sábado, 16 de noviembre de 2024

El aro del sentido


Veo la película El círculo (Daeré, 2000) de Jafar Panahi, un director iraní que coloca la cámara donde los demás, habitantes de cualquier populosa ciudad, simplemente tenemos la mirada. La estructura circular de la narración me cautiva, pero lo que me fascina son los cabos sueltos que va dejando la rueda al girar. Uno de los personajes, que protagoniza solo unos minutos de la cinta, es una joven asustadiza e ingenua, Nargess, de la que el espectador solo sabe que acaba de salir de la cárcel y trata de llegar a su pueblo. Cuando consigue finalmente encontrar el autobús y un billete para acceder a un asiento, unos minutos antes de partir, se da media vuelta, abandona la estación y se dirige a una abigarrada zona comercial donde compra una camisa blanca bordada, igual que otra que vestía un hombre con quien se ha cruzado fugazmente un rato antes. Camisa en la que se gasta todo el dinero que posee. Luego el círculo continúa dando paso a otra protagonista en la infernal rotación de la discriminación femenina. Y la película deja al espectador sin conocer nada de las intenciones de Nargess. No solo sin saber para quién era la camisa, cuya caja abraza contra el pecho al correr por las calles huyendo de sí misma, sino si ese incógnito destinatario en realidad existe.

         La escena me recuerda, en otro orden de artes, los extraordinarios encuadres sobre retratos que muestra la exposición, recién inaugurada en la sala KBr de Barcelona, de la fotógrafa norteamericana Consuelo Kanaga (1894-1976), que resultan pioneros de algunos célebres retratistas del siglo XX. Su uso del encuadre, para cercenar cualquier contexto informativo en la imagen de la persona retratada, potencia de manera sorprendente su expresividad. La exposición presenta también diversos encuadres de un mismo negativo, demostrando que cuanta menos imagen se muestra, más intenso resulta lo que se ve. Incluso en la fotografía de una madre con sus tres hijas, el encuadre más cerrado, en el que solo aparecen dos de ellas, multiplica su capacidad de sugerencia. 

Consuelo Kanaga, «Sin título (Nueva York)», 1924

        Ambas experiencias, la de la película de Panahi y la de las fotografías de Kanaga, apuntan hacia la cuestión del significado. Y los dos ejemplos muestran cómo, a diferencia de los elementos formales, cuya concreción es una exigencia unívoca, el significado que los acompaña no tiene por qué cumplir con esta obligación. Hay una inercia a pensar que el interés por el significado artístico aumenta conforme su apertura es mayor, es decir, cuanto mejor comprendemos todos los elementos de la lógica de un proceso significativo cualquiera, como ocurre en la ciencia o en el periodismo. Pero, a diferencia de las formas, el significado se empobrece en su concreción. Cualquier significado en arte, expuesto en todos sus aspectos, acaba militando en las filas de un tópico. Por ejemplo, si el director hubiera ofrecido explicaciones sobre la necesidad de que Nargess comprara una camisa (para quién, por qué, con qué propósito…), el espectador, habiendo comprendido las razones del comportamiento, las archivaría bajo una etiqueta donde acumula infinidad de casos similares y, por lo tanto, triviales. La singularidad de Nargess, su razón artística, arraiga directamente en la ausencia de significado. Igual que la pérdida de información de un negativo de Kanaga intensifica su expresividad. Es decir, los agujeros negros del significado —como los que gravitan por el cosmos— despiertan y potencian la sensibilidad del receptor, la misma que la información adormece. 

martes, 12 de noviembre de 2024

António da Costa Cabral. Fotografías de andar por casa



En el análisis convencional que se realiza de las artes narrativas, ya sea la novela o la cinematografía, muchos críticos se conforman con el resumen del argumento como único dictamen sobre la obra que comentan. Solo hay algo que produzca mayor tristeza que a uno le cuenten una novela, y es que le expliquen una película. Aun así, una buena parte de los comentaristas habituales desconocen otro elemento en el que fijarse a la hora de hablar de una obra artística. He pensado en ello antes de empezar a comentar la obra del fotógrafo portugués António da Costa Cabral (1901-1974). La mayor parte de sus singulares fotografías comparten asunto con cualquier álbum familiar: hay retratos impactantes, la mayoría realizados a sus hijos y miembros adyacentes a su extensa familia —el hecho de haber tenido doce multiplica las opciones del fotógrafo—; hay escenas domésticas, estampas urbanas —de su barrio, en invierno— y rurales —de vacaciones, en verano—, hay oficios populares, partidas de billar, y hasta imágenes de partidos de fútbol jugados en campos sin gradas, o de las instalaciones del aeropuerto lisboeta, si salía de viaje. La grandeza de la fotografía de António da Costa Cabral emerge precisamente de la medianía de los asuntos que trata. Es el ejemplo más perfecto de que el arte no se dirime en el tema, como creen los que viajan a lugares inverosímiles para fotografiarlos, sino en el talento de la mirada en cualquier situación. El hijo de Costa Cabral, en un documental sobre la vida de su padre, realiza dos afirmaciones significativas, la primera es que todos los fines de semana cogía su cámara y se iba a fotografiar, y la segunda, que solo fotografiaba «por gusto». Y el talento, es otra observación importante, para manifestarse no necesita ni dedicación profesional ni asuntos históricos o sociológicos. 

Hombre y su sombra, 1950-60


        La historia fotográfica de António da Costa Cabral se resume fácilmente en la palabra «pasión». La encuentro utilizada en el primer párrafo de su biografía. No solo le condujo a hacer fotos desde muy joven y hasta el final de su vida, sino que no dejó pasar la oportunidad de montar una cámara oscura en el desván de su casa y de realizar varias películas rodadas en la calle cámara en mano. No fue la única afición que cultivó, pues fue también, de joven, un activo radioaficionado. Y amante del billar. Vivió largas temporadas en Alemania, en Italia y en Brasil, y regresó a Lisboa para concluir en su país su vida laboral.  Tuvo una extensa familia de la que sus tomas han dejado entrañables imágenes. 

Retratos


No pretendió nunca alejarse demasiado de su época, al menos a primera vista. En los años cincuenta se popularizó una corriente fotográfica que nacía para exponerse en salones y competir en concursos, el Salonismo, caracterizada por la atención a los aspectos comunes y tradicionales de la vida cotidiana, con una composición depurada. En esta corriente se inserta la obra del fotógrafo, aunque esquiva perfectamente el defecto mayor de su época, que fue el academicismo pictórico, deriva que sus placas no siguen nunca. Al contrario, la virtud que mantiene vivas hoy las imágenes que fue tomando durante los años centrales de su siglo es precisamente su capacidad para indagar en las posibilidades expresivas de la fotografía, donde el tema pasa evidentemente a segunda fila, y su capacidad metafórica. El tratamiento de luces y sombras, la composición de las líneas, el equilibrio entre blancos y oscuros, los encuadres inusuales, la selección del plano, los pequeños detalles paradójicos o irónicos y, en fin, el diálogo que ofrece con una mirada que ve más allá de lo que está mostrando… se convierte en lo prioritario de su arte fotográfico y en la obsesión mayor de Costa Cabral. 

