muchacha, en un gesto repentino y casi automático, toma el móvil, estira el brazo, encuadra su jovialidad y dispara. El hecho ofrece una respuesta inmediata cuya pregunta surge diáfana en el pensamiento: ¿Para qué se fotografía uno a sí mismo?

         Recurrir al señuelo de la permanencia parece casi obligado frente a la conciencia de la finitud, y no solo del tiempo de cada cual, sino, y quizá más decisivo, de la felicidad que le toque en suerte. Más que un espejo, la fotografía se convierte así en el espejismo por excelencia. Quizá también en su tortura, ante la imposibilidad tantas veces de reproducir, tiempo después, aquello que se fotografió, sea la lozanía física o el instante prodigioso. Ahora bien, la fotografía, en sí misma, resulta ajena a esta conceptualización como espejismo de la permanencia o como condena de la finitud. Eso es lo que subraya la obsesión por los autorretratos de Friedlander. El error de la respuesta obvia está en que no es tal. La permanencia que ofrece el hecho fotográfico no puede localizarse en el porvenir, ni siquiera como espejo de un pasado. No resulta convincente otorgar a una simple imagen, siempre circunstancial, un valor metafísico.

La respuesta de la fotografía, cuya historia técnica no solo la ha acercado al instante, sino que lo ha superado siendo más rápida que el ojo que la guía, solo se concibe anclada en el presente. ¿Para qué nos fotografiamos? No para salvar el momento, sino para celebrar su existencia. Esta es la respuesta de Friedlander. La función de la imagen fotográfica no es prestigiar un instante (de particular felicidad, por ejemplo) frente a cualquier otro, sino solo mostrar que ocurría. En los múltiples autorretratos donde aparece en un interior doméstico, semidesnudo o con ropas de andar por casa, siempre despeinado, incluso ojeroso, ofrece una respuesta rotunda a la preocupación por la finitud: la esencia de la fotografía no es producir un ente estático ni una trascendencia propensa a la melancolía, sino solo revelar un presente: su intrínseca resistencia a lo que desaparece y la sustancial intrascendencia. Su certificación, en suma, de que cuánto se ha perdido —este sentido aparece conforme el joven fotógrafo se convierte en un fotógrafo maduro y luego, incluso, anciano— es lo que sostiene y da sentido a lo que aún permanece, al contrario de lo que ocurre con la fotografía del momento feliz, cuya obvia desaparición niega todo sentido posterior. La vida que muestra la fotografía en la que Lee Friedlander cree no es un collar de perlas, sino la soga que cada día más deshilada sujeta el ser a la existencia mientras la cámara lo capte.

Y su verdad está en mostrar no lo que fue, sino lo que sigue siendo, tal como es sujetado, en cualquier instante, a ese instante. En ello reside la hermosa parábola del paso del tiempo que siempre emociona leer en las fotografías. En especial en las del fotógrafo que decidió tomarse a sí mismo como escritura.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Las tomas con pincel de José Guerrero



En algún momento la pintura cayó en la cuenta de que su futuro había sido suplantado por la fotografía y de modo abrupto, por salirse de aquella competencia, descubrió su conmoción. Existe, de hecho, un recorrido paralelo y diverso entre ambas disciplinas artísticas, y en el presente, en apariencia póstumo de los trazados históricos, resulta entretenido jugar con él.  Es lo que hace José Guerrero (1979). Empieza intuyendo muy pronto que el futuro de la fotografía se encuentra en la pintura. Se apropia, al principio, de sus temas, y empieza a captar imágenes que los recreen. La serie «Efímeros» (2003-2006) es un acercamiento a la pintura a través de sus intereses: recupera su clasicismo en encuadres, texturas, simetrías… signos comprometidos con una idea temática siempre superior a la propia imagen, tal como operaba la pintura figurativa. Con 24 años José Guerrero ya ha asumido en la mirada varios siglos de contemplación artística, que no producen citas, sino interesantes interpretaciones. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Efímeros»

La velocidad del fotógrafo es fulgurante. Propia de su generación. El siguiente paso simplifica la lenta evolución pictórica hacia una estilización significativa. Guerrero abandona el fulgor del relato en favor de una poética extenuada, casi minimalista, aunque conserve siempre, como identidad, un rasguño narrativo; por ejemplo, una casucha en mitad de la nada. Encuentra esta consunción en la fotografía de las grandes llanuras, tanto en Norteamérica como en La Mancha. El tratamiento pictórico se agudiza en el revelado y en la impresión. En los paisajes esteparios, casi hopperianos, compiten grandeza e inanidad, ambas intrínsecas a la imagen. Las fotografías en esta época (2009-2012) parecen realizadas por un pincel. Por poner un ejemplo, la espléndida toma «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah», de 2011, podría formar parte de la deshumanización pictórica del siglo XX. El fotógrafo tenía 32 años. 