Trabajo de costura


Un ejemplo de su capacidad para crear imágenes inquietantes y polisémicas con elementos cotidianos, pero con un inteligente uso de recursos fotográficos, es el impresionante contraluz que crea para «Trabajo de costura». La toma presenta un primer plano de una costurera sumida en la sombra. La luminosidad emerge del mínimo bastidor donde la tela blanca concentra su atención en un ambiente de intimidad —almohadas, puerta cerrada—, concentración —en el gesto y en la tensión de la mano— y sobrecogedor ensimismamiento. Una placa en la que parece que se vaya a poder escuchar, en el silencio de la habitación, el pespunte de la aguja cuando entre en la tela. La tarea manual del bordado sobre el pequeño bastidor, en una fotografía del siglo XX, señala una dedicación artesana. Hace décadas que la revolución industrial ha mecanizado todas las actividades de costura, tanto las industriales como las privadas. El significado de esta fotografía invita a una inmediata interpretación metafórica. El efecto puramente fotográfico, el contraluz, sume en la oscuridad a la protagonista. La oscuridad le da nombre a un cuarto donde el fotógrafo trabaja a diario. No usa agujas, pero sí pinzas, que curiosamente se sujetan con el mismo gesto y con idéntica concentración se acercan a las cubetas donde las imágenes aparecen como el bordado en la tela sujeta al bastidor. No es muy difícil descubrir en esta pieza una hermosa poética fotográfica. En tiempos en los que el cine anima la imaginación —como las máquinas de coser la costura—, Costa Cabral reivindica el trabajo artesano, minucioso, personal, laborioso de la fotografía. La datación de esta obra hace sonreír a quien la ve expuesta: «[192-]-[1974]». Es decir, la pudo haber realizado desde que con veinte años hizo su primera fotografía hasta que con setenta y tres tomó la última. Algo parecido puede verse en todas sus placas, como mínimo período puede determinarse la década. Costa Cabral no fechaba nunca sus fotos, algo inimaginable en un fotógrafo profesional. Tampoco las firmaba. En el reverso a veces escribía solo «Ramot» o «Marto», anagramas de Tomar, población en la que había vivido su juventud. Como el bordado de la costurera, la fotografía carecía de una función pública o profesional en su vida de fotógrafo. El genio no siempre exige un uso pragmático de sí mismo. Tal vez la pureza estilística que se aprecia en todas sus tomas derive de esta circunstancia. 

Peso de los años, 1950-60


Veo «Trabajo de costura» en una exposición que ha organizado el Arquivo Municipal de Lisboa, en su sección Fotográfica, en la Rua da Palma. Llegué a Lisboa, no por primera vez, pero sí para una larga estancia, justo una década después del fallecimiento de António da Costa Cabral. En general, creo que se puede afirmar que la ciudad que conocí entonces, y fue la mía durante dos años, era prácticamente la misma ciudad en la que vivió el fotógrafo. Algunas de sus fotos urbanas las he visto igual que él las refleja. En los años noventa, época en la que regresé con frecuencia, asistí a la transformación que implicó en Lisboa el paso de una economía parasitaria a una economía de inversiones, con nuevos barrios y grandes vías de comunicación. Ahora, en la tercera década del siglo XXI, lo que llama la atención es la adaptación urbana a la invasión turística. Difícil de comprender para quien pasea con un baúl de recuerdos a rastras. Antes de entrar en la exposición había empezado ya a dudar de que esta fuera la misma ciudad que aquella en la que había vivido. Una fotografía de Costa Cabral me salvó de la depresión hacia la que, sin darme cuenta, ya empezaba a encaminarme. Se titula: «Peso de los años» y su datación la ubica entre «[1950-1960]», aunque puedo certificar que la vi tal cual en el otoño de 1983, recién llegado a Lisboa. Permanezco un largo rato ante esta imagen invernal de escalera que salva uno de sus múltiples desniveles, pavimento empedrado y mujer al fondo tras dos pilares de piedra. Me está mostrando lo esencial de la ciudad, que continúa intacto debajo de las zapatillas de los turistas y de los toldos de las terrazas. Y es lo que hay que mirar. No vale la pena fijarse en lo pasajero, cuando la Lisboa que permanece está delante. Sonreí y me libré del maleficio turístico, que no son los turistas, claro, sino el obsesionarse con lo transitorio. 

Juncos en el río, 1950-60


Los críticos serios, que escriben con objetividad y dominan la terminología técnica, acaso hayan sido los causantes del abandono de los lectores y del florecimiento de los comentaristas de argumentos. Me pregunto si no hay un camino intermedio entre unos y otros. Y, de momento, como nadie me responde, me dedico a rellenar páginas de mi diario con impresiones subjetivas y vivencias frente a las obras de arte fotográficas. Una manera como otra cualquiera de perder el tiempo ante lo esencial. 


miércoles, 23 de octubre de 2024


Fotografío vacíos, fragmentos de cuerpos o caras que no permiten identificar a sus dueños. No sé qué persigo con ello. Distraerme, en principio, y adelantarme a la desmemoria, que solo respeta lo casual, lo fragmentario, la luz, los detalles inconexos. Miro y constato el olvido de todo lo que no está en mi mirada. Miro y hago espacio para todo eso que no está.

José Manuel Benítez Ariza 

Año sabático o la novela de un ocioso

Ed. Polibea, Madrid, 2024. Pág. 656

 


sábado, 12 de octubre de 2024

El protagonismo de las grietas




Entre las décadas de 1950 y de 1960 algunos escritores jóvenes sintieron la necesidad de abandonar las grandes ciudades –Madrid, Barcelona, París– y su potente polo de atracción, aunque solo fuera temporalmente, para descubrir su opuesto más radical, aquellas zonas rurales que parecían indemnes a las fuerzas de la modernización y del desarrollo. A principios de siglo, también los escritores jóvenes del 98 habían sentido un impulso parecido, pero su intención se saciaba impregnando con el espíritu moderno de sus miradas cuanto veían; exactamente lo contrario que van a hacer los jóvenes de mediados de siglo, con un empeño casi arqueológico: descubrir el pasado que las ideas de la nueva época estaban arrasando sin piedad a su paso. Este interés por los márgenes de la época dejó obras memorables, iniciadas por el Viaje a la Alcarria (1948) de Camilo José Cela (1916-2002), quien siguió caminando rutas ignoradas y contándolo hasta los años 60, cuando el Viaje al Pirineo de Lérida (1965) quizá coloque el punto final a este impulso. En medio, Juan Goytisolo (1931-2017) publicó dos obras maestras, Campos de Nijar (1960) y La Chanca (1962), y dos novelistas, Antonio Ferres (1924-2020) y Armando López Salinas (1925-2014), escribieron al alimón otra referencia obligada del género, Caminando por las Hurdes (1960). Todos ellos contaban alrededor de treinta años cuando emprendieron sus viajes iniciáticos por la geografía olvidada, en ocasiones como una actividad que apuntalaba su propia obra literaria, entonces en ciernes. 

En estos mismos años, un poeta y un fotógrafo suecos decidieron iniciar, con edades similares, idéntico viaje hacia los lugares desconocidos de España, no solo para descubrirlos, sino también para mostrarlos en Suecia, un país nórdico que empezaba a sentir una súbita atracción por el sureño. El viaje se cumplió en 1962, pero el editor sueco que lo amparaba se desdijo. Posiblemente ni la ruta ni las fotografías coincidían con lo que empezaban a admirar de España sus compatriotas, el sol y las playas. Perdido en el limbo de las libretas de notas y los borradores, sesenta años después de la visita, Lasse Söderberg (1931), escritor con una extensa obra literaria e hispanista notable, ha decidido, con un pie en sus anotaciones del viaje y otro en el presente de sus recuerdos, escribir ahora el libro que se quedó en proyecto e incluir, claro, una joya entreverada: las extraordinarias fotografías que tomó Christer Strömholm (1918-2002), cuya obra se ha expuesto en Madrid durante la primavera de 2024, en la Fundación Mapfre. El libro se editó en Suecia en 2013 con el título de Viaje en blanco y negro y la editorial Renacimiento lo acaba de publicar con traducción de Ángela García.