Encuadre fragmentario sobre «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah» de José Guerrero

Los inmensos páramos en otra época histórica hubieran llenado una vida entera dedicada a la fotografía.  Cuatro años más tarde José Guerrero ha consumado un ciclo de aproximación pictórica e inicia otro que ya no busca el modelo, sino que lo impone. Se podría afirmar que materia esencial de su experiencia fotográfica, y de la fotografía como expresión, es la luz. También de la pintura, aunque en su historia ha sabido contrarrestarla e incluso reducirla hasta casi su ausencia. Es el capítulo que le faltaba experimentar a la fotografía. Y surge, cada vez más cerca del trabajo realizado con la mano y el pulso, la serie «Carrara» (2016), que amplía en otras series de contemplación arqueológica. La colección de inéditas imágenes de la cantera italiana sobrecoge, su autor consigue transformar la blancura del mármol en… oscuridad. Unas placas impresionantes que parecen dibujadas con los dedos impregnados de grafito y de carboncillo. Fotografías tomadas en ausencia de la luz. Una cinta cinematográfica proporciona movimiento a esta manifestación de la imagen in absentia. Su título es Roma 3 Variazioni  (2017). Un túnel excavado en la roca, la suciedad del agua y la visión invertida muestran su incapacidad de mostrar. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Carrara»

El punto de recreación pictórica parece haber alcanzado su altura más sublime con las series oscuras. Pero cuando Guerrero regresa a la luz, con la serie «Brechas», iniciada en 2020 y aún en curso, el objeto de la fotografía ha cambiado radicalmente. Ya no es la visión, tampoco la mirada, sino la feroz batalla que ésta sostiene con su ceguera ante grietas, rendijas, resquicios, un mínimo perímetro de aberturas que simbolizan solo lo que no es posible ver. Parece esta serie un regreso al discurso de la fotografía después de haberse nutrido durante años con los recorridos históricos de la pintura, pero su función no es más un interregno. Y como tal, también con raíces pictóricas. Aquel cubismo que precisamente conmovió la imagen figurativa cuando la amenaza fotográfica no era ya solo una imposibilidad de futuro. Y esa parece ser su función también en la peripecia discursiva del fotógrafo: la propia feracidad de la fotografía es la más seria amenaza para su porvenir.

Fotografías pertenecientes a la serie «Brechas»

Y del mismo modo que el cubismo abre las puertas a una historia diferente de las artes plásticas, las «Brechas» prologan el enunciado de lo que continuaba siendo la intuición más persistente en la obra de José Guerrero: el futuro de la fotografía es la pintura.  A partir de los viajes a Méjico en 2017 y 2018, emerge una nueva serie titulada «BRG» en honor al arquitecto Luis Barragán (1902-1988), cuya casa es el detonante de la nueva aventura cromática. El estallido de color, sombras y perspectivas es deslumbrante, en sentido literal, ciega la percepción de la realidad, que la fotografía con tanto ahínco ampara, y la sustituye por tonalidades, geometrías, matices e incluso tintes y pigmentos. Pintura en estado puro. Bellísima y seductora. Un colorido que absorbe y abstrae. Una fiesta donde únicamente los sentidos piensan. Otra de las características que sorprende en José Guerrero es que cada conquista estilística de su cámara, en su perpetuo jugar con la historia de la pintura, se contempla como una culminación. Mejor, como la culminación. 

Fotografías pertenecientes a la serie «BRG»

Que el fotógrafo recorre su biografía artística con paralelismos constantes con la historia de la pintura podría parecer una idea trasnochada de este cronista, pero las obras más recientes de José Guerrero se empeñan en darle la razón. Había empezado esta crónica mencionando la conmoción vanguardista que sacudió el arte de los pinceles cuando la pintura decidió no competir con la fotografía, cada vez más perfeccionada, por la representación figurativa. Una fotografía que emule la pintura no logrará sus fines sin apartarse de la figuración. Es lo que Guerrero hace en las series «Brechas» y «BRG». Pero tampoco lo conseguirá sin una conmoción en su esencia. La serie iniciada en 2024, con el título «GFK» es la expresión más diáfana de esta convulsión. Construye la imagen, en este caso por entero fotográfica, a partir de «errores arbitrarios en la codificación del archivo digital en el momento de la toma» (he copiado el texto de la hoja de sala, porque no sé explicarlo mejor).

         En 2024 José Guerrero ha cumplido 45 años. O dos décadas de investigación fotográfica. ¿Ha llegado a un final? Le quedan por delante por lo menos dos o tres décadas más de trabajo fotográfico. ¿Cuál será el siguiente paso? Todos los estadios por los que ha transcurrido su intensa trayectoria —la identidad temática, la estilización poética, la ausencia de luz, la obturación cubista, la geometría colorista, el expresionismo digital— parecían, en su momento, puntos finales, conclusiones, culminaciones.  Cuando en realidad han sido siempre prólogos para el siguiente apogeo. ¿Qué seguirá al nihilismo de «GFK»? ¿Tal vez una nueva rehumanización de la fotografía? Ojalá: es lo que el arte fotográfico espera que emprenda alguien con talento.

Fotografía perteneciente a la serie «GFK»

viernes, 2 de mayo de 2025



ANNE CARSON
Albertine. Rutina de ejercicios





Ed. Vaso Roto, colección Umbrales, Barcelona, 2015. Traducción de Jorge Esquinca.

jueves, 24 de abril de 2025

Latif Al-Ani: el fotógrafo ante un sueño


En La belleza invisible de Irak (2022), una película sobre la figura de Latif Al-Ani (1932-2021), se le ve, octogenario, asomado a la ventanilla del metro aéreo de Chicago. Al comprobar la extremada altura de los rascacielos y la enormidad de sus aparcamientos de vehículos susurra para sí mismo: «Así podría haber sido Bagdad». Entre todas las funciones obvias que desarrolla la fotografía documental, en la que el iraquí es una referencia obligada, también se encuentran otras menos convencionales, que quizá no existieran en el momento de disparar la cámara, pero que el tiempo ha convertido en el argumento principal de la contemplación, como la de documentar lo que no ha ocurrido, el sueño perdido de las imágenes.

         Las piezas que muestra la exposición Bagdad, un lugar moderno (1958-1978) [La Virreina, Centre de la Imatge. Barcelona, mayo de 2022], procedentes del fondo de la Fundación para la Imagen Árabe de Beirut, se centran en la década de los sesenta. El fotógrafo está en su treintena y la cámara es el instrumento que elige para descubrir la textura de su país. De Irak. Recorre Bagdad, sus barrios, los antiguos y los modernos, los alrededores, las zonas arqueológicas, las cuencas de los dos ríos míticos, el Tigris y el Éufrates, las poblaciones interiores, el desierto. Lo que encuentra en esta década es un territorio en transformación. Nuevas construcciones, un urbanismo diferente organizado alrededor del tráfico rodado, fenómenos desconocidos —como el turismo— e incluso vestimentitas inusitadas frente a las callejas intrincadas, los restos de antiguos palacios, los edificios decrépitos con antiquísimos balcones y las oscuras chilabas. Cuando se produce una metamorfosis tan radical parece obligado cultivar el espíritu crítico, es decir, tomar partido en contra de uno de los dos mundos que se enfrentan: o el antiguo, por decadente; o el moderno, por ajeno. La magia de la mirada de Latif Al-Ani arraiga en esta ausencia partidista. Hay tanta pasión al retratar las calles estrechas y encharcadas, caóticas siempre, como al buscar perspectiva frente a las novedosas rotondas, los aparcamientos de automóviles y la arquitectura racionalista. No por carencia de una idea propia frente a lo que ocurre, sino todo lo contrario, por dotar de mayor profundidad a la idea que se intuye. A este maestro de la fotografía documental no le interesa tanto el juicio de la época, de eso ya se encargarán otros, como captar la esencia del cambio del que es testigo. Y aquella transformación era, al cabo de las décadas se comprueba, el auténtico argumento de su obra. Cualquier postura militante, a favor o en contra de algo, hoy resultaría trivial frente a la emoción que provocan estas imágenes que no desprecian nada.

         Las posiciones militantes, o quizá sea mejor decir militares, llegaron a su país a continuación. En la sucesión de las fotografías expuestas pesan imágenes que no están en las paredes, y que Latif Al-Ani tampoco pudo hacer porque no le dejaron, de las dictaduras, las guerras, los atentados suicidas, las devastaciones constantes a las que se ha visto sometido en las décadas posteriores el sueño del país que amanecía cuando él, con la cámara al hombro, lo recorría. Un sueño de lo que podría haber sido Bagdad que está en el germen de cada una de sus fotografías, pero que ya se ha perdido por completo en la realidad. Y esta infrecuente dimensión candorosa de lo documental, que suele situarse en el polo opuesto, es decir, en la constatación de la pesadilla, vale la pena subrayarla.

         Latif Al-Ani muestra el sueño de su país con una ingenuidad y una devoción que admira contemplar. Cada placa contiene una brevísima epifanía. El fotógrafo percibe el desgarro profundo que ocurre en la realidad ante el objetivo de su cámara entre una sociedad tradicional y una modernización de las costumbres. Su papel, ya se ha advertido, no quiso ser el de fomentar las diferencias, sino el contrario: dar cauce a la armonía con la que sus ojos contemplaban la metamorfosis.  Y en esta cualidad radica la epifanía de la mayor parte de sus inquietantes fotografías, donde conviven edificios de arquitectura moderna con personas ataviadas al modo tradicional, ruinas arqueológicas con turistas norteamericanos, edificios antiguos alineados con perspectiva racionalista. No quiere hacer, en imágenes, la crónica de un suceso, sino narrar el relato profundo de un pueblo que se renueva. Esta epifanía es, claro, el sueño quebrado de Irak. Y para quien admire estas fotografías, una de las lecciones de historia más impactantes y sobrecogedoras que se puede recibir, pese a la ausencia total de cualquier violencia de ningún tipo. 