Christer Strömholm. Retrato de Marcel Duchamp en Cadaqués.


Aunque compartieran el rasgo generacional que buscaba descubrir los rincones ocultos de la época, el impulso de Söderberg y Strömholm fue diferente en dos aspectos: no se circunscribía a una única región y no estaba vinculado a un pensamiento crítico de la realidad española. El ámbito que eligieron fue el país entero, dejando de lado monumentos y ciudades históricas (con tanto rigor que pasaron por El Escorial sin entrar en el Monasterio) y su propósito tuvo un aliciente y un marco que no eran geográficos, sino culturales. Por otra parte, no solo deseaban visitar espacios, sino también a sus protagonistas. Con este fin cruzan la frontera desde Francia y llegan a Cadaqués, un pueblo pescador que les atrae menos que su habitante más célebre, Dalí. En su ausencia, el pintor Joan Josep Tharrats y el veraneante Marcel Duchamp, introducen en el libro el marco cultural de la vanguardia artística por la que ambos se interesaban. Y también en Cadaqués aparece el gran protagonista en la sombra de su peregrinaje por España: Luis Buñuel. Se encaminan hacia Aragón, a través de los Monegros y de los vestigios de la guerra civil, para recalar en Calanda, tierra natal del cineasta admirado. Un paso fugaz por Bilbao les conduce a visitar a Blas de Otero en su ámbito más cotidiano, el bar, donde Strömholm lo retrata. Y continúan el viaje, omitiendo las arduas horas de carretera, hacia el epicentro de su viaje, Las Hurdes. No elegidas por sí mismas, sino por revivir en el paisaje real la mirada de Buñuel en su documental Tierra sin pan, rodado tres décadas antes, cuyo guion recrean en su recorrido de principio a fin. En este aspecto el viaje de los dos artistas suecos se convierte en precedente de una práctica muy extendida sesenta años después, ya en otro siglo, que son los itinerarios culturales: el querer contemplar los espacios que describe un escritor célebre o el lugar donde se rodó una película famosa. Con una fugaz parada en el Valle de los Caídos (saltándose El Escorial), el viaje concluye en Cuenca, donde, ahora sí, cumplen su objetivo de encontrar a Antonio Saura. 

Christer Strömholm. Niña jugando en Calanda.

Mientras Lasse Söderberg va tomando notas de sus impresiones del paisaje, de las personas que conocen en los pueblos, de las conversaciones que mantienen y de sus reflexiones culturales, todo cuanto recrea con fidelidad en el libro, Christer Strömholm dispara incesantemente su Leika. Y la colección de fotografías que reúne forma un legado testimonial y artístico admirable. La primera fotografía que se reproduce, una escena rural cotidiana, unos niños en una calle, tomada con un contraluz que sume en negro la mitad de la imagen, evoca certeramente sus inicios como fotógrafo formalista. En sus tomas realizadas en los pueblos, sin embargo, prima la información testimonial, aunque siempre hay pequeños detalles en los encuadres o en el protagonismo de ciertas texturas que convierten la imagen en un relato también personal y simbólico: «A Christer le gustaba fotografiar los vanos de las puertas cubiertos con telas, que por lo general le sugerían mortajas», anota su amigo Lasse. Al encuadrar una antigua foto familiar enmarcada, por ejemplo, le otorga el protagonismo de la toma a una grieta en la pared, exacta metáfora del contenido que explicita Söderberg en el texto. Emblemático resulta también su encuadre del Valle de los Caídos, en el que dedica dos tercios a la gran explanada con la brutal sombra de la cruz, en uno de cuyos brazos se recortan una diminutas figuras humanas. 

Christer Strömholm. Bar en Las Hurdes.

En el conjunto de las fotos de este Viaje en blanco y negro destacan especialmente los retratos. Por una parte, los de personajes conocidos –Tharrats, Duchamp, Blas de Otero, Antonio Saura–, que son extraordinarios. El de Duchamp, sin camisa y fumando un puro, resulta memorable, y los retratos del ambos pintores y del poeta superan en clarividencia la mayoría de fotos con las que se los recuerda. Y por otra parte, brillan los retratos de personas anónimas. Tanto los de niñas y niños jugando en la calle, como los de ancianos sentados a las puertas de sus casas. Sus rostros se muestran impregnados de un halo trágico que les proporciona una hondura simbólica. Vale la pena destacar, entre la excelencia del conjunto, el retrato de una pastora con su rebaño (pág. 59) y, sobre todo, el de los jornaleros ciclistas (pág. 148). Ambos consiguen captar en las miradas de los retratados una lúcida y precisa idea, de orgullo o de desamparo, sobre el lugar que ocupan sus vidas en la realidad, o lo que es lo mismo, el don secreto de la fotografía.


Publicado en Cao Cultura el 20 de septiembre de 2024. 

miércoles, 2 de octubre de 2024

Berenice Abbott retrata a Eugène Atget


¿No le importa colocarse perpendicular a la cámara, monsieur Atget? ¿De perfil lo prefiere, miss Abbott? Puede llamarme Berenice, monsieur Atget. Claro, como desee, miss Abbott. Sí, le haré una fotografía de perfil, monsieur Atget. ¿Y por qué de perfil? No sabría decirle, monsieur Atget, ¿por pudor? No me haga reír, un fotógrafo tímido es como un lanzador de jabalina manco. Bueno, monsieur Atget, no va a creerme si le digo que es para que no me vea hacerle la foto, pero puedo encontrar otro argumento si lo desea. Inténtelo, miss Abbott. Quiero contemplarle mientras mira. ¿Cómo si estuviera yo haciendo una foto, miss Abbott? Berenice. Eso mismo, disculpe, miss Abbott, pero si aguarda un instante busco una cámara. No hace falta, monsieur Atget, eso sería retórico. Es cierto, miss Abbott. Aunque creo que la razón es otra, y usted ya la sabe, monsieur Atget. La luz sobre la manga del abrigo o sobre el ángulo de la nariz, las sombras en la mejilla, tal vez capturar alguno de los mechones indómitos de mi cabello. ¿Cómo ha sido capaz de adivinarlo, monsieur Atget? Ay, miss Abbott, qué gracia me hace quien mira una pieza y me dice: Conozco esa calle, durante un tiempo la recorría a diario con un ramillete de gardenias en la mano, ahí tuve una novia, por sus fotos parece que uno pueda volver a meterse en la calle y en su memoria. Otros ven realidad donde usted, monsieur Atget, solo ve luz, líneas, volúmenes, sombras, ángulos y texturas, ¿no es cierto? ¿Por qué no me llama Eugène, miss Abbott?