         Hay una fotografía que me ha llamado especialmente la atención. Su descripción la titula: «Turista europea con un pastor, en el camino hacia el sur», 1962.  Un rebaño de ovejas avanza por el arcén de una carretera asfaltada. Ocurre en un paisaje propio del desierto, bajo una conducción eléctrica que se pierde en el horizonte. Encabeza el rebaño un pastor con chilaba blanca sobre la que viste una americana convencional de color claro y en la cabeza lleva una kefia en forma de turbante. En un lateral del rebaño, la turista del título, con gafas de sol, cigarrillo en la mano y abrigo de piel contempla risueña, como encantada, la escena. Me ha recordado esta imagen un poema de José Manuel Benítez Ariza titulado «La primera», en referencia a la primera oveja que sale de un redil guiando el camino del rebaño frente a la carretera, donde —dicen los versos— «Nosotros, desde el coche detenido / al paso del rebaño, más que verlo pasar, lo entresoñamos». Ambas obras, fotografía y poema, resuelven la misma circunstancia —el avanzar de un rebaño que detiene las rutinas del tiempo y ensimisma a quien lo ve— con idéntica metáfora: la de las breves epifanías que liberan, por unos instantes, al sujeto de sí mismo y lo sumen en una sensación de profunda armonía con el espacio. Como hacen los buenos poemas, como se experimenta ante las fotografías ejemplares. Entresueño que Latif Al-Ani ha documentado con las imágenes del país que no llegó a ser. 

«Turista europea con un pastor, en el camino hacia el sur», 1962.

miércoles, 16 de abril de 2025



ISMAEL CABEZAS
Un poema inédito



FOTOGRAFÍAS


Estamos en la cocina todos juntos

mientras cae en gris cualquier tarde de febrero,

y he encontrado por azar una fotografía de mí

a mis bien cumplidos cincuenta y cinco años

y te he preguntado, madre, si la querías,

y asintiendo has sacado de tu cartera,

donde guardas viejas fotos de ella

y algunas de ti, bastante más joven,

una pequeña fotografía en blanco y negro

de cuando yo tenía unos seis años,

y las has colocado juntas en la mesa,

el niño que fui y el hombre que soy.

Y, madre, tan sólo te pido tu perdón,

aliento para sofocar esta culpa

que roe sin descanso el corazón

desde hace tantísimos años, perdón,

madre, porque solo no puedo,

solo no podré por más años que viva.


11/2/2025


jueves, 3 de abril de 2025



PEDRO LÓPEZ LARA
Dos poemas



LO QUE NO DEJA HUELLA

Al final, las únicas que cuentan
son las palabras.
Y lo que cuentan es su propia historia.
Lo demás, si lo hubo, fue una especie
de fogonazo, una fotografía
que rechazó alojarse en ningún álbum.

                                                Filacterias, 2023


CONSTATACIONES

Tendemos a pensar que son las cosas
como son. Pero eso en realidad nunca es así.
Basta con asomarse a la ventana y ver
en qué se ha convertido,
cómo las ha odiado el tiempo.

Pasa también al revelar una fotografía antigua.

                                                   Singladura, 2023






martes, 25 de marzo de 2025

Manel Esclusa, entre imágenes oblicuas



Sin considerarme propenso a consignar en este diario arrebatos, hay ocasiones en las que resulta necesario empezar por un alarido de entusiasmo ante las muestras que mi ciudad está reivindicando este mes de marzo de 2025 como proas de la vanguardia artística. Quien se pasee por sus salas de exposición puede disfrutar de las fotografías enigmáticas de los años cincuenta de Ramón Masats, de los collages y poemas visuales de los sesenta de Josep Iglesias del Marquet, la reprogramación de las exposiciones con las que inauguraron sus carreras artísticas Fina Miralles, Eva Lootz y Susana Solano a finales de los setenta. Y ahora, como guinda de la renovación, las fotografías de la Barcelona que Manel Esclusa (1952) imaginó en 1988. Y no soy, en absoluto, irónico. Estas cuatro exposiciones retrospectivas presentan la expresión más audaz del arte del presente que se puede contemplar en mi ciudad.

         Ya lanzado a la piscina de lo emocional, es difícil no seguir nadando y confesar que la exposición Barcelona, ciudad imaginada, inaugurada el 18 de mayo de 1988 en el Palau de la Virreina, junto a las Ramblas, y reprogramada treinta y siete años más tarde en el remozado Archivo Fotográfico, a partir de este 21 de marzo, ha resucitado en mí el amor que sentí, en mi juventud, por mi ciudad. Hoy es difícil escapar a una imagen de Barcelona reducida a un cúmulo de lugares tópicos cuya única función es la decorativa. Mucho antes de que los turistas consumaran la transformación de urbe en muestrario, Esclusa le da la vuelta al epicentrismo barcelonés y plantea contemplar una ciudad trasformada desde su periferia. Es el primer acierto de su crónica fotográfica, un recorrido con paradas inéditas en la imaginación barcelonesa.  Vale la pena enumerarlas: Moll de la Fusta, la Torre de las Aguas, el parque de la España Industrial, la Diagonal; los jardines de Vil·la Cecília, el parque de la Creueta del Coll, el Velódromo, la Vía Julia, el puente de Bac de Roda, el parque del Clot. Con dieciocho años, esta era exactamente la ciudad por donde transcurría mi vida. 

Parque del Clot. Sant Martí. 1988

      Asistir a la transformación de Barcelona en 1988 a partir de sus extremos, este es uno de los propósitos del proyecto de Manel Esclusa, al que añade una visión transfigurada de los espacios que retrata. La suya es una mirada que, entonces, se denominaba «experimental», cuyo significado solo indica que se aborrece la imagen realista y la crónica de costumbres. Esclusa domina la distorsión del objetivo, el uso de filtros y otras imperfecciones, a las que suma el dinamismo caótico de los encuadres, las perspectivas anómalas, las iluminaciones aberrantes, el predominio de la fotografía nocturna y cuantas expresiones defectuosas dinamitaran la contemplación costumbrista de los espacios que enfocaba y, a veces, a propósito, desenfocaba. 

    A mis dieciocho años —qué curiosas resultan las ideas— abominaba de esa imagen experimental de la realidad. La relacionaba con la generación anterior a la mía, cuyas manifestaciones características —culturalismo, vanguardismo, experimentalismo…— solo me parecían huidas huecas e insustanciales de la visión auténtica de lo real, que era la única que me interesaba descubrir entonces. En 1988, la exposición que ahora contemplo de Manel Esclusa me hubiera parecido un auténtico espanto. En 2025, ahíto de imágenes, no solo disfruto de una mirada que se evade del compromiso con lo que existe, sino que descubro cómo odiándolo, sin ser consciente, aprendía con él a desconfiar no de lo imaginario, sino de sus referentes. Hoy me siento más cerca de aquella Barcelona imaginada por Esclusa desde la distorsión y el delirio creativo que de las obviedades que se llevan turistas y visitantes guardadas en sus respectivos móviles.

Puente de Bac de Roda. Sant Andreu-Sant Martí

         Si tuviera que señalar dónde veo más realidad, si en una reproducción literal, por ejemplo, del retórico puente de Bac de Roda o en las placas con las que Esclusa lo muestra sesgado, fugaz y oblicuo, creo que no dudaría en colgar en un lugar privilegiado cualquiera de sus fotografías. Y no es únicamente una cuestión de gusto, sino de memoria. Inaugurado cuando yo apenas tenía diecisiete años, época en la que realizó Esclusa su reportaje, recuerdo que una tarde fui con un grupo de amigos a ver, por primera vez, el nuevo puente de Calatrava. Lo cruzamos desde la Sagrera hacia la Verneda. Por debajo no había un río, sino el brillo metálico de las vías del tren en mitad de un auténtico museo de la basura. En la Perona, a la izquierda, aún quedaban unas cuantas chabolas cuya impresión todavía recuerdo. De vuelta, ya anochecía. Las imágenes que han quedado en mi memoria de aquel regreso, caminando por la pasarela bajo la doble lira gigante y tan blanca, se parecen, con una exactitud que me asombra, a las inquietantes instantáneas experimentales que veo en la exposición de Manel Esclusa. De quien ahora podría afirmar que lo que aquel día fotografió en el puente Bac de Roda fue literalmente mi memoria treinta y ocho años después del momento en el que atravesé el puente a pie para conocerlo. 

Manel Esclusa en 1992

miércoles, 19 de marzo de 2025

Ramón Masats. La foto del enigma



Cuentan los biógrafos del fotógrafo Ramón Masats que fue el aburrimiento quien puso una cámara en sus manos. Soldado de reemplazo a principios de los cincuenta, dos años en un cuartel, lo que entonces duraba el servicio militar, dieron no solo para una distracción, sino también para un aprendizaje completo. Posiblemente alguno de aquellos días vacíos de presente, el ya aficionado a la fotografía observara un desconchado en el enlucido que dejaba a la vista la composición geométrica de los ladrillos en una pared cualquiera. El sol de la mañana dibujaba cubos de sombra en un lateral y con su brillo resaltaba todos los defectos del desgaste en el resto del muro. En el lugar nadie hubiera colocado un diminuto visor ante la mirada para enmarcarlo. No existe ahí ninguna fotografía hasta que el soldado melancólico decide detenerse, encuadrar y dispara. Y de repente los meses en el cuartel descubren en una grieta anónima la estremecedora metáfora de su ciego pasar. 

Terrassa, 1953. Fotografía de Ramón Masats

     Una fotografía siempre es susceptible de alzarse como un emblema. Incluso una imagen por la que su autor no apostaría ni la calderilla. Basta con que se descubra un significado compartido por quienes la admiran, con independencia de si el fotógrafo lo había pensado o no. En aquellas mismas fechas, recién inaugurada la década de los cincuenta, a la revista norteamericana Life, insignia del fotoperiodismo, se le ocurrió encargar a un fotógrafo profesional, Robert Doisneau, una serie de imágenes de parejas parisinas que mostrasen en público su cualidad de amantes. A la revista le interesaba mostrar un presente que con un golpe de vista ayudara a olvidar el reciente y penoso pasado bélico. La serie, publicada a doble página, muestra seis auténticos besos urbanos, todos con intensidad de morreo. El título parece sugerente: «Imágenes que hablan…». La sugerencia mayor, por supuesto, se agazapa en los puntos suspensivos. Lo acompaña un subtítulo más elocuente: «En París los jóvenes enamorados se besan donde quieren y a nadie parece importarle». Unas escaleras, el asiento de piedra de un parque, ante un monumento, una plaza o una calle son los espacios de la intimidad, y allí los amantes comparten protagonismo con una figura ajena, que los observa con atención y a la que sí parece importarle lo que está viendo. Tal vez por matizar la contradicción entre lo que explica el subtítulo y lo que dicen las fotografías, la que destaca —publicándola a página completa, en un espacio similar al que ocupan las otras cinco— es la única sin observadores, apenas la sombra de personas que pasan a ambos lados, desenfocadas por el movimiento, frente a la quietud del beso.