         El maestro incierto, la discípula esquiva. Invierno de 1927, París. Miss Abbott (1898-1991) le hizo aquel día dos fotografías, una de frente, otra de perfil. Posiblemente las últimas imágenes que se conservan del gesto de monsieur Atget. Después la joven fotógrafa regresaría a Nueva York y donde ella veía luz, líneas, volúmenes, sombras, ángulos y texturas hoy he visto ciudad. En la exposición sobre Berenice Abbott titulada «Retratos de la modernidad» (Casa Garriga Nogués. Fundación Mapfre, febrero de 2019). Pero los que más me ha emocionado han sido los dos que le hizo a Eugène Atget (1857-1927), su maestro. Y el mío.

viernes, 20 de septiembre de 2024

Aenne Biermann, fotógrafa



La Moderna Pinacoteca [Pinakothek der Moderne. Múnich, agosto de 2019] guarda hoy una sorpresa para mí. Como los domingos solo cuesta un euro la entrada y el edificio es muy grato, aunque conozca ya sus colecciones, entro; quizá solo para protegerme de los 30 grados que cuecen el exterior. Empiezo por la librería. Apenas veo cambios en los libros sobre las mesas, salvo uno. Un cuaderno tamaño folio con las reproducciones de impresiones en gelatina de plata de una fotógrafa que desconozco. Aenne Biermann. Que no sepa quién es no resulta significativo, mi familiaridad con la historia de la fotografía carece de cualquier erudición. Lo ojeo. Me gusta lo que veo. Como no es bueno comprar los libros antes, lo devuelvo a su lugar y me dirijo, pensativo, hacia la zona de las temporales, aunque poco motivado. La que se anuncia fuera parece un conglomerado de arquitectura ensimismada y fotografía pintoresca. Pura crónica. Decepción. Pero al pasar por el corredor de repente reconozco un nombre, aunque apenas lleve cinco minutos en mi memoria. O tal vez por eso. Aenne Biermann. Ni me había enterado de que le dedicaban una exposición temporal. Al entrar en la sala, junto a la impresión de las fechas —1898-1933—, una maravilla me deja aún más de piedra: Autorretrato con Bola de Plata. Estas sorpresas ya solo se producen en la poesía y en la fotografía.
    Aenne Biermann empezó a disparar su cámara hacia los 28 años con una finalidad práctica: fotografiar la colección de minerales de un amigo geólogo. Pero en lugar de ver cristales, como haría cualquiera, Aenne empezó a ver líneas, sombras, volúmenes. De ahí pasó a retratar plantas, pero lo que veía delante del objetivo era lo mismo que soñaban sus contemporáneos sobre un lienzo. En lugar de pinceles, ella cerraba el plano, doblaba una rama, meditaba la disposición las hojas… y disparaba. Sus fotografías botánicas resultan prodigiosas.
   Coincidió esta época con la infancia de sus hijos, Helga (1921) y Gershon (1923). Pero en las fotografías su madre, que los tomó como modelos, supo dar a sus rostros infantiles, sobre todo al de Helga, una expresividad que estremece contemplar. Hay un retrato con la mano en la boca y un bolígrafo entre los dedos, en primer plano, en el que la niña está tan interesada en lo que ve fuera del plano, que es capaz de crearlo para quien contempla la foto desde la nada del tiempo, solo con su mirada.
    Admirables son sus retratos, pero también sus dibujos de objetos. Una de las piezas más célebres, Kartoffel mit Messer (1929), muestra unas peladuras de patatas enroscadas en el cuchillo. La simplicidad de la imagen, la sobriedad de la toma y la extraña belleza sobrecogen. Fotografías así la convirtieron en una referencia del movimiento fotográfico de la época, la Neuen Sachlichkeit. Los nombres no siempre aciertan. De hecho, la distancia que pretende la Nueva Objetividad es una suerte de propuesta fotográfica brechtiana, por la cual la imagen se aleja de la catarsis subjetiva para propiciar la visión crítica en la acción de contemplar. Y eso continúa siendo lo que provoca el detenerse delante de Patata con cuchillo. En la placa su autora nos cuenta que no se encuadra por el visor para provocar emociones —el gran espejismo de la modernidad—, sino para hacer comprensibles ideas complejas —el espejo del tiempo en el que se convierte cualquier buena fotografía—. 
    Como nadie es perfecto, a mí me gusta burlarme de las condiciones en las que se exponen las fotografías aprovechando los reflejos para hacerme autorretratos cómplices. Ante las piezas de Aenne Biermann que muestra la Moderna Pinacoteca de Múnich, sin embargo, no hay ni un único reflejo. Nada. Se mire desde donde se mire. Y como tampoco me voy a poner a fotografiar una fotografía que me gusta, me guardo el móvil sin pensar que me quedo sin ilustraciones para esta página. Aprovecho, para ilustrarla, un par de detalles vistos en obras que expone la Alta Pinacoteca; las manos del escriba en La muerte de Séneca pintadas por Rubens y el libro sobre la falda de Madame de Pompadour, imaginado por François Boucher.

martes, 10 de septiembre de 2024

Quiero mi Bruce McLean



En el Modern One, el edificio de la Galería Nacional de Escocia consagrado al arte contemporáneo, encuentro una sala dedicada a celebrar los ochenta años del escultor escocés Bruce McLean (1944), que los cumplirá dentro de unos meses. Nada más entrar, en un vídeo que ocupa toda una pared, aparece su imagen haciendo piruetas al ritmo de una música estridente y más alta de lo aconsejable en un museo. Nadie que conozca a McLean se asustará. Ha dedicado todas estas décadas de creatividad tanto a la escultura como al más puro gamberrismo estético. Para el arte se ha convertido en un auténtico activista. Es la voz en sordina de una generación, la suya, que al cabo resultó privilegiada por las dificultades, el ostracismo, las adicciones y los desastres, de igual modo que los más jóvenes tal vez acaben perjudicados por los privilegios que disfrutan en el presente. McLean no solo es un artista de la vanguardia expresionista, también se convirtió en una suerte de dramaturgo de las ideas, utilizando el arte como escenario y las salas de las galerías como platea. Un ángel anunciador de «the end art history».

  Hay ciertos aspectos de Bruce McLean que aprecio en especial. En su actividad he descubierto, por ejemplo, a mi maestro absoluto en el arte de crear listados. Los míos con dificultad giran en torno al centenar de elementos. Sus listas son abrumadoras: solo se detienen en los mil. Espectacular resulta su «List of works», publicada en solo dos páginas de libro, a tres columnas con tipografía diminuta. Se contempla como un poema conceptual. Genial me parece su «Bruce´s CV in 20 seconds», en el anuncio de una película sobre su figura que se puede ver colgado en su Instagram. Tal vez sea la consulta de un currículo más veloz de la historia: empezar riéndose de uno mismo es una prueba de veracidad de la sátira. Interesantes son también las columnas de nombres con sus influencias, donde compartan lista Rita Hayworth y Jackson Pollok: antes que una información se advierte una actitud ante la vida. Muchos de sus textos programáticos están escritos en forma de enumeraciones y juegos de palabras. Uno, extenso, empieza así: «Predecir / predicción como actividad negativa / los peligros de la inteligencia / proyecto anti vivienda social / cínica construcción / termina mal / lo que empieza mal». En cualquier detalle se advierte su maestría para fundir lo coyuntural concreto con lo conceptual filosófico. Esta combinación tan difícil que cuajar lo convierte en un artista singular, mitad gamberro, mitad sublime: «Permiso para planificar / sin permiso de obras / permiso para todos».

  Otra de las pasiones que comparto con Bruce McLean es su confianza en los borradores. No pasa nada a limpio. Se comprende enseguida que la mayor parte de su vida transcurrió bajo el reinado de las máquinas de escribir. Sus textos se publican en la primera transcripción a máquina, con constantes correcciones y ampliaciones manuscritas. Algo que en poco más de dos décadas de costumbres informáticas ha desaparecido de la cotidianidad del trabajo intelectual. Ya se corrige y añade directamente sobre la pulcritud de una pantalla. En los textos programáticos de McLean se le ve releyendo sus propios escritos y pensando sobre sus dimensiones. Secretos que solo guardan los borradores. Un virtud añadida de esta práctica convierte la caligrafía en trazo artístico.