Fotografías de Robert Doisneau en la revista Life, 1950

         Ninguna de esas seis imágenes, desde luego, describía el momento, 1950, ni siquiera la época. Hoy sabemos que no fueron fotografías encontradas en mitad del trajín urbano, sino posados. Eran imágenes que no hablaban de aquel presente: la década de los cuarenta en absoluto había dejado esa sensualidad liberada como poso de su tránsito en Europa. Las fotografías de Doisneau describían con realismo el futuro. Aquel que tardaría aún tres décadas en llegar. Cuando en los ochenta a alguien se le ocurrió convertir en cartel una de aquellas viejas imágenes, la celebérrima «Le baiser de l’Hôtel de ville» (El beso ante el Ayuntamiento), entonces sí retrataba aquel beso desinhibido y furioso otra época, los años ochenta, y el triunfo de una desinhibición esencial en todos los aspectos de la vida. Los cincuenta, por más que los americanos los hubieran soñado diferentes, fueron en Europa sensatos y circunspectos, es decir, lo opuesto a las fotografías amorosas de Robert Doisneau. 

Seminario de Madrid, 1960. Fotografía de Ramón Masats

     El joven soldado catalán que retrataba paredes, poco después ya había aprendido lo suficiente para convertirse en un fotógrafo profesional. Una placa suya, de 1960, tuvo la clarividencia de cerrar con una sonrisa una década de adustos ademanes y seriedad en el alma. Ramón Masats cuenta que un día, al pasar frente al patio del seminario, le llamó la atención un partido de fútbol entre seminaristas. Jugaban los dos equipos ataviados con sus vestimentas clericales. Se situó detrás de una de las porterías y el prodigioso fotógrafo que era tuvo tiempo de alzar la cámara y encuadrar mientras el delantero chutaba a puerta y el portero hacía una espectacular pirueta aérea para tratar de atraparla. En el instante en el que no lo conseguía, Masats apretó el disparador. La foto, «Seminario de Madrid, 1960», ha permanecido, y con razón, en la memoria de las generaciones siguientes para quienes los cincuenta fueron exactamente eso, un portero con sotana tratando inútilmente de salvar un gol. El gol era, claro, la década de los sesenta, tal como esta década se reinterpretó a partir de los ochenta.

Verbena, Plaza Mayor, Madrid,1964. Fotografía de Ramón Masats

     Los sesenta vistos desde su presente tuvieron, estoy seguro, un argumento diferente. El tiempo se abría ante los ojos de quienes eran jóvenes entonces como una flor primaveral, eso resulta evidente, pero el sentido de la apertura era aún un enigma, quizá más temible que la cerrazón de los cuarenta y de los cincuenta. Hay una imagen de Ramón Masats que retrata con lucidez la década de los sesenta mientras acontecía. El título, como todos los suyos, nunca da pistas de lo que muestra. Apenas recoge lugar y fecha. En este caso añade circunstancia: «Verbena, Plaza Mayor, Madrid, 1964». Como en las fotos amatorias de Doisneau, la protagoniza una pareja. En este caso, más de novios que de amantes. A diferencia de las placas parisinas, no hay ningún observador añadido, solo la ambientación desenfocada de luces festivas y el recorte de algún puesto de feria. Por la derecha pasa una mujer de la que solo se ve el jirón de una falda, y en el suelo, la cuadrícula de losas en un recinto. La pareja domina el espacio desde el centro de la imagen. Ambos van cuidadosamente vestidos y peinados, aunque sus rostros apenas se vean, con la mirada clavada en un enigmático papel que atrae al completo su atención, del todo ajena a las seducciones cromáticas, sonoras y nocturnas de la fiesta.

         ¿Qué tratan de descifrar en el papel aquellos dos jóvenes que logra hundir sus miradas y resulta más absorbente que una noche de verbena, en primavera, durante una época de apertura? Una pareja cuya generación, además, en aquellas mismas fechas protagoniza un «baby boom» espectacular. La escena clama por los besos parisinos, anteriores en tres lustros a los novios que encuadra Masats. El cuidadoso peinado, la pulcritud del vestuario, el tacón de los zapatos de ella, el pañuelo que asoma en el bolsillo de la americana de él, las bien cuidadas manos, de quien no trabaja con ellas sobre materiales agresivos… todo conduce a una puesta en escena diferente a la que un pequeño papel, inquietante, enigmático, impone en la imagen. ¿Qué leían aquella noche de 1964 que fuera más importante que el designio amoroso que encarnaban ellos mismos? ¿Por qué no lo habían tirado a la papelera para besarse sin otra preocupación?