  Una tercera afinidad que descubro en el escultor escocés es su gusto por los autorretratos. En una época donde la fotografía está tan extendida y, sobre todo tan expuesta a los gestos narcisistas, resulta complicado definir un autorretrato como una actitud artística y distinguirla de la ingente exigencia de retratos de los medios audiovisuales contemporáneos. Los autorretratos de McLean, sean en vídeo o en fotografía, se restringen a la escenificación de sus esculturas vivientes o a acciones de videoarte. Cuando ha de aparecer un ser humano en una imagen, él mismo es quien lo encarna. No se trata de ficciones con personajes, sino de expresiones de un yo que asumen diversas despersonalizaciones contemporáneas. Para el cartel de una exposición en Londres de 1987 se fotografía vestido con un elegante traje claro con un cubo de cinc en la cabeza en una sórdida cueva, rodeado de escombros, donde el escultor, convertido en escultura, encarna una visión sarcástica del arte contemporáneo. Un autorretrato del ser, no del estar. O, tal como propone William Blake en un célebre poema, una cita muy del gusto del artista, «ver el mundo en un grano de arena / y un cielo en una flor silvestre...».

  Junto a las listas, los borradores y los autorretratos, la actividad artística de Bruce McLean tiene encanto también por las fotografías, una expresión que el escultor ha convertido en central para su obra. Como fotógrafo ofrece lecturas de sus piezas escultóricas, obviamente, pero también las fotografías concentran su visión humorística y sarcástica de la realidad. Y en muchas ocasiones ambas funciones se mezclan y sus piezas aparecen con curiosas ambientaciones.

  La exposición del Modern One, titulada irónicamente «Quiero Mi Corona», arranca con una curiosa fotografía, cuyo título es meramente descriptivo: «Una fotografía de un pastel de frutas encima de un armario fotografiado en el ático de alguien (que no cabe en la imagen)». Me detuve de inmediato ante esta pieza, con tratamiento de lienzo hiperrealista, que me pareció un pequeño manifiesto de la imagen. Con ser descriptivo, el título solo alude a dos partes de la imagen, un pequeño rectángulo en el margen derecho donde aparece el pastel sobre el armario, y otro mayor, en la parte inferior, que es una suerte de apertura superior de una estancia de la que solo se ve la cornisa. Este es el «ático» al que alude el paréntesis del título. El resto de la fotografía, un tercio y medio del conjunto, permanece oscuro. Parece una suerte de collage con tres contenidos, dos fotografías y un fundido en negro.

  «A photograph of a Fruit Cake...» se contempla como una pequeña e irónica poética de la fotografía. En primer lugar seduce la idea de que las imágenes surgen del negro y se imponen a él. Ya no recortan la luz y la muestran como una tesela de lo real. La realidad es un fundido en negro al que se sobreponen imágenes inconexas. Una posee un significado trivial: el pastel de frutas sobre el armario. Y también incomprensible. La desubicación de los elementos triviales ha dejado de crear sentido, solo ofrece nuevos peldaños a la infinita escalinata del sinsentido contemporáneo. La otra imagen que se impone al negro promete un contenido al intentar asomarse sobre el techo de una estancia («el ático de alguien»), pero solo ofrece el acceso, la anónima cornisa, una sombra, nada que acerque a nadie. Las tres fronteras de la fotografía contemporánea, la trivialidad, la inaccesibilidad y su presente, la ceguera. 

«A Photograph of a Fruit Cake on Top of a Wardrobe 
Photographed in Someone's Attic (which doesn't fit 
in the vitrine), piece, 2024». Bruce McLean

lunes, 26 de agosto de 2024

Poética del encuadre


Hace algunas décadas el hijo adolescente de unos amigos estuvo de viaje por Irlanda. A su regreso, la madre le preguntó si había hecho fotos y el muchacho le dijo «alguna» y le entregó la cámara con el carrete en su interior. La madre vio que eran muy pocas, aun así, intrigada, lo llevó a revelar. El resultado fue desalentador, no lo dudo. En el sobre del laboratorio encontró solo tres fotografías. Las tres prácticamente idénticas, solo se diferenciaban en el grado del desenfoque. La imagen que aparecía aún la recuerdo: la cruceta de un poste eléctrico, con un aislador en cada punta y dos cables cruzando un cielo con nubes difusas. ¿Eso es todo lo que daba de sí Irlanda? Como el autor de tan exiguo reportaje es hoy en día un padre de familia y un profesional responsable, para la felicidad de su madre, no cabe atribuir el minimalismo incipiente a ninguna alteración del chaval, sino a un simple problema de la cámara, que posiblemente se disparó por error en un cambio de ubicación. Lo que sí está claro es que aquella adolescencia de 1990 no tiene nada que ver con las del presente. El joven que visitaba Irlanda ni se le pasaba por la cabeza suplantar con imágenes inertes lo que veía y vivía.

         Aquel día fue lo que aduje ante mis amigos, los padres, porque a mí me ocurrió algo semejante: no conseguía acabar nunca los carretes. Y si no lo velaba al sacarlo, el resultado que obtenía del revelado no era más alentador. Luego llegó el teléfono con cámara fotográfica incorporada. Recuerdo que durante cierto tiempo me pareció un añadido perfectamente inútil. Mi perspicacia para intuir la transformación de los hábitos colectivos siempre ha sido próxima a la del basalto. Otro amigo, Marcel, fotógrafo y también aficionado a captar inverosimilitudes con su móvil, un día se entretuvo a explicarme cómo se transformaba la toma realizada en lo que uno quería ver mediante el uso del encuadre. Desde aquel momento, la fotografía cambió para mí. Se convirtió en otra cosa. Hasta entonces cualquier imagen que hiciera emparentaba en algo con las del hijo de mis amigos, mostraba lo que a nadie entretiene mirar. Me explicó con ejemplos que encuadrar una imagen sirve tanto para potenciar el detalle que se desea convertir en una mirada, como para desechar todo lo que molesta alrededor y siempre se cuela cuando se observa otra cosa. Esto es lo que me fascinó: la capacidad del encuadre para aplicar su bisturí sobre la realidad y perfeccionarla.

         El encuadre es la poética del recuerdo, igual que la escritura diarística lo es de la vivencia. Ambas podan y seleccionan primorosamente, sea en las fotografías, sea en los libros. Pero no lo hacen para tergiversar ninguna verdad, ni para ocultar posibles ignominias; no hay dolo en las artes de la jardinería, solo una intrínseca necesidad de mejorar el mundo. En lo visto y en la experiencia convive lo ordinario y lo extraordinario, lo incómodo y lo sublime; juntos aparecen trivialidad y prodigio. La tarea del aficionado a la fotografía, o a la escritura, no es otra que recortar, ordenar, seleccionar y dirigir la mirada hacia lo significativo.  Cuando lo aprendí dejé de apuntar la cámara con el horizonte en la mitad y a lo que saliera. Incluso con frecuencia, sobre un cielo azul de set televisivo, he enfocado la cruceta de un poste eléctrico en el que, de pronto, descubro la flor más hermosa y reveladora en la incomprensible jungla de formas que nos rodea. Al cabo, con el móvil en el bolsillo me siento un discípulo de aquel joven estudiante que estuvo en Irlanda y no quiso contarle lo real de su viaje a nadie.  Aunque haya mejorado en lo casual del enfoque, eso sí. 

martes, 13 de agosto de 2024

Tina Modotti: El mensaje del alma está en las manos


Del mismo modo que hay vidas que cobran sentido al contarse en modo inverso a como fueron vividas, también hay obras que se iluminan desde su final. La fotógrafa Tina Modotti (1896-1942) falleció repentinamente, a una edad temprana, en Ciudad de Méjico. Tres años antes había regresado a su país de elección como una refugiada más de la Guerra Civil española. Se conservan todas las fotografías de los siete intensos años que vivió en Méjico, que fundamentan su papel de pionera del arte fotográfico, pero ninguna se conoce del lustro, entre 1934 y el final de la guerra, que vivió en España, vinculada al Socorro Rojo y a las Brigadas Internacionales. Aunque sobre dos fotografías de la época sobrevuela la sombra de su autoría. Son dos de las dieciocho placas que se publicaron en la edición de Vientos del pueblo (Valencia, 1937), el libro de Miguel Hernández. Una de ellas ilustra el poema «Las manos».

La imagen muestra en detalle dos manos moldeadas por el trabajo, posiblemente de un campesino, pero en una posición de sosiego, entrelazadas. El poema empieza con una afirmación que quizá Tina Modotti subrayara en el ejemplar o en el manuscrito donde lo estuviera leyendo: «La mano es la herramienta del alma, su mensaje». En coherencia con su escritura en época de guerra, el poema contrapone las manos de los «trabajadores», heroicas, con las del «bando sangriento», «manos fangosas» del enemigo.

         Tina Modotti había convertido mucho antes el «mensaje» de las manos en un motivo recurrente de su imaginación fotográfica. Algunas de sus mejores placas las muestran en primer plano.  En Méjico, donde se la ve crecer con la cámara en las manos frente al encuadre de las personas —desde la edad infantil hasta los ancianos, hombres y mujeres, trabajadores y vagabundos, en momentos de sufrimiento y de regocijo—, ha dejado algunas piezas memorables. Revisitadas desde atrás hacia adelante, la serie que en 1929 dedica al titiritero se olvida del protagonismo de los títeres, que quedan en un segundo plano, para hacer hablar solo a las manos —las nervaduras de la tensión, la precisión del gesto en los dedos—, como una niña que se desentendiera de la estereotipada ficción infantil para descubrir, en lo que apesadumbra al narrador, algún secreto de la existencia. 

En «Manos de mujer lavando ropa» (1928) Modotti plantea una contraposición muy diferente a la convencional de los bandos en guerra; un antagonismo que en la década de los veinte del siglo XX no era tan fácil percibir. Las uñas bien cuidadas y dos anillos que relucen en el dedo medio de la mujer contrastan con las estrías en la piel causadas por la humedad habitual en el trabajo femenino. Hay un canto a la belleza secreta en esas manos oscuras, frente a la blancura de la pieza de ropa, que emerge de un interior desconocido y que se manifiesta en la leve curvatura de los dedos que muestran antes que una labor ritual, una delicadeza en el cuidado del mundo que lo preserve. 

«Manos descansado sobre una pala» (1926) es una de las obras más apreciadas de la fotógrafa. Modotti fue en sus inicios una artista entregada al formalismo. Antes que argumento, en sus primeras fotografías hay geometría y composición, líneas y planos, volúmenes, luz y sombras. Y merodeando las hechuras, las evocaciones simbólicas. En Méjico, a esta formación clásica le añade un contenido humanista. El hombre que descansa con sus manos sobre la pala es un emblema de la fusión entre sus dos formaciones, la fotográfica y la vivencial. Hay una perfección formal asombrosa, un equilibrio prodigioso entre claros y oscuros, entre líneas y relieves, incluso una indiscutible dimensión simbólica, esa cruz que trazan brazos y palas. Pero lo que impresiona es el sosiego que transmiten las manos, la que sostiene la otra mano que a su vez sujeta la pala. Es tal vez la sublimación de la idea del séptimo día, el momento en el que el mundo —el trabajo realizado— parece bien hecho. El cumplimiento de un milagro. 

Antes de decidirse a fotografiar personas, Tina Modotti se entregó intensamente a fotografiar flores. Son resoluciones gráficas perfectamente estudiadas. Los juegos con la luz, el encuadre y la perspectiva convierten las flores en entes geométricamente abstractos. Son flores, pero también son formas, y en esta coincidencia imprevista del ser con su fantasma prenden las evocaciones. Tras la contemplación del árbol de las manitas (Chiranthodendron) dispara su cámara para convertir la flor en una tenebrosa mano que, amenazadora, emerge dispuesta a acoger cualquier símbolo funesto. 

Y de la misma época que esta fotografía con referencia vegetal es otra, también de unas manos, realizada en California, a donde había viajado completamente sola una década antes, con apenas diecisiete años, desde su Údine natal, tras los pasos de su padre, emigrante en Estados Unidos. La descripción de la pieza, que carece de título, es «Manos de madre. California» y resulta escalofriante la idea de cohibición que muestran estas dos manos escondidas, una dentro de la otra, negándose a cualquier función que no sea la meramente nominal del matrimonio que señala el único brillo de la imagen que recae sobre el anillo en el dedo índice. 

Si se había empezado este relato con la incógnita de la autoría de una fotografía, se concluye con la incógnita de la protagonista de esta pieza, que más que los cuidados de una madre, evocan con cierta intensidad su opuesto, es decir, su ausencia. Y quizá desde esta ausencia existencial también se pueda explicar el valor densamente simbólico con el que la fotógrafa impregna su mirada cuando esta se detiene sobre unas manos. 

domingo, 14 de julio de 2024

Martín Chambi, un juglar en los Andes


Un mito occidental es el tópico de soñarse el primero en verlo.  Qué visitante de Petra no se ha imaginado en la piel de Johann Ludwig Burckhardt, en 1812, vestido de beduino, recorriendo la trocha en el desierto para ver asomar, entre las rocas, la enormidad clásica del Tesoro. Quizá ahora la fantasía sea incluso más concreta: ser el primero en fotografiarlo.  Solo un siglo más tarde, en 1911, cuando Hiram Bingham (1875-1956), siguiendo informaciones de otros exploradores y de labradores de la zona, llega hasta las ruinas de Machu Picchu por primera vez ya lo hace con una cámara en las manos —una Kodak nº3 A con fuelle— y comparte el mismo sentido de irrealidad de las ensoñaciones actuales: «Encontré brillantes templos, casas reales, una gran plaza y miles de casas. Parecía estar en un sueño». Bingham soñaba que descubría Machu Picchu y los turistas actuales se sienten pioneros como Bingham. Sus fotografías del sueño, por cierto, las publicaría la revista de The National Geographic dos años más tarde. No es la inmediatez de las redes sociales actuales, pero para la época no se puede decir que se hubiera entretenido.

         Aunque puestos a recrear pasados míticos, seguro que no son pocos los viajeros avisados que sueñan en la cordillera andina con el fotógrafo que mejor ha captado paisajes, ruinas, ciudades, costumbres y personas, es decir, con Martín Chambi (1891-1973), un gigante detrás de una cámara, como lo calificó Mario Vargas Llosa. Tras la importante exposición de la Fundación Telefónica en 2006, ahora es la sala Colectania (Barcelona, abril de 2022) la que presenta una muestra sobre el genio del peruano y su relación con otros fotógrafos —unos americanos, del sur y del norte, alguno europeo— que recorrieron parecidos caminos, no siempre fáciles, con su cámara a cuestas en la primera mitad del siglo XX. Detrás se advierte la mano experta y el espíritu atento del coleccionista Jan Mulder, que ofrece al visitante, además, el encanto añadido de las copias de época. El diálogo que la exposición establece entre fotógrafos vinculados a la atracción por paisajes semejantes —la cordillera andina, el altiplano, las antiguas ciudades incas— y por la cultura indígena resulta un cursillo acelerado de personalidad fotográfica ante una misma realidad. Y como el protagonista es Chambi me detengo a anotar lo que he aprendido al visitarla.