         Ahora ya en otro siglo, solo cabe especular con aquel contenido: ¿el resultado de un vaticinio elegido en un puesto de feria por el pico de un pájaro entre multitud de mensajes? No parece que el papel tenga nada que ver con el ambiente festivo. ¿Tal vez una carta que ella ha recibido por la mañana? Si su importancia conseguía abstraerles del ambiente, cómo se explica que no la leyeran antes de entrar en la feria. No queda más remedio que recurrir al contenido simbólico. Sin duda lo que inquietaba en 1964 a ambos jóvenes, que pronto iban a tener dos, tres o cuatro hijos, era precisamente la incógnita de su destino. Mejor que el de sus padres, sin duda, pero sin nada consolidado aún, asustados ante la blanca boca de un oscuro túnel por el que iban a entrar sin saber si encontrarían después alguna salida. Lo que entonces ignoraban los protagonistas de Masats y de su década es que sí existía esa salida. La iban a encontrar, y sin siquiera preocuparse por buscarla, sus hijos. Dos décadas después. El día de los ochenta en el que colgaron el póster con el beso de Robert Doisneau en la pared, sin desconchados, de su habitación en un bloque de pisos de un barrio residencial porque les evocaba los besos que ellos mismos, que apenas ya tendrían hijos, sí se habían dado en público ante un futuro sin sombras. Mientras que de la incógnita que obsesionaba a sus padres ya nadie se acordaba. Ni siquiera el autor de la foto, Ramón Masats, que pocos meses después de hacerla abandonó la práctica profesional de la fotografía.

sábado, 1 de marzo de 2025

Claudia Andujar

El poeta norteamericano Robert Creeley (1926-2005) anota en un ensayo autobiográfico que al principio estaba convencido de que «toda forma, todo ordenamiento de la realidad implicada, tenía que venir, de algún modo, de la condición misma de la experiencia que la exigía». He recordado esta formulación al contemplar las fotografías que Claudia Andujar (1931) les hizo durante décadas, desde 1970 hasta fechas recientes, a los pueblos indígenas de la selva amazónica, y en especial a la tribu de los Yanomami. La forma que se espera de una experiencia así sin duda es la crónica fotográfica, incluso la imagen antropológica. Nada más lejos de lo que veo en las piezas expuestas en las paredes de la fundación Mapfre. Filtros de colores estridentes, encuadres y enfoques subjetivos, inquietante iluminación, capturas de movimiento, dobles exposiciones sobre el mismo negativo. Creeley cuenta cómo el contacto con otros artistas le hizo «cambiar de opinión por completo» y le abrió paso hacia una manera de pensar el proceso artístico «que hizo de la cosa dicha y de la manera de decirla un hecho integral». Y esta —lo captado por la cámara y la manera de captarlo— es también la poética formal de Claudia Andujar en el magistral retrato de los Yanomami, una obra fotográfica integral en la que la experimentación formal de cada imagen posee el mismo valor que el asunto etnógrafo que retrata.

         La estética que la fotógrafa suizo-brasileña llevó a los lugares más recónditos de la Amazonia era aquella con la que la generación joven que en los años 60 y 70 intentaba modificar desde sus raíces el orden de la visión establecida frente la realidad. De la misma generación que Creeley, que sus coetáneos Beat, el movimiento hippie y el arte pop. Lo que singulariza la obra de Andujar es que el peso del tema de sus imágenes, su impresionante valor etnográfico, adensó también el trabajo formal de experimentación fotográfica. Y al aumentar la intensidad de lo captado, la concepción integral del acto fotográfico implica que creciera en la misma medida el interés formal de la imagen: el lirismo de la ausencia de iluminación en el blanco y negro, la prodigiosa vitalidad en el color, la libertad de encuadres y enfoques, las veladuras, los contrastes... Contemplar este trabajo formal sobre el inquietante universo indígena resulta el motivo de admiración más relevante de la visita. O, mejor dicho, debería resultar, porque la exposición no solo presenta las piezas ya históricas, fruto de su convivencia artística con los Yanomami durante los años 60 y 70, sino la trayectoria de la fotógrafa y de su país de adopción hasta el presente.

         Y es este presente y sus devastadoras presiones para incorporar la Amazonia a la civilización occidental el que impone sus argumentos sobre la concepción integral de la artista y obliga a regresar al punto de inicio, en el que las formas están condicionadas por las experiencias. Ante tal agresión de la vida indígena, la fotógrafa ha acabado convirtiéndose en un activista en defensa de los derechos del pueblo Yanomami. Quien supo captar las singularidades de su cultura milenaria se ha convertido ahora, muy a pesar suyo, en cronista de su decadencia. Hay dos fotografías que impacta ver reunidas en una misma sala, disparadas por una misma persona. En el plazo de su vida Claudia Andujar pudo mostrar tres yanomamis en plena selva, ataviados con su vestimenta tradicional, apenas un cordel atado a la cintura para fijar el pene y las pinturas y collares rituales, en cuerpos sanos y fibrosos.  Una fotografía de 1970 que resume siglos de una civilización propia. Otra placa, cuarenta años más tarde, muestra a los hijos de aquellos yanomamis con cuerpos y vestimentas que delatan solo marginalidad de otra civilización, la occidental. Una constatación que le da a la obra fotográfica de Claudia Andujar una dimensión que sin duda es la que más lamenta la autora, ser la última testigo de la desaparición de una civilización en manos de la zafiedad y de la codicia del presente.