         En 1924, cuando accede por vez primera a las ruinas de Machu Picchu, Martín Chambi tiene treinta y tres años, una excelente formación al lado de fotógrafos europeos profesionales, un momento propicio para el auge del arte fotográfico, y, sobre todo, una conciencia despierta: «Siento que soy un representante de mi raza; mi gente habla a través de mis fotografías». Pero la vida nunca es tan rotunda como aparece en los ideales, y Chambi también necesita ganársela haciendo retratos por encargo o vendiendo panorámicas de la zona andina en láminas viradas a colores pictóricos y postales de recuerdo. Y esta es la enseñanza inicial: en ninguna toma pretende reproducir la visión asentada de lo admirable, sino dejar fluir la complejidad de su propia mirada. Resulta elocuente contemplar una placa de la Catedral de Cuzco de un fotógrafo coetáneo con la visión consolidada de la plaza, animada por los transeúntes, y en escorzo la gran mole de la iglesia. Una panorámica que se reproduce ante cualquier iglesia del planeta situada frente una gran plaza. Los encuadres de Chambi continúan siendo hoy un prodigio de la imaginación. O bien se sube a uno de los dos campanarios gemelos de la iglesia de la Compañía de Jesús, encuadra el otro solo en su mitad superior y a lo lejos, en perspectiva, perfila la Catedral que parece entretenida conversando con dos grandes nubarrones blancos; o bien la dibuja en sombra desde la luz natural que cuela uno de los arcos de la gran plaza porticada. No le preocupa en absoluto lo admirable, aunque sea lo que le asegure los ingresos, sino la fidelidad a su manera de mirar; que es, para el fotógrafo, su identidad, aunque no siempre coincida con la mirada de los coetáneos que han de adquirir sus imágenes. Y entonces, ¿qué hacer? En todas las piezas expuestas se advierte que Chambi no parece haber dudado nunca.

         Uno de los fotógrafos más interesantes que también se vio seducido por los aires andinos fue Robert Frank (1924-2019), un europeo de cultura norteamericana que se convirtió en un portentoso narrador de historias. A finales de los años 40 viaja a Perú y con su cámara escribe una trepidante novela de la vida indígena en sus ya célebres cuadernos de espiral. El trabajo, las fiestas, las costumbres, los rostros. En sus fotografías nada permanece quieto, nada guarda silencio, ni siquiera las planicies infinitas cortadas por la línea del ferrocarril, cuyo traqueteo de oye siempre a lo lejos. Sus imágenes transpiran el sudor, muerden el polvo y habitan el caos. Resulta ilustrativo compararlas, desde la excelencia de ambos artistas, con las de Chambi. En algunos encuadres el peruano no oculta el movimiento, incluso el desorden espontáneo de las figuras que aparecen, ni siquiera en estos casos hay narración. Chambi no cuenta historias. Su género fotográfico es otro. Exalta, sublima, desatiende los movimientos de los mortales, atento solo a los dioses del lugar. Su punto de vista es épico. Por más autorretratos que cuele en todos sus paisajes, tampoco existe una razón lírica implícita. Sus placas muestran en todo momento la convicción de contemplar un paisaje y un tiempo heroicos. Chambi es el juglar que llega a un pueblo para cantar, ensimismado, las grandezas de una edad perdida, pero, casi por milagro, aún presente, de ahí la necesidad de su mirada: el fotógrafo es el intermediario entre épocas. La voz de lo oculto desvelada. Segunda lección.

         La tercera tiene que ver con los retratos. Y se hace evidente en la muestra ante el contraste con otros fotógrafos de la época. Carece del ojo de antropólogo de las placas de Pierre Verger (1902-1996), en las que se advierte siempre el interés por algún aspecto concreto de la morfología humana de los retratados o por alguna peculiaridad de su vestuario. Y lo que no posee en absoluto es la sofisticación de Irving Penn (1917-2009), quien en 1948 pasó unas vacaciones en Perú y regresó a Nueva York con un reportaje etnográfico que publicó la revista Vogue. En Cuzco instaló el estudio en un viejo almacén, con entrada lateral de luz matizada por una cristalera. Atavió el suelo de ladrillos de barro con una historiada alfombra y cubrió el fondo con colores melifluos y flores en jarrones de estilo clásico dibujadas en el decorado. Hizo pasar por su estudio a infinidad de indígenas de todas las edades y, posiblemente, condición. Pero forzó en ellos poses extravagantes y gestos en el rostro demasiado explícitos y tan alejados de la naturalidad de la vida andina como próximos a ella los fotografió Martín Chambi en sus retratos de estudio, que se sitúan en el lado opuesto del refinamiento que tanto sedujo al norteamericano Penn. El retrato de estudio más famoso de Chambi es el del «Gigante de Paruro, Juan de la Cruz Sihuana», fotografiado en Cuzco, en 1925, y aún hoy emociona la humanidad con la que Chambi recoge el gesto apesadumbrado de aquel hombre imposible, al que le hace casi sonreír cuando lo acompaña, en otra toma, frente a la cámara, a su lado, vestido con pajarita de fotógrafo profesional, con la cabeza inclinada al máximo hacia arriba admirándole con devoción.

         Tres clases magistrales de Martín Chambi, pero la definitiva la imparten sus autorretratos. Algunos son solemnes y casi escultóricos, como el espléndido «Autorretrato con poncho en ventana trapezoidal de Machu Picchu», de 1928, pero en la mayoría aparece con un gesto desinhibido, cotidiano, como colándose a escondidas, en el último momento, dentro sus propias fotos, pero sin su permiso. Los suele hacer después de haber conseguido la foto que quería, posiblemente orgulloso del encuadre. Una nueva copia, pero con su figura, generalmente de perfil, en una esquina, creando con la vista un fuera de campo que el objetivo no ve. Mientras él no lo encuadre.

El Comisariado de la muestra señala en las informaciones una explicación que no admite añadidos: sus autorretratos declaran «su pertenencia a un mundo andino tan complejo en su presente y tan misterioso en la revelación de su pasado». Aunque quizá acepte un mínimo reparo: ¿no resulta redundante subrayar así esta pertenencia a un espacio y a una cultura cuyas imágenes lo proclaman desde la primera hasta la última toma que hizo? Ninguno de sus autorretratos, sin embargo, resulta redundante. Ni siquiera el que practica junto al Gigante de Paruro, o el realizado ante la panorámica de las ruinas incas, que tan excelsamente supo captar, o el que repite el encuadre logrado con su figura en medio. Es cierto que subraya su pertenencia a ese «mundo andino», pero también que se siente protagonista, pionero quizá, de la gesta que está cantando. Cuando llega a Cuzco la primera motocicleta, propiedad de un vecino, se autorretrata montado en ella, con gorro de motorista y las manos en el manillar, como si fuera él mismo quien hubiera cumplido el sueño de poseer la moto («Autorretrato en la moto de Mario Pérez Yáñez, primera moto en Cusco», de 1934). El fotógrafo no solo sueña con ser el primero en verlo: ofrece ese sueño a los demás. Se siente mediador entre los «misterios» que capta y el espectador, pero esta mediación va más allá de la mera firma en huecograbado sobre la copia en papel. Es el protagonista de las imágenes que entrega. Y al final del arduo trabajo del día, toma la palabra para decirnos: prestadme al menos un ápice de vuestra atención por estas revelaciones. De igual modo que al final del Cantar de Mio Cid, en su explicit, quien habla es el juglar y les pide a los oyentes «Se ha leído el Poema, dadnos vino, y si no tenéis monedas, echad / allá algunas prendas por las que a cambio seréis recompensados». Miradme, soy quien ha registrado estos paisajes sublimes que habéis visto por primera vez: echadme un vistazo también a mí y os recompensaré mañana con otro tortuoso ascenso a aquella cumbre desde la que nadie nunca ha mirado. Porque yo soy el juglar, el médium, el fotógrafo.

martes, 2 de julio de 2024

Jeff Wall, escenógrafo



La primera vez que vi una fotografía de Jeff Wall (1946) fue en septiembre de 1990, y también entonces oí, al verla, su nombre, que no me sonaba de nada. Lo mencionó el novelista Pedro Zarraluki, entusiasmado con la fotografía cuyos derechos había conseguido para la cubierta de su novela El responsable de las ranas (Anagrama, Barcelona, 1990). Lo cierto es que la fotografía de Wall —«El pensador», de 1986— ilustraba a la perfección el título de aquel libro. Nada más novelesco que el tipo lunático que en la imagen medita sentado sobre un trono de residuos, con una espada, en lo alto de una colina a las afueras de una ciudad que se extiende, a lo lejos, como si fuera la charca de ranas que cuida. La novela de Zarraluki empezaba a narrarse desde la fotografía de cubierta. Al autor la idea le encantaba y a sus conocidos no se les escapó el lejano parecido del pensador con el novelista, al que a partir de entonces decidieron llamar con el apelativo de «responsable de las ranas», no por lo que contara en el texto, sino por el poder narrativo de la imagen de la cubierta, que no solo connotaba el título, sino que también era capaz de destilar, como una novela, la realidad en personajes. 

Algunas décadas más tarde, en la exposición «Cuentos posibles» de la Virreina que ocupa al completo sus salas expositivas de la planta noble, vuelvo a enfrentarme con el filósofo de las ranas, ahora convertido en una transparencia dentro de una caja de luz de dos metros once de alto por dos metros veintinueve de largo. Una visión impactante. Como la de un anuncio dispuesto para iluminar la ciudad desde la cubierta de un edificio de oficinas de varios pisos contemplado a un metro de distancia. Jeff Wall lo ha entendido muy bien desde el principio: en el arte contemporáneo ha desaparecido el contenido simbólico, solo pervive la pura emotividad objetual. El impacto de la presencia. La forma en sí misma convertida en su contenido. Es más, lo ha entendido tan bien que es uno de los precursores, desde el inicio de sus trabajos, en evitar el vacío hacia el que amenaza despeñarse el arte contemporáneo mediante la sustitución del pensamiento por un discurso social inconcreto. Degradación, pobreza, abandono, exclusión… Es decir, una transparencia iluminada que ocupa toda la pared de una sala de exposiciones, donde normalmente se cuelga media docena de piezas de buen tamaño; ese impacto, y, en su interior, un contenido social estereotipado, ofrecen una muestra ideal para cualquier pinacoteca contemporánea. No es un demérito, es solo la constatación de un estado de las cosas, y Wall ha sabido ofrecer, desde el principio, lo que sin mencionarlo se le pide.

         Y ha creado también una narrativa a partir de su obra: su insoslayable carácter narrativo. «Cuentos posibles» es un título espléndido. Sugerente. Cada fotografía, como «El pensador» de la cubierta de la novela de Zarraluki, es susceptible de evocar un relato. La pieza que muestra la habitación subterránea donde un tipo vive bajo un techo infectado por cientos, acaso miles, de bombillas, bajo el que trabaja, come, duerme e incluso cuelga la colada, inmediatamente parece despertar la fabulación. Es cierto que existen en las piezas de Jeff Wall elementos narrativos, aunque sin trama que los enlace; igual que existen elementos temáticos sociales, pero sin alusión a un conflicto real o lacerante. Es, digamos, como un juego: hay piezas de cuento y títulos con significados, y el visitante disfruta acertando al colocar cada uno en su casilla, impactado por la explosión de luz que emana de la imagen, que es lo único relevante en la experiencia artística propuesta. El juego intelectual añadido a la iluminación no sobrepasa casi nunca las dimensiones de un juego infantil; cuando se apaga, no queda nada.

         Hay otro factor relevante que demuestra la perfecta adaptación del fotógrafo al universo del arte contemporáneo. Desde que empezó a fotografiar, en 1978, solo ha realizado doscientos montajes fotográficos, de diversos tamaños y en diversas modalidades de exposición entre las que la caja de luz es las más característica; unos son enormes, otros poseen medidas más convencionales. Pero doscientas piezas en cuatro décadas y media no alcanzan a las cinco fotografías por año de media. Cinco fotografías es lo que selecciona un fotógrafo en una mañana de trabajo. A diferencia de todos los fotógrafos que han existido, Wall ha optado por apostarlo todo a un único número, el de la frugalidad. Y en esta actitud hay que reconocer una valiente coherencia: no existen tantos relatos disponibles como para ilustrar el ingente número de imágenes que produce un fotógrafo, para el que cada una de las placas es la tesela del mosaico simbólico que es su propia sensibilidad artística. Como artista contemporáneo, Wall le ha dado la vuelta a esta situación, reconociéndole a cada pieza su propia independencia creativa, es decir, su capacidad para generar un relato autónomo, ajeno al autor, que no es más que un mero propiciador de la experiencia artística, casi un técnico en iluminación. Esta concepción no admite las cifras de un catálogo fotográfico habitual. Solo es capaz de absorber las escasas piezas, doscientas, realizadas por un artista que trabaja para museos. Treinta y cinco son las que contemplo en la Virreina. Con la boca abierta, eso sí, por el impacto visual de los montajes (el anuncio de las alturas a un metro de distancia).

         Hay una característica de Wall que aprecio. Él mismo la ha señalado: «Me parece que las mejores obras de arte visual permanecen vacilantes, indecisas ante la pérdida de identidad». No sé muy bien si estas palabras recogen lo que quiso decir, porque encuentro la cita en un periódico alemán, y supongo que está tomada de alguna rueda de prensa realizada con motivo de una exposición en un museo de Múnich. Pero en la propia imprecisión de la frase descubro una clave que valoro en Wall. Se podría decir que sus doscientas imágenes se pueden agrupar, por su génesis, en tres apartados. En primer lugar, están los que se podrían denominar «cuentos encontrados», como la transparencia que muestra la cueva urbana donde, en Harlem, un hombre real vive bajo 1.369 bombillas colgadas en el techo. En segundo lugar, están los «cuentos escenificados», donde la puesta en escena que se plasma en la fotografía a veces acierta, como en «El pensador», pero en otras resulta molestamente evidente; por ejemplo, en la foto donde capta un tipo a la mitad de una voltereta en el centro de un café convencional. Y, en tercer lugar, las imágenes con un «cuento ausente», en las que desaparece cualquier expresión de una identidad en la mirada, tanto de la fotografía, como del fotógrafo, como del visitante de la exposición. Son encuadres sobre espacios olvidadizos e insustanciales, con frecuencia en las afueras industriales de las ciudades, rincones anodinos, caóticas instalaciones eléctricas, tránsitos espurios, localizaciones sin propósito, especificidad ni interés. Estas son las piezas que más me atraen, tal vez porque me permiten añorar la desidentidad en la mirada de un coetáneo suyo, Guido Guidi, fotógrafo, y solo por esta condición, artista.