martes, 4 de febrero de 2025

Carlos Pérez Siquier, fotógrafo



«Ya solo me queda la mirada». Es una frase de Carlos Pérez Siquier (1930-2021), que nació en Almería. Fotógrafo. La leo —y la fotografío— en el cierre del texto que lo presenta en la exposición que le dedica la Fundación Mapfre estos días. Una frase cuyo sentido aparece, e impacta, en la última sala, donde están colgadas sus fotografías más recientes. Las que le hace, ya octogenario, a «La Briseña», una casa de campo en Almería donde «la mirada» parece ir despidiéndose, pausadamente, de sí misma. De lo que le gusta mirar. Una elegía que, de repente, no resulta en absoluto elegíaca. Fotografías que dicen «si te miro, tiempo, es que aún estás ahí».
     No es, sin embargo, la frase que explica el sobrecogedor reportaje fotográfico que realizó en La Chanca, el barrio marginal más literario del país. No había cumplido aún los treinta años y estoy seguro que, de alguien preguntárselo, hubiera respondido: «Solo tengo la mirada». Este lema sí explica las fotos que tomó entonces y ha seguido tomando, especialmente en su ciudad, en su provincia, Almería. Pero hay que explicarlo. Estamos en los años cincuenta y los jóvenes con vocación artística «tenían» muchas cosas, sobre todo ideología, una retórica política —bien justificada por la época— y una retórica filosófica. Había que creer, al mismo tiempo, en la denuncia y en la transformación. Y «tenían» también cierta arrogancia: la de quien llega a un lugar para captar su espíritu salvaje y después exponerlo en la Civilización. Pero Pérez Siquier, cámara en mano, por no necesitar ni precisaba de pasaporte. A La Chanca, desde su casa, se llegaba dando un paseo. Lo más significativo de sus fotografías de juventud es que solo están hechas para mirar. Para aprender a mirar. Igual que las de su senectud en «La Briseña». «Si aprendo a mirarte, tiempo, te veré», es lo que dice el blanco y negro sobre La Chancha.
   Son fotografías sorprendentes por su perfección. El formato, el encuadre, la composición, las líneas, los puntos, las sombras y la luz. Cada pieza es una clase de poética fotográfica. La colección expuesta, un curso. Y esta exactitud ya le quedará para siempre, en todas sus épocas como artista. También sus fotografías en color lucen una perfección formal que admira. De hecho, no otra cosa es adiestrar la mirada sino conjugar todos los recursos expresivos de la imagen para mostrar no las imágenes, sino el contenido implícito en las imágenes. Y en eso es un maestro.
     Las fotografías de los años 50 en La Chanca, por otra parte, están llenas de contenido. La década también lo estaba. Pérez Siquier no se fue a fotografiar paisajes, sino la pobreza en su estado más crudo. Pero creo que también tenía claro que no quería ir al barrio marginal a realizar una crónica. Una denuncia de las desigualdades. Ahí estaban, obviamente, pero mostrar lo que se muestra es caer en la redundancia, tan frecuente en la época. El prodigio de la elaboración formal sobre una realidad tan acuciante era su mejor defensa ante el envite de la sociología. El camino, más arduo, de la fotografía como poesía. El anhelo de comprensión no de un problema social, sino de la condición humana.
    Las composiciones, texturas, contrastes… le salvaron de minimizarse en lo concreto y convirtieron su obra fotográfica en La Chacha en una pieza clásica. Una tragedia. No hay en sus fotos, sin embargo, juegos de culpabilidad, buenos y malos, no es una tragedia moderna. Es una tragedia griega. Hay en las imágenes una visión del destino, un trenzar la vida con las razones humanas, intensamente humanas, mientras lo trágico sobrevuela con la densidad amenazante de un oráculo.
  En las décadas siguientes Pérez Siquier continuó fotografiando Almería. Su costa. Años 60, 70. La serie expuesta, «La playa», es un emblema. De repente, la sociedad se transforma a ojos vista. Llega el «desarrollismo» y con él, el alud del turismo. El fotógrafo registra las transformaciones al día, y de nuevo se observa el poder de los recursos expresivos de la fotografía —encuadre, luz, colores, líneas...— como defensa ante —ahora— la trivialidad que ha de reflejar. Pérez Siquier le da la vuelta a lo que está viendo. Lo que tiene delante ya no es una tragedia. No hay enigma humano por comprender. Turistas y autóctonos tumbados en la arena, como arenques al sol, le han cambiado el género de la realidad. Se viven tiempos de comedia y el fotógrafo añade a sus recursos expresivos el que mejor sabe comprender el nuevo género, la ironía. Portentosa en esta época. «En esto nos han convertido, dicen sus fotografías de veraneantes, pasen, miren y sonrían».
    Es posible que no exista otro fotógrafo tan obsesionado como él por reflejar el entorno en el que ha vivido durante sesenta años de profesión y, sin embargo, lo único que de verdad nos ha legado —ni crónicas, ni panorámicas— es arte fotográfico en estado puro. Poesía visual, a veces trágica, a veces cómica, según el género de la época